Iglesia y Sociedad

Tlatelolco: 50 años

2 Oct , 2018  

Soy un hombre de obsesiones. A veces siento que estoy apenas a unos milímetros (y hablo de intensidad, no de grado) del TOC. Algunas obsesiones son estúpidas, como cuando me descubro tomando la fotografía del tablero del kilometraje de mi carro en el momento en que las cifras son todas parejas (1111, 2222, 3333, etc.) Otras veces, mis obsesiones no tienen nada que ver con Sheldon Cooper, y sí, en cambio, arrebatan mi vida y le otorgan dirección. Algún teólogo amigo las ha llamado mociones del Espíritu o aguijones clavados en la carne.

Supe de Tlatelolco cuando habían pasado ya seis años de la masacre. Se convirtió desde entonces en una de esas obsesiones de la segunda clasificación. Cuando la Plaza de las Tres Culturas se tiñó de sangre tenía yo apenas 10 años y estaba iniciando el sexto año de primaria. Fue más tarde cuando Tlatelolco se me reveló en medio de ese intensivo curso de política que fue para mí la desaparición del Charras. Fue 1974 el año infausto de su asesinato y yo estaba en segundo año de preparatoria. El torbellino que se desató en mi interior cuando empecé a asistir a las reuniones del comité de huelga de la prepa y, de manera especial, cuando tuve que correr a esconderme hacia el interior del edificio central de la Universidad de Yucatán (entonces todavía sin el apelativo de autónoma) para esquivar las balas de la policía, hizo que, para decirlo con palabras de Rigoberta, ‘me naciera la conciencia’. La Escuela de Economía, situada entonces, si no me equivoco, en la calle 61, en la casa donde ahora funciona el Hideyo Noguchi, se convirtió para mí en lugar de aprendizaje; numerosas sesiones me iniciaron en el conocimiento del marxismo como herramienta de cambio. Fueron tiempos de ingenuidad y de barricadas, de pasión y de utopías que se antojaban al alcance de la mano. Ese fue el lugar donde supe de la matanza y comencé a comprender su condición de crisálida.

De ahí ya no paré. Leí todo lo que encontré sobre Tlatelolco, desde los viejos ejemplares de la revista ¿Por Qué? hasta el libro de Elena Poniatowska y los dossiers que Proceso publicaba en los aniversarios grandes, pasando, privilegios de la imagen, por el estremecedor documental ‘El Grito’, de Leobardo López o ‘Rojo Amanecer’ de Jorge Fons. Cuando el demonio de la pluma se apoderó de mí, escribí miles de palabras sobre Tlatelolco y recorrí, con el dos de octubre a cuestas, casi todos los géneros: artículos periodísticos, cuentos, viñetas, poemas, elegías…

Hoy, a los cincuenta años de que la sangre de la plaza fue lavada, llega la cita anual. Hace ya tiempo que la tinta de mi pluma ha ido perdiendo el color y el calor. Para Tlatelolco se me han gastado ya las palabras, sea entendido el verbo en español de Castilla o en español yucateco. Les dejo, pues, con algunas palabras del pasado, espigadas al azar entre lo escrito a lo largo de los últimos 25 años, desde que el demiurgo de la hoja en blanco comenzó a convertirse para mí en reto anual, conjuro, herida abierta, silencio reverente roto por el gemido y por el garabato. Es una entrega larga, de muchas hojas, con la ventaja suprema de poder, en el momento que así lo desee la lectora y el lector de este espacio, apagar la pantalla.

Testamento para Tlatelolco

Una de las más famosas canciones de Silvio Rodríguez lleva el nombre de “Testamento”. Clásica expresión de la poética del cantautor, “Testamento” hace el recuento de una serie de temas con los que el cantante se declara en deuda. Utilizando los recursos de la crítica estructuralista, el artista cubano revela su autoconciencia creadora haciendo una canción a partir de canciones que no existen aún, que son solamente proyectos del trovador. Combinando la dura sonoridad de los endecasílabos con la solemnidad de los versos alejandrinos, Silvio crea imágenes “horriblemente hermosas”, como dijera César Vallejo.

