Iglesia y Sociedad,Pascua

Pregón de pascua 2007

9 Abr , 2007  

9 de abril de 2007

Raúl H. Lugo Rodríguez

Hoy es día de fiesta. Día de recordar cuál es la medida con la que hemos sido cortados para siempre. Día de dignidad a toda prueba, de futuro hecho hoy, de algarabía. Vengo a anunciarles hoy con nuevos bríos que la resurrección es nuestro límite, horizonte esencial y siempre abierto, que no merece menos nuestra humana dignidad porque la última, la definitiva palabra que Dios ha pronunciado sobre nosotros ha sido vida, vida plena y abundante.

Atrás quedó la muerte, atrás las amenazas de los señores del dinero y de la guerra. Ha sido decretada la derrota de todos los invasores y sus Guantánamos de odio. El lucro y la venganza han sido declaradas basuras de la historia. Hoy huele a libertad definitiva, como huele el azahar en noches tibias, como huele la brisa en las mañanas frescas.

El sepulcro del que ayer colgaba de una cruz ha estallado de gloria. Una vida como la de Jesús, así de intensa en su entrega generosa, así de valiente frente a las amenazas de los poderosos, así de libre y plena en su relación con Dios, ha merecido la reivindicación final. Aunque el poder hecho religión, el sanedrín, lo condenó a muerte cruenta, Jesús ha resucitado y ha sido constituido la medida final, el ser humano perfecto, o lo que es lo mismo, pleno, en madurez total, completo y acabado. Él es nuestro destino.

La resurrección es hoy para nosotros, es cierto, solamente una promesa. No por desidia de Aquél que sacara a Jesús de su sepulcro, sino por la nuestra, la de aquellos que llevando indignamente el nombre de cristianos ya no nos indignamos frente a la pobreza y sus niños desnutridos, sino que la llamamos simplemente “efecto de la globalización”. La resurrección seguirá siendo promesa de lejanísima realización, mientras la justicia se resuelva en mazmorras de tortura y miedo y nosotros no digamos nada, mientras se criminalice la protesta y nosotros permanezcamos callados, mientras el mundo sea convertido en un gran mercado, sin lugar para la justicia y la gratuidad, y nosotros nos mantengamos impasibles, fríos, muertos de la peor muerte que es el miedo.

Porque la raíz de nuestra esperanza no es ningún “ismo” que se haya puesto de moda. La raíz de nuestra esperanza es Jesús de Nazaret, el muerto resucitado. Él no predicó ni leyes ni sistemas. Ni siquiera se predicó a sí mismo. Predicó el gobierno amoroso de Dios y puso las bases firmes para construirlo. No fue Jesús miembro de la aristocracia sacerdotal, ni escogió ser un violento revolucionario al estilo de los zelotas. No fue tampoco un devoto de normas moralistas ni se caracterizó por obedecer dictados de una tradición que marginaba a los débiles y a los incómodos. No fue un penitente y lo acusaron de comilón y borracho, amigo de prostitutas y gente de mal vivir.

Y, sin embargo, conoció a Dios más de cerca que el sumo sacerdote, fue más libre del mundo y sus dictados que cualquier asceta esclavo de ayunos y penitencias, fue más ético que los moralizadores fariseos y mucho, mucho más radical que los guerrilleros anti romanos de su época. Jesús de Nazaret rompió todos los moldes. Fue todo menos un conformista, un acomodado, un hombre del status quo. Anunció la presencia de Dios como una gracia, un regalo de amor dirigido a pobres y pecadores. Buscó siempre lo mejor para el ser humano, así le costara desafiar leyes y tradiciones, desafiar al templo y a sus ritos.

Jesús llevó el amor hasta su expresión máxima: la entrega de la propia vida. Amó y se relacionó con aquellos que el mundo llamaba pobres diablos, herejes y cismáticos, adúlteras y traidores, leprosos, niños y miserables. Amó a cada uno de manera distinta y les devolvió la dignidad arrebatada. El sanedrín y el gobernador romano decidieron eliminarlo, por rebelde a la ley de Moisés y a la ley del César, por rebelde a la opresión hecha poder político y religioso. Pero Dios no estuvo de acuerdo: aquél hombre que parecía dejado de la mano de Dios recibió una nueva vida, regalada para siempre, como reconocimiento a su manera de vivir y a su indomable rebeldía llevada al extremo de la aceptación de la muerte misma.

Eso les anuncio hoy, mi repetido y siempre nuevo pregón de pascua. En Jesús resucitado podemos encontrar una fuente inmarcesible de esperanza. De frente a la muerte y la derrota, a pesar de la soledad, la tristeza y del derecho corrompido, ha triunfado en Jesús la justicia suprema del amor. A la luz de este muerto resucitado, uncidos a su carro de victoria, podemos liberarnos de todos los poderes que nos deshumanizan. No es pequeño el reto al que nos enfrentamos ni sencilla la tarea que nos toca. Pero, les aseguro, del sepulcro vacío brota una alegría que nada ni nadie puede arrebatarnos. Lo demás, es lo de menos


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