Iglesia y Sociedad

De los que leen

12 Ene , 2020  

Dice Roberto Cruz Arzabal (Letras Libres 243, “El  mito letrado”, pp. 70-71), que para darle sentido a la distinción entre personas que leen y personas que no, construimos relatos que justifican nuestras prácticas. Lo hacemos no solamente con el hecho de leer, sino con casi todas las experiencias que conforman nuestra manera de vivir y convivir. Ya lo había planteado Harari en “Sapiens”, ese libro de historia de la humanidad que se convirtió en bestseller, cuando afirmó que la posibilidad de que un simio inteligente haya llegado a la cumbre de la pirámide animal se debe principalmente al hecho de que es capaz de crear relatos explicativos, invenciones que dan sentido a nuestra vida y la humanizan, en el sentido estricto de la palabra.

Dice Cruz Arzabal en su artículo, “lo que en la conversación había sido una pregunta práctica, se devela muy pronto como una pregunta metafísica: ¿a los cuántos años te diste cuenta de que eras uno de los que leen?… el relato que nos contamos sobre cómo nos hicimos parte del club de los que leen es una disposición, una manera ritualizada en la que deseamos explicar nuestra pertenencia a un campo específico de relaciones…”.

A estos relatos son a los que se refiere el crítico literario bajo la denominación que da título a su artículo: el mito letrado. Así que he decidido compartir aquí mi relato que, como todo relato de origen, se remonta hasta la infancia, esa bruja que, después de Freud, se ha convertido en la causante de (casi) todos nuestros males y de algunos de nuestros bienes.

El primer registro tiene que ver con Hilma Mauri, una antigua catequista de la parroquia de San José de la Montaña, que vivía a escasos cien metros de mi casa de infancia. En la esquina de las calles 54 con 83, la casa de Hilma Mauri se me figuraba una de esas casas de fotografía norteamericana: una reja amplia seguida de algunas escaleras hasta llegar a la puerta principal de la sala. Además de ser el hogar de Hilma Mauri, aquella casona albergaba los sábados un centro de catecismo al que acudían decenas de niños del rumbo a aprender el ABC de la religión católica.

Pues bien, tendría yo unos seis años, eso quiere decir, a despecho de revelar mi edad, el año 1964, y la televisión era un aparato que no estaba todavía al alcance de todas las familias. La casa de Hilma Mauri fue una de las primeras en el rumbo en tener televisión. El aparato, de pantalla cóncava y en exclusivo blanco y negro, estaba situado en la sala de la casa, justo en el rincón del lado izquierdo de la entrada, colocado sobre un mueble alto que nos obligaba a todos a tener que levantar la mirada al sentarnos frente a él.

Hilma Mauri era una catequista consciente de las diferencias sociales y con ganas de remediar el abismo, en ese entonces feroz, entre quienes tenían televisión y quienes no la teníamos. Por eso ponía la televisión al servicio de todos los niños y niñas del rumbo. A las cinco y media de la tarde, una vez terminada la clase vespertina en la escuela de las Medina, la Benito Juárez, – única escuela con solo tres cursos (párvulos, primero y segundo de primaria) y dos maestras (Paulita y María)– cualquier niño del rumbo podía llegar a casa de Hilma a ver la televisión. Las bancas del catecismo estaban ya a esa hora convenientemente colocadas para que hubiera cupo para todos… con una salvedad que a continuación refiero.

Catequista al fin, Hilma Mauri ponía, en la entrada de la casa, una alcancía en la que cada niño o niña que quería disfrutar de un rato de televisión debía poner un donativo para la parroquia de San José. Lo hacía porque, me comentó una vez, “además de que es poca la gente que ayuda a la iglesia, yo uso para que ustedes vean la televisión las bancas destinadas al catecismo. De lo contrario no tendría tantas sillas para todos los que vienen a ver la tele. Así que en algo que salga beneficiada la parroquia…”

Una realidad difícil de comprender en estas épocas en que contamos con cientos de canales, es que la televisión tendría, en aquellas épocas, solamente dos o tres canales. Así que no era cosa que uno pudiera elegir qué ver, sino sentarse y ver qué le tocaba a uno presenciar en la pantalla. El canal 3, probablemente el decano de la televisión en Yucatán, reproducía la programación del Telesistema mexicano. A veces nos tocaba ver una serie de programas navideños en el mes de julio, con nieve y todo, pero eso a quién le importaba: la televisión era, sí señor, una puerta a otros mundos.

Uno de los programas que más gustaba a la chiquillada, yo entre ellos, eran las caricaturas de Popeye el Marino. No entendíamos bien por qué razón esa extraña hierba (no conocí la espinaca en vivo sino hasta los diecisiete años) daba tanto vigor al marinero, pero nos encantaba el enfrentamiento de Popeye con Brutus y su loco enamoramiento por aquella flaca llamada Olivia Olivo.

Voy al punto del mito letrado. Las caricaturas de Popeye estaban en inglés, así que venían con subtítulos en español. Yo llegaba temprano, ponía mi donativo en la alcancía, y me sentaba a ver las caricaturas de Popeye. Al escuchar mis carcajadas, algunos me pedían que les explicara de qué me estaba riendo. Entonces caí en la cuenta que muchos de los niños de mi edad no sabían leer los subtítulos.

Mi suerte había sido distinta. Mi tío Raúl nos traía de la Ciudad de México, que era donde vivía, nuestros regalos de navidad. Durante muchos años él fue nuestro Santa Claus particular. Debido a que en una ocasión mi mamá le contó a su hermano que ella me había descubierto, a los cuatro años y medio, leyendo el periódico, mi tío Raúl le traía regalos a todos mis hermanos, mientras que a mi me traía solamente libros. Así leí El Conde de Montecristo, los Tres Mosqueteros, La Vuelta al Mundo en Ochenta Días y algunas otras novelas de Julio Verne. Desde la infancia quedé marcado y supe que leer sería mi vida.

Pero el relato de cuándo comencé a saber que era del grupo de los que leen se dio justo frente a la televisión, en casa de Hilma Mauri. Una de aquellas tardes, compadecido de mis compañeritos iletrados, comencé a leer los subtítulos en voz alta, para que todos pudieran reírse junto conmigo. Al día siguiente, al llegar a casa de Hilma Mauri puntual para mi cita con Popeye el Marino, Hilma no permitió que yo echara mi colaboración en la alcancía que para ello tenía destinada. Me detuvo la mano, me devolvió el dinero y me dijo: “tú lees los subtítulos a tus compañeritos por lo que ya no tienes que pagar tu entrada”. Mi deleite se duplicó: no era solamente un gozador de las aventuras de Popeye sin tener que pagar, sino que había conseguido mi primer trabajo: leer subtítulos a los que no sabían leer. A los seis años caí en la cuenta, por primera vez, que formaba parte de los que leen. Me alegra sobremanera que haya sido leyéndole a los demás.


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