“Le debo una canción a lo que supe, / a lo que supe y no pudo ser más que silencio… Le debo una canción a los pecados, / a los pecados que no gasté, los que no pude… Le debo una canción a una bala, / a un proyectil que debió esperarme en una selva: / le debo una canción desesperada, / desesperada por no poder llegar a verla… / Le debo una canción a lo imposible / a la mujer, a la estrella, al sueño que nos lanza: / le debo una canción indescriptible / como una vela inflamada en vientos de esperanza…”

Esta canción de Silvio me ha servido de inspiración para hacer mi testamento personal en relación con Tlatelolco y el doloroso recuerdo de la matanza del dos de octubre, que hoy cumple treinta años de aguijonear nuestras conciencias. Tengo una deuda de amor y sueños, de sangre y rabia, con todos aquellos que fueron masacrados en una plaza en fiesta, en fiesta de juventud y libertad, en fiesta de ingenuidad y gritos, en fiesta de muchachos y muchachas ocupados en el oficio más extraordinario y provechoso: tirarle piedras a la luna y cambiar el mundo.

Le debo una canción a todos los caídos: a quienes encontraron la muerte como consecuencia de su proceso de concientización, pero también a quienes fueron acribillados cuando salían del cine y cruzaban por la plaza. A la muchacha que fue buscada por semanas por una madre que mostraba a todo el mundo el zapato ensangrentado que encontró al día siguiente en la plaza recién lavada. “Es lo único que encontré de ella…” iba diciendo como sonámbula en todas las delegaciones de policía y en todos los hospitales.

Le debo una investigación histórica, rigurosa e implacable, a Gustavo Díaz Ordaz y a Luis Echeverría. Una investigación que abra por fin los archivos secretos del Ejército Mexicano, que ventile la podredumbre y muestre a cielo abierto las complicidades. Le debo una información seria a los niños y niñas de las escuelas, a los que estudian historia hoy, en 1998, como si en el año de 1968 hubiera habido solamente olimpíadas.

Le debo un poema a los integrantes del Consejo Nacional de Huelga (CNH), a quienes han continuado fecundando con su fuerza y su ingenio la vida política del país, pero también a quienes, después de aquellos días aciagos de persecución y cárcel, decidieron dar la batalla por el México nuevo desde otras trincheras, o se limitan a sobrevivir lidiando con el fantasma de los recuerdos.

Le debo una elegía a Heberto Castillo, que siempre supo estar a la altura de la vida; una canción no fúnebre, sino festiva, para todos los maestros e intelectuales que supieron descubrir, en medio de la propaganda del autoritarismo, ese algo nuevo que surgía a borbotones de los mítines y de los boteos, de las interminables discusiones y de la fiesta continua que se llamó “el movimiento”.

Le debo un libro de agradecimiento a Elena Poniatowska, a Sergio Zermeño y a Paco Ignacio Taibo II, a Luis González de Alba y a Carlos Monsiváis, y a todos los escritores que no permitieron que la amnesia triunfara y nos volviéramos como aquel pueblo del imaginario de García Márquez, donde a la gente se le llegó a olvidar hasta su nombre. Les debo un libro que se titule “¡Gracias por la memoria!”. Debo también un recuento de poemas, para saldar la deuda con José Emilio Pacheco, con Octavio Paz y con Rosario Castellanos, entre otros tantos poetas que cantaron con pasión y fuego a los caídos del 68.

Le debo un reportaje objetivo y veraz a los periodistas de prensa y televisión que prestaron su pluma vergonzante para apoyar la tesis de la conspiración internacional que se cebaba tras los largos cabellos de los muchachos de la plaza de las tres culturas. Debo un estrujante reportaje, dedicado a quienes fueron incapaces, por miedo o por estupidez, de filmar la plaza cuando era lavada de sangre inocente, cuando los soldados subían a carretadas los cuerpos sin vida a los camiones de redilas, cuando los cadáveres se dejaron caer al mar sin asomo alguno de piedad. Le debo un reportaje a esos periodistas, no importa que ahora algunos de ellos estén llenando las pantallas de televisión en el 30º aniversario de la masacre.

Le debo un panfleto agrio y mal escrito a Sócrates Campos y a Áyax Segura, para que no olviden que hubo gente que descubrió sus rostros y sus voces cuando, sigilosamente y al amparo de la noche, pasaban ante las celdas del campo militar número uno identificando y delatando a los integrantes del CNH, sus propios compañeros. Les debo un pasquín de pésimo gusto. No se merecen más.

