Iglesia y Sociedad

Pregón pascual 2018

3 Abr , 2018  

Les comparto algunos textos para pensar la resurrección…

 ¡Alégrense por fin los coros de los ángeles, exulten las jerarquías del cielo!

El ser humano, por esencia, es un ser en camino hacia sí mismo: un ser que trata de realizarse a todos los niveles, en el cuerpo, en el alma, en el espíritu, en la vida biológica, espiritual y en su cultura. Pero, en este anhelo, se ve continuamente obstaculizado por la frustración, por el sufrimiento, por el desamor y por la falta de unión consigo mismo y con los demás. El principio-esperanza que anida en él le hace constantemente elaborar utopías como la «República» de Platón, la «Ciudad del Sol» de Campanella, la «Ciudad de la Eterna Paz» de Kant, el «Paraíso del Proletariado» de Marx, el «Estado Absoluto» de Hegel, la situación de amorización absoluta de Teilhard de Chardin, o incluso, si se quiere, ese lugar donde no hay lágrimas, ni hambre, ni sed con que sueñan nuestros indios Tupiguaranís y Apapocuva-guaranís, el mundo de la tierra sin males, el universo del Buen Vivir.

Todos, como San Pablo, suspiramos: «¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?» (Rom 7,24). Y todos, con el autor del Apocalipsis, suspiramos por esa situación en la que «no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Apoc 21,4). La Resurrección de Jesús pretende ser la realización en nuestro mundo de esta utopía. Porque la resurrección significa la escatologización de la realidad humana, la introducción del ser humano, cuerpo-alma, en el Reino de Dios, la total realización de las posibilidades que Dios puso dentro de la existencia humana. De este modo fueron aniquilados todos los elementos alienantes que atenazaban la vida, tales como la muerte, el dolor, el odio y el pecado. Para el cristiano, a partir de la Resurrección de Jesús, ya no hay utopía (en griego: que no existe en ningún lugar), sino únicamente topía (que existe en algún lugar). La esperanza humana se realizó en Jesús resucitado y ya se está realizando en cada persona humana. A la pregunta “¿Qué va a ser del ser humano?”, la fe cristiana responde con desbordante alegría: La resurrección como transfiguración total de la realidad humana espiritual-corporal.

Leonardo Boff

¡Que las trompetas anuncien la salvación!

Creer en el Resucitado es resistirnos a aceptar que nuestra vida es solo un pequeño paréntesis entre dos inmensos vacíos. Apoyándonos en Jesús resucitado por Dios intuimos, deseamos y creemos que Dios está conduciendo hacia su verdadera plenitud el anhelo de vida, de justicia y de paz que se encierra en el corazón de la humanidad y en la creación entera.

Creer en el Resucitado es rebelarnos con todas nuestras fuerzas a que esa inmensa mayoría de hombres, mujeres y niños que solo han conocido en esta vida miseria, humillación y sufrimiento queden olvidados para siempre. Creer en el Resucitado es confiar en una vida donde ya no habrá pobreza ni dolor, nadie estará triste, nadie tendrá que llorar. Por fin podremos ver a los que vienen en pateras llegar a su verdadera patria.

Creer en el Resucitado es acercarnos con esperanza a tantas personas sin salud, enfermos crónicos, discapacitados físicos y psíquicos, personas hundidas en la depresión, cansadas de vivir y de luchar. Un día conocerán lo que es vivir con paz y salud total. Escucharán las palabras del Padre: «Entra para siempre en el gozo de tu Señor».

Creer en el Resucitado es no resignarnos a que Dios sea para siempre un «Dios oculto» del que no podamos conocer su mirada, su ternura y sus abrazos. Lo encontraremos encarnado para siempre gloriosamente en Jesús.

Creer en el Resucitado es confiar en que nuestros esfuerzos por un mundo más humano y dichoso no se perderán en el vacío. Un día feliz, los últimos serán los primeros y las prostitutas nos precederán en el reino. Creer en el Resucitado es saber que todo lo que aquí ha quedado a medias, lo que no ha podido ser, lo que hemos estropeado con nuestra torpeza o nuestro pecado, todo alcanzará en Dios su plenitud. Nada se perderá de lo que hemos vivido con amor o a lo que hemos renunciado por amor.

Creer en el Resucitado es esperar que las horas alegres y las experiencias amargas, las «huellas» que hemos dejado en las personas y en las cosas, lo que hemos construido o hemos disfrutado generosamente, quedará transfigurado. Ya no conoceremos la amistad que termina, la fiesta que se acaba ni la despedida que entristece. Dios será todo en todos. Creer en el Resucitado es creer que un día escucharemos estas increíbles palabras que el libro del Apocalipsis pone en boca de Dios: «Yo soy el origen y el final de todo. Al que tenga sed yo le daré gratis del manantial del agua de la vida. Ya no habrá muerte ni habrá llanto, no habrá gritos ni fatigas, porque todo eso habrá pasado».

José Antonio Pagola

¡El Señor resucitó, Aleluya!

