Iglesia y Sociedad

Campanas de involución

22 Nov , 2011  

Hay asuntos menores, que no suelo tratar en estas colaboraciones semanales. Esta vez haré una excepción y trataré de explicar porqué lo hago. He encontrado una práctica en las celebraciones eucarísticas, cada vez más extendida, que me molesta mucho. Al terminar el Padre Nuestro, mientras la asamblea se prepara para la comunión, los ministros se dirigen al Sagrario para traer las hostias consagradas que completarán el pan que se ha consagrado en la celebración. He aquí que, en algunos lugares, el acólito suena las campanas para acompañar al ministro desde el Sagrario hasta el altar. Lo mismo hace cuando el pan consagrado sobrante en la celebración regresa al Sagrario.

El tinitineo inmisericorde de esas campanillas me exaspera, debo reconocerlo. Las campanas no tienen, en ese momento, sentido alguno. El presbítero que adoctrina a sus acólitos para que suenen así las campanas probablemente piense que el sonido que éstas producen es una muestra de respeto al Santísimo Sacramento. Como se ve, hasta la ignorancia puede ser piadosa. La escena resultaría cómica de no ser tan chocante: el pan recién consagrado en el altar, por dogmática definición Jesucristo mismo presente en cuerpo, sangre alma y divinidad, le tiene sin cuidado al celebrante que, muy ufano, concede al Santísimo conservado en el Sagrario una dignidad mayor que al que está sobre la mesa del altar, como si fueran dos cosas distintas.

No sé qué enseñarán los profesores de liturgia en estos días en el curso sobre la Eucaristía. Supongo que su teología litúrgica continúa siendo postconciliar. Pero, supongamos que no fuera así, y la vuelta al latín deslumbrara a algunos profesores, de todas formas hay una buena manera de distinguir la corrección de un gesto litúrgico, con un método que nos enseñaban en mis tiempos de seminario y que sigue siendo válido, aunque solo sea por aplicación del principio de autoridad: ver cómo funciona ese signo en una celebración presidida por el Papa, modelo por antonomasia de corrección litúrgica. Tómense la molestia, pues, de ver una misa televisada el Papa (los que están en Roma podrán, claro, verla en vivo) y se darán cuenta de la sobriedad con la que se realiza el traslado de las hostias consagradas del sagrario al altar y su regreso: ¡nadie la nota! Y así debe ser, para no romper el ritmo de la celebración y sus tiempos de reflexión y silencio.

He querido detenerme en este asunto menor, justamente porque la liturgia es la manifestación celebrativa de la fe que se profesa. Este asunto menor me parece a mí el síntoma de una manera de concebir la Eucaristía. Hace ya algunos años, cuando el Papa Juan Pablo II decretó un año eucarístico –previo, si no me equivoco, a la celebración del cambio de milenio– fui invitado por el entonces obispo de Celaya, P. Lázaro Pérez Jiménez, para dirigir unas pláticas a su presbiterio. El tema era La Eucaristía en la Biblia. No pudimos, sin embargo, en el intercambio que después de cada conferencia sostuve con los participantes, no referirnos a algunos aspectos litúrgicos. Criticaba yo en ese entonces que, en muchas diócesis de la república, la propaganda que anunciaba la celebración del año eucarístico tuviera como imagen una custodia y no una comunidad reunida en torno al altar. El intercambio de opiniones fue largo y fecundo.

La Eucaristía es, en efecto, mucho más que el pan consagrado. Es el memorial del misterio pascual de Jesucristo, es la actualización litúrgica de la Cena del Señor, es la oportunidad semanal para que los integrantes de una comunidad cristiana se dejen guiar por la Palabra de Dios y, al comulgar del pan único y partido, refuercen su compromiso de transformar el mundo según el Evangelio.

La renovación conciliar insistió tanto en este aspecto, que se ha vuelto un lugar común señalar que la Eucaristía es “fuente y cumbre de la vida cristiana”. Muchas cosas tenemos que hacer para que la frase no se quede solamente en un eslogan. La reducción de la Eucaristía a la especie consagrada ha sido el distintivo de una teología y una espiritualidad que se remiten al Concilio de Trento. Era comprensible que en épocas pasadas (en las que, dicho sea de paso, se comulgaba bastante poco) el sentido sacral de la hostia consagrada oscureciera del todo el sentido de la celebración eucarística, al punto que algunas personas de principio de siglo, muy devotas ellas, recorrían el mismo domingo varias iglesias para “pescar” el momento de la consagración de cada una de ellas.

No tengo, desde luego, nada en contra de la Adoración del Santísimo Sacramento. La contemplación del misterio de Jesucristo presente en la hostia consagrada se ha mostrado como fuente de piedad y de vida espiritual a lo largo de muchas generaciones. Me temo, sin embargo, que no dar a la celebración eucarística su lugar fundamental, cosifica de tal manera el sacramento, que lo priva de su fuerza transformadora. Basta recorrer con ojos críticos la historia de la liturgia (espero que todavía se estudie eso en los seminarios) para darse cuenta de lo que nos jugamos al descuidar la fuerza renovadora del Concilio Vaticano II en este campo.

La celebración eucarística, según el misal de la renovación conciliar, es un todo orgánicamente estructurado. En ella cada cosa tiene su lugar. La preparación para la comunión y el momento de acción de gracias postcomunión no tienen por qué ser interrumpidos por el indiscriminado campanilleo de quien acompaña al ministro desde y hasta el Sagrario. Es un asunto nimio, sí, pero a mí me huele a síntoma de una involución teológica y pastoral que cada vez ocupa más espacios.

Colofón: ¿No habrá alguien que pueda decirle a la Alcaldesa, por favor, que la palabra “integral” que luce su proyecto de Rescate del Centro Histórico significa “global, total” y no “hecho todo al mismo tiempo”?


One Response

  1. J.Cervera dice:

    Según la revista Forbes, citada por el diario especializado español El Economista, “el trabajo de sacerdote es considerado en el mundo como el empleo más feliz”.

    Seguro que sí. ¿Está de acuerdo?

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