Debo una canción ardiente, con ardor de hoguera inquisitorial, a los frailes franciscanos que habitaban el convento de Santiago Tlatelolco, que en el momento de la matanza prefirieron no oír aquellos gritos desesperados: “¡Ábranos, ábranos!” y mantuvieron sus puertas cerradas y su iglesia segura, mientras Jesús caía desangrado sobre la piedra negra de los sacrificios. Les debo una canción que taladre sus oídos y les acompañe en la eterna madrugada en la que se han de haber convertido sus noches de insomnio.

Le debo un artículo periodístico a quienes nacieron cuando Tlatelolco era solo una noche del pasado, a quienes hurgan los periódicos antiguos para buscar datos y alimentar razones, a los muchachos y muchachas que pueden hoy ir a escoger entre muchos partidos a la hora de la votación y formar organizaciones sin ser perseguidos, aunque no sepan que mucho de ello se debe a la sangre que mojó una plaza en un lejano dos de octubre que dividió la patria. Esta es la única deuda que acaso saldaré con estas líneas. Las demás, programa de un incierto futuro, quedan en el papel todavía en blanco o en la sección aún no usada del ordenador.

Mérida de Yucatán, 2 de octubre de 1998

Cuatro viñetas para Tlatelolco

Uno de los caídos

Tengo sangre en la boca. Tengo la boca llena de sangre. La losa fría me raspa la mejilla. Sobre mis piernas y mi espalda siento el peso de otro cuerpo. Así, inmóvil, abro los ojos, despacio, no sea que descubran que estoy vivo. Ahora puedo ver el húmedo piso de la explanada. De cuando en cuando algunos cuerpos se mueven, otros se arrastran en la oscuridad. Todavía pueden escucharse algunos disparos. No quiero deshacerme del cuerpo que yace sobre mis piernas. Es mejor que los gorilas piensen que estoy muerto. Por más que escupo, no puedo quitarme de la boca el sabor de la sangre. No sé cuánto tiempo pasa hasta que, de pronto, todo queda en silencio. Parece ser la hora de intentar la fuga. Trato de incorporarme y lo logro con una facilidad que no me esperaba. Busco escurrirme entre los otros cuerpos para llegar a la pared de la iglesia. Si lo logro, podré deslizarme por sus bordes y alcanzar la salida de esta explanada con olor a muerte (Ajá, eso es, no es solamente el sabor de la sangre en la boca, es este penetrante olor a muerte). Cuando logro llegar al costado de la iglesia miro hacia atrás y respiro al fin tranquilo. Alcanzo a ver mi cuerpo, inmóvil, bajo el peso de otro cuerpo. Ya no podrán matarme esos desgraciados. Ya soy uno de los caídos.

Campo militar No. 1

Dirigida directamente a mis ojos, la luz de la lámpara de mano me encandiló. No sé cuántos días han pasado desde que estoy en esta oscuridad, tanteando paredes húmedas, comiendo entre penumbras el plato de quién sabe qué, que me traen cada mediodía. No sé cuántos días han pasado desde que no tengo noticias de nadie, que no veo ningún rostro, que no siento el sol en mi cara, que no tengo otro mundo que estas cuatro paredes y este espacio estrecho. ¿Cómo contar las horas? ¿Cuándo podré otra vez estirar las piernas? La luz se clavó en mis ojos como cien puñales, de un solo golpe, cuando la mirilla superior de la puerta se abrió para dejar que penetrara el haz hiriente. Desde que oí los ruidos previos sentí pavor. No es la primera vez que los escuchaba. Ya se han llevado, entre gritos, a algunos de los compañeros de celdas vecinas. ¿Estarían también, como yo, en esta oscuridad? No sé si ya me acostumbré a las sombras, pero sentí un gran alivio cuando la mirilla se cerró y me devolvió a este mundo negro. Apenas si alcanzo a oír el murmullo de la conversación, pero en este reino del silencio, los oídos se agudizan para registrar cualquier sonido. Parece que se alejan caminando por el pasillo. El soldado pregunta: “¿Sí o no?” e inmediatamente una voz responde: “Sí, mi sargento, ese es uno de los cabecillas”. Mi suerte está echada. Creo reconocer la voz del delator. Pronto vendrán por mí. Comienzo a despedirme de estas sombras.