La cruz no puede separarse de la resurrección. La cruz muestra el final de la lógica, es locura y escándalo: el mal es más fuerte que Dios, no hay esperanza. Jesús resucitado es la lógica de Dios: la fuerza del Espíritu es mayor que el mal, aunque puede parecer sometida y vencida. Por eso, la cruz es una evidencia de los sentidos, como el mal. Pero la resurrección, la fuerza del Espíritu, es objeto de fe. Vemos al crucificado y creemos en Él, aunque no veamos más que un crucificado.

De la misma manera, vemos el mal en nuestra vida, en la enfermedad, en el odio, en el hambre, en la envidia, en tantas cosas. Y seguimos creyendo en el ser humano hijo de Dios, capaz del Espíritu. A veces incluso «vemos» el espíritu, cuando vemos seres humanos viviendo más allá de la envidia y el consumo y la emulación salvaje y la comodidad y la explotación… vemos esa falta de lógica, los vemos vivir de manera que mucho pensarán que están locos, y reconocemos al espíritu. Pero hace falta que nuestros ojos estén previamente abiertos: los ojos de tierra no ven ahí más que locura, necedad.

Por eso todos los que son honrados, veraces, austeros, cooperadores, los que perdonan, los que no piensan mal, los que trabajan por la justicia, los que no viven para disfrutar, los que trabajan por la paz… están locos. Y son crucificados; desde luego por los ricos, los poderosos, los que saben vivir, los que triunfan; pero también por los sacerdotes, por los doctores, por la gente religiosa. Pero ellos son los que viven como resucitados, como vivía Jesús aun antes de morir, llenos del Espíritu, del mismo Espíritu de Jesús. Así, la vieja teología que «entiende» la cruz como sacrificio ofrecido por Cristo a Dios (a Dios Amo y Juez) «para que perdone» los pecados, pagando con su sangre el precio de nuestras ofensas, se queda ridícula y coja, ante todo porque es comprensible y sobre todo porque separa la cruz de la resurrección. Y paga un terrible precio: Dios es solamente justo y cobra precio (¡y qué precio!) por perdonar. Pero no es así, todo es mucho mejor: Dios es el Creador, el que sigue creando, el que sigue dando vida. Pecado es muerte, apartarse de la luz, un juicio equivocado, dejarse poseer por la oscuridad, ceder a la apariencia pasajera. Jesús es luz de Dios, espíritu en el mundo. Su vida, como toda vida humana, es lucha entre la luz y las tinieblas. Las tinieblas parecen poderosas, pero la fuerza del Espíritu es mayor. Jesús es grano sembrado, no monumento aparatoso. Jesús es vida vegetal contra la que no pueden invierno ni sequía, no lógica aparente creada por pequeños cerebros presuntuosos.

José Enrique Galarreta

¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!

Las palabras desalentadas de los de Emáus «Nosotros esperábamos… pero…» reflejan una situación de pérdida de esperanza que quizá es también la nuestra en un tiempo en el que hablamos de ausencia de Dios, de exceso de dolor, de tumbas vacías de esperanza. También nosotros podemos sentirnos como si siguiéramos aún en el anochecer del viernes, volviendo con ánimo abatido de enterrar en el sepulcro proyectos, ilusiones y promesas. También nosotros podemos reaccionar: «llorando y hacer duelo» (Mc 16,10) «cerrando las puertas por miedo…» (Jn 20,19), La piedra es demasiado grande para nuestras fuerzas, el orden internacional demasiado injusto, la violencia demasiado arraigada, la presencia creyente irrelevante, la Iglesia demasiado temerosa… Por eso la tentación puede ser «prolongar el sábado», refugiarnos en una espiritualidad evadida, permanecer en una parálisis inerte. O tomar caminos de vuelta a Emaús que alejan de los sepulcros y de los crucificados y tratan de escapar no sólo de su dolor sino también de su memoria.

Pero hay en la mañana del «primer día de la semana» un camino alternativo: el de quienes, entonces y ahora, echan a andar «todavía a oscuras» y se acercan a los lugares de muerte para intentar arrebatarle a la muerte algo de su victoria. Como intentaban borrar algo de su rastro aquellas mujeres a fuerza de perfumes. Saben que no pueden mover la piedra pero eso no les detiene. Son conscientes de la fragilidad y la desproporción de lo que llevan entre las manos, pero esa lucidez no apaga el incendio de su compasión ni hace su amor menos obstinado.

Quizá no viven todo eso desde la plenitud de la fe, ni le ponen el nombre de esperanza a sus pasos vacilantes en la noche. Pero hacen ese camino abiertos al asombro, apoyados en el recuerdo de palabras que prometen vida, dispuestos a dejarse sorprender por una presencia oscuramente presentida. Los evangelios de Pascua «están de su parte». Se lo dicen, nos lo dicen a todos, esas mujeres que irrumpen de nuevo en nuestros cenáculos anunciando: «¡Hemos visto al Señor!». De ellas recibimos la buena noticia: el Viviente sale siempre al encuentro de los que le buscan, los inunda con su alegría, los envía a consolar a su pueblo, los invita a una nueva relación de hermanos y de hijos.

Él va siempre delante de nosotros, palabra de mujeres.

Dolores Aleixandre


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