Iglesia y Sociedad

Peña Nieto y Francisco

7 Ene , 2014  

Enrique Peña Nieto acaba de anunciar, con bombo y platillo, que su siguiente reforma, después de haber puesto a la venta pública los hidrocarburos de este país, será la reforma del campo. Intenta, y seguramente logrará, que el Congreso de la Unión modifique cuanta ley haya que modificar para, en sus palabras, “hacer al campo más competitivo”. Y yo me pongo a temblar.

Tiemblo, porque en el discurso presidencial no aparece la soberanía alimentaria, no aparecen las demandas de las y los campesinos empobrecidos, no aparece la conservación de las semillas criollas, no aparece la conversión de negocios agrícolas convencionales a una agricultura sostenible… aparece solamente la mágica palabra “competencia”, una especie de mantra tras el cual se esconde el mito que sostiene el capitalismo neoliberal: hagamos crecer la economía y todo quedará resuelto por añadidura. A contramano, desde hace más de treinta años que este tipo de política económica se ha dictado como la norma a seguir, a golpes de ‘recomendaciones’ del FMI en la renegociación de las deudas de los países, la competencia es la gran ausente y lo que tenemos es el fortalecimiento de los grandes monopolios. No sé dónde escuché que, si pusiéremos juntos a los grandes potentados, verdaderos dueños del mundo (¡hasta escogen presidentes de los países!), cabrían todos en un solo jet comercial.

Ya Karl Polanyi, el economista húngaro-americano, en su obra clásica “The Great Transformation: The Political and Economic Origins of Our Time”, ya advertía en 1944 que la raíz de los males de sistema capitalista de nuestro tiempo es haber pasado de la economía de mercado a la sociedad de mercado. Esto significa que todo se convierte en objeto de lucro, todo es mercancía, aún las cosas más sagradas y vitales. Son una mercancía la tierra y lo que ella produce, el agua, el aire, el arte, la religión. Y como todo se rige por la competencia individualista, el resultado termina siendo la ausencia de cualquier límite. El efecto ha sido atroz: una recurrencia de crisis económicas que empobrecen a grandes sectores de la población y enriquecen a unos pocos y que promueve una globalización de la indiferencia. A eso, ni más ni menos, suena la reforma que Peña Nieto propone para el campo.

Me alegra que Francisco, en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium, sea tan claro cuando afirma, hablando de la seguridad, que “cuando la sociedad —local, nacional o mundial— abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y económico es injusto en su raíz”.

¿En qué reside esta injusticia radical del sistema neoliberal? Francisco, en un diagnóstico certero y sin concesiones, afirma que la radical injusticia del sistema reside en que es un sistema asesino, un sistema que produce muerte. Lo dice con palabras que los barones de Wall Street y sus secuaces deben escuchar con pavor: Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera. De ahí que nieguen el derecho de control de los estados, encargados de velar por el bien común. Se instaura una nueva tiranía invisible, a veces virtual, que impone, de forma unilateral e implacable, sus leyes y sus reglas”.

Y para estar a tono con la teología de las cartas juánicas, Francisco añade: “Así como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y la inequidad». Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin horizontes, sin salida… Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes»

Como el fantasma que recorre al mundo ahora ya no es el comunismo, no he escuchado a nadie acusar al Papa de comunista. Lo llaman ignorante, mal informado, desconocedor de las leyes del mercado. Es el precio de denunciar la idolatría del dinero. Pero es una verdad patente lo que Francisco denuncia: “En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del « derrame », que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando. Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una globalización de la indiferencia”. No se necesita ser un sabio economista para estar de acuerdo en que el Papa habla de una realidad lacerante que no ven solamente quienes no quieren verla.

Vivimos tiempos de gran inhumanidad. Siento vergüenza de las formas primitivas de barbarie que se van estableciendo en nuestra convivencia como resultado de este injusto sistema económico. Celebro que la voz de Francisco enarbole esta mirada alternativa que le va conquistando el respeto de los pueblos y la inquina de los grandes barones del capital y sus sostenedores.


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