Cómo han pasado los años

La sala del aeropuerto está llena de gente. Los viajeros van y vienen, algunos con paso displicente, otros con cierta prisa, otros más con rostro de desespero. Nuestro hombre lleva lentes negros y un botón tricolor en la solapa. Camina con premura hacia la puerta número 32, en la sección de salidas internacionales del puerto aéreo. Su avión debe salir en media hora, pero quiere estar en la sala de espera con suficiente tiempo. Le sigue su esposa y uno de sus hijos menores. Viajarán por American hacia Nueva York. El hijo viene con cara de pocos amigos. La madre intenta animarlo sin conseguirlo. Hoy cumple 18 años y nunca había podido explicarse por qué siempre celebraban su cumpleaños viajando, en lugar de que le permitieran  hacer una fiesta con sus amigos. Ángel, el hermano mayor, le explicó hoy la razón: papá debe estar fuera porque es el aniversario de Tlatelolco. ‘¿Y eso qué?’ preguntó el cumpleañero. Entonces Ángel le relató todo, cómo su papá fue de los dirigentes del Consejo Nacional de Huelga y cómo, milagrosamente, no hizo más de dos días en la cárcel y salió sano y salvo, cómo fue encumbrándose en una carrera política en la que, con discreción poco común entre los políticos, escaló puestos administrativos hasta llegar a la subsecretaría que ahora ocupa. ‘Entonces, ¿fue uno de los delatores?’, termina preguntándole a Ángel. ‘Eso sólo te lo puede decir él. De todos modos, feliz cumpleaños’.

El hombre de anteojos negros toma asiento. Mira a su hijo, que con gesto adusto, camina hacia él y se sienta a su lado. Cuando el hombre se quita los anteojos enfrenta la mirada acusadora de su hijo. Siempre supo que llegaría la hora de ser juzgado en este tribunal.

El investigador

Marcos tiene dieciséis años. Vive a plenitud su adolescencia, ese bendito tiempo de las obsesiones. Un tiempo no quiso saber de otra cosa que del rock pesado: Dire Straits, Guns and Roses, y hasta los viejitos de ZZ Top. Después se clavó en el cine: no había película exhibida que se perdiera, los ciclos de la Cineteca lo chiflaban y tenía ya su lista de actores y directores preferidos. Desde hace algunos meses conoció a María, una chava de la escuela. No tiene ya más obsesión que ella y las obsesiones que a ella le estremecen. Ella es hija de un sobreviviente de Tlatelolco, de los que estuvieron en la mera friega del 2 de octubre. Marcos ya no vive sino para averiguar qué es lo que pasó en Tlatelolco, visita hemerotecas, mira con atención cuanto vídeo sobre el asunto le cae en las manos, y ya hasta se bebe como cerveza los programas que antes le parecían aburridos, como Punto de partida o Reporte Trece. Hoy saldrá de la mano de María para participar en su primera marcha. Se sabe ya los nombres de los que fueron líderes: Della Roca, González de Alba, Guevara Niebla…; conoce también a detalle el relato de los acontecimientos: las luces de bengala, la pinza hecha por el ejército, el batallón Olimpia, el guante blanco; ha visto ‘Rojo Amanecer’ y ha leído ‘La Noche de Tlatelolco’ y hasta se consiguió, sacrificando su gastada, el reporte gráfico que publicara Proceso para el 30º. Aniversario. Cuando la Marcha comienza, saludo a Marcos y María. Tlatelolco no será cosa del pasado mientras existan chavos como ellos. Los que vamos de salida, saludamos la regeneración de la memoria colectiva. 2 de octubre ¡No se olvida!

Mérida de Yucatán, 2 de octubre de 2003

Tlatelolco Clandestino

Pedro o Fernando, Verónica o María

Quizá algún raro, adelantado espécimen llamado Estéfani o Yocasta…

Nombres todos de jóvenes mujeres

De desgarbados y escuálidos muchachos

Ellas y ellos de cabellos largos

De sangre apasionada

De juventud en fiesta.

 

Hace cuarenta y dos años eran sólo un montón de zapatos apilados

En una plaza llena de sangre

Y después, poco tiempo después

Pulcramente lavada

Desinfectada de voces y de gritos

Protegida por un templo cuyo culto nunca se interrumpió.

 

Hace cuarenta y dos años no pudimos

Encontrar sus huesos

Ni sus vestidos

Ni sus alegres cantos de protesta

Ni sus puños alzados al viento y a la esperanza.

 

Un camión de redilas se llevó los cuerpos

Y dejó los zapatos

En el punto más oscuro de la noche.

 

Hace cuarenta y dos años hubo solo silencio

Silencio de temor, de almas vendidas

De cobardía y de rostro volteado hacia otra parte

De olímpicos aplausos

Y llanto clandestino

 

Hoy los cuarenta y dos años nos pesan

Como una dura losa a las espaldas.

Pípilas irredentos, seguimos cuesta arriba

Rumbo a la nueva alhóndiga

Donde una muerte menos gloriosa nos espera.

 

Como hace cuarenta y dos años hoy tan solo hay silencio.

Pero además de llanto se vislumbran

Otras clandestinidades:

Acaso el beso dado a contracorriente

El asedio interminable de una rosa

La mano entrelazada en la montaña

O una revolución en ciernes

 

En este dos de octubre, sí, hay silencio

Pero hay también memoria

Y mientras recordemos

No todo está perdido.

Roma, 2 de octubre de 2010

Espectro 43

No sé si puedas escucharme. Dicen que los fantasmas susurramos, pero eso es solamente a los oídos de los que no han muerto. Según nosotros, hablamos con la misma fuerza y claridad que cuando estábamos de ese lado de la realidad. Pero tengo la impresión de que el cliché elaborado por el cine y por los modernos medios electrónicos ha terminado por dar resultado y convertirse en el paradigma de lo real, al punto que ahora que te estoy hablando siento que estoy “whispereando”, como dicen mis nietos.

Sí, Elodia, claro que conozco a mis nietos. La Soledad es la que más me gusta: única niña y traviesa como su abuela. Espero que el nombre no sea destino, porque de solos tú y yo nos bastamos y sobramos. No creas, amor, que no he sido testigo del esfuerzo que realizaste para sacar adelante a nuestros hijos. Hubieras podido enamorarte de otro hombre y rehacer la familia a una nueva medida, pero decidiste dedicarte solamente a ellos, ocho y diez años al momento de mi muerte, y ¿sabes? Te lo agradezco. Es grande la estupidez de los que opinan que los muertos no sufrimos de celos.

Y aunque he visto crecer a nuestros hijos y conozco ya por sus nombres a los nietos, los recuerdos, esos que permanecen sin que uno pueda esconderse de ellos, son aquellos que rodearon el momento de mi muerte. Ya sé que te fastidio cada año con esta conversación, pero cada vez que llega esta fecha no puedo sino repasar, detalle por detalle, la trágica decisión de irme a vender el atole y los tamales a la Plaza de las Tres Culturas.

Sí… ya sé que nadie podía imaginarse lo que pasaría. También sé que en los mítines de días anteriores nos había ido tan bien que pudimos comprar los útiles escolares y uniformes de los escuincles sin necesidad de ningún préstamo de emergencia, y eso por primera vez en los doce años que llevábamos casados. Así que hubiera sido una estupidez, si de cálculos humanos se tratase, si no hubiera yo aprovechado la oportunidad del que se anunciaba como el mitin de más nutrida participación en ese utópico relajo que era la huelga estudiantil.

¿Qué las cosas hubieran podido ser distintas? Claro. Pero uno no tiene una bola mágica para leer el futuro. Todo mundo sabía que el dientón no se iba a tentar la mano para poner orden cuando los muchachos del Consejo le hubiesen llegado a la coronilla, pero ¿cómo imaginar que sería a puro balazo?

Llegué, como seguramente recuerdas, bien temprano para ganar un buen lugar. Colocarme cercano a la iglesia de san Francisco me pareció una buena estrategia, porque si los participantes del mitin no agotaban la mercancía, siempre podría vender los tamales a las afueras del templo cuando terminara la novena que, con motivo de la fiesta de san Francisco que estaba ya cercana, juntaba a tantos católicos todas las noches.

La verdad es que el mitin fue muy parecido a las anteriores concentraciones a las que había convocado el Consejo de Huelga. Discursos contra el gobierno, las reiteradas exigencias de mítines anteriores: desaparición del cuerpo de granaderos, libertad a los presos políticos, abolición del delito de disolución social… lo único novedoso fue el número de participantes. Una novedad muy conveniente para nosotros, que esperábamos sacar el mayor provecho con nuestra venta. Sólo por eso le pagué a un muchacho para que fuera a llamarte por teléfono, te lo juro, y te avisara que necesitaba tu presencia. De lo contario, habría yo llegado a la casa como todas las noches: cansado y solo. Pero hubiera sido imposible vender, cuidar la caja, servir el atole, con tanta gente que se iba amontonando, si no hubieras llegado para ayudarme. Quizá sea eso lo que no ha permitido que yo termine de morirme.

Si no fuera por aquellos dos cuates que se acercaron a comprar tamales y, para comerlos, se tuvieron que quitar un guante blanco de la mano izquierda, yo no me hubiera olido nada extraño en aquella tarde. Pero pude escuchar clarito cuando terminaron y cómo quedaron en verse a la entrada de los edificios en cuyo frente estaba colocado el templete. No podía yo saber que eran francotiradores, de esos que ahora son conocidos como del batallón Olimpia, pero creo que fue Diosito el que me hizo sospechar. Sólo por eso te dije que entraras a la iglesia y que pidieras el teléfono para llamar a la casa y preguntarle a doña Marina cómo estaban los niños. Ante tu mirada azorada, te convencí, a contrapelo de la clarísima necesidad que tenía de tu ayuda debido a la cantidad de gente que estaba comprando, diciéndote que tenía un presentimiento, y que no fuera a ser que los chamacos estuvieran inquietos o les hubiera pasado algo.

No sabes cómo le agradezco a Dios que se me haya ocurrido eso y, sobre todo, que tú me hubieras creído a pesar de lo bizarro del pretexto. Eso fue lo que te salvó la vida. Así ya no viste el helicóptero que soltó las bengalas, ni escuchaste el inicio de los disparos desde los edificios de la unidad habitacional, ni tuviste que esconderte tras el carrito de los tamales cuando los soldados comenzaron a disparar respondiendo a la agresión de los francotiradores de guante blanco.

Cuando la primera bala me alcanzó pensé en quedarme inmóvil, en hacerme pasar por muerto. Había algunas personas tiradas a mi alrededor; me parecía que estaban muertas. Podría esconderme debajo de alguna de ellas. La segunda bala me convenció aún más de que esa era mi única salida. Así que me arrastré para meterme bajo el cuerpo de una señora, pero en lo que fingía la muerte, ésta me llegó despacito, fue entrando en mi cuerpo conforme la sangre salía de él. Cuando te vi venir, me extrañó sentirme sin ningún dolor y no fue sino hasta que vi que me abrazabas cuando me di cuenta de la incongruencia de estar viéndome a mí mismo, con el cuerpo fláccido entre tus brazos, mientras alrededor de mí todo era silencio, aunque mirara las bocas abiertas profiriendo gritos y la corredera hubiera convertido la Plaza en un caos.

Por eso cada dos de octubre vengo a visitarte. Me molesta tener que usar el tiempo de mi visita anual en contarte esto una y otra vez. A la mejor pensarás que no sé hablar más que de aquella tarde de sangre, pero como te digo, he visto crecer a mis nietos, te quiero más que nunca, y me alegra que mis hijos hayan estudiado en la UNAM y marchen cada año para recordarme. Cuando menos pudieron recuperar mi cuerpo. Habrías sufrido mucho más si mi cuerpo hubiera ido a terminar en una fosa común o, como comentan algunos de este lado, en el fondo del mar, arrojado desde una avioneta.

Así que, Elodia, tú puedes hacer tuyo el grito de “¡2 de octubre, no se olvida!”, aunque lo hagas por razones distintas de la mayoría. Mientras tanto yo estoy aquí, año tras año, viniendo a verte a ti en el rato que puedo escaparme de esta obligada visita a la Plaza de las Tres Culturas. Parece que la decisión de arriba es que sigamos viniendo todos los años, hasta que nuestra memoria desaparezca de todas las mentes. Así que, te lo encargo, cuéntale a mis nietos toda la historia, para que pueda venir el próximo año a visitarte…

Maní, Yucatán, 2 de octubre de 2011

 


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