Iglesia y Sociedad

Primera estación: España

18 Sep , 2014  

La “selfie” frustrada revela mi incompetencia fotográfica, pero son los gajes de iniciar un viaje solo. Así que les debo mi barba blanca y mi cara regordeta con el fondo de la Estación Atocha. De todas formas, no sabría cómo ponerla (“colgarla”, dicen algunos) en este espacio.

Kilómetros acumulados desde antes del año 2000 me han permitido dar el brinco al Atlántico. No es la Estación de Atocha, la célebre central ferroviaria de Madrid, un lugar propiamente turístico, pero me he pasado ahí casi una hora, primera probadita de mis andanzas en Madrid. El hostal en que me hospedo, Hostal Santa Lucía, que tuve la suerte de encontrar gracias a la amable sugerencia de Iván Rubio y Tanicho, está a unos cuatrocientos metros del Museo Nacional Reina Sofía. De allí a la Estación de Atocha hay solamente unos pasos. Entré a la Estación no sin temor: la automatización de casi todos los servicios termina por abrumarme. El propósito de ésta, mi primera salida, es comprar un boleto –billete le dicen aquí– con destino a Ávila, única ciudad distinta de Madrid que conoceré en este viaje, por devoción a la santa Madre Teresa de Jesús, iluminada monja, poeta, literata, y por cumplir promesa solemne hecha a las Carmelitas Descalzas de Yucatán. Una vez conseguido el boleto y reencontrada la vía de salida de la estación – laberinto, salí a mi primera jornada madrileña.

Madrid es una ciudad disfrutable por los cuatro costados. El amplísimo centro histórico, con sus barrios animados y señoriales, puede caminarse libremente porque las principales vías cuentan con espaciosas banquetas. Quizá sea esa la diferencia más notable entre una urbe que se disfruta y otra que se padece: que pueda ser cómodamente caminable. Y Madrid lo es. Incluso las ciudades pequeñas, como Mérida, la de Yucatán, pueden convertirse en ciudades insufribles por falta de aceras cómodas y transitables. Dígalo, si no, el maestro José Ramón Enríquez, que en alguna de sus andanzas por el Centro Histórico, donde vive, se quebró dos costillas y se averió seriamente otras zonas corporales debido a uno de esos imprevistos hoyancos que abundan en las escarpas meridanas. Quizá la clausura al tráfico vehicular de algunas calles, dos o tres tardes / noches a la semana (que caminar en Mérida al mediodía es como introducirse al horno de un panadero) podría ayudar a hacer una Mérida más disfrutable. Pero no la clausura de calles para llenarlas de mesas y sillas de restaurantes cocacoleros, como se hace los sábados y domingos, sino calles amplias y desnudas para los viandantes, de manera que puedan contemplar los edificios que sobrevivieron a la barbarie arquitectónica del medio siglo, sin temor a que una chancla se les trabe en un hueco o un automovilista desesperado los embista. El centro histórico para caminantes y ciclistas, no para engrosar las carteras de los prestadores de servicios (que también se engrosarán, sin duda, pero como consecuencia).

Pero volvamos a Madrid. Visité el Museo del Prado. Su costo, 13 euros, habría valido la pena solamente para poder contemplar Las Meninas de Velázquez una vez más (iba a escribir “por última vez”, pero ya no estoy tan seguro…) y mirarlo de cerca, de lejos, en planos oblicuos, y constatar su belleza, admirarme de su perfección y de su armonía. Pero el gusto se completó con la contemplación de la Adoración de los Magos, de Juan Bautista Maino (1581-1649), cuyo colorido y brillantez, después de más de 400 años, se encuentran intactos, como si hubiera sido pintado ayer. Y, claro, las hermosas mujeres de Rubens, hermosas en las dos acepciones del término, tal como lo usamos en Yucatán, la lánguida luminosidad de El Greco y, la cereza del pastel, una exposición temporal que entrelaza el arte de El Greco con pintores de la Modernidad. Todo un agasajo. Dos horas y media después salía yo del museo henchido de belleza y sin arriesgar el hartazgo, que ya se sabe que en museos tan grandes, después de tres horas de caminar las salas, subir y bajar las escaleras y mirar de reojo la mayoría de las obras ahí expuestas, lo único que quieren los pobres ignorantes como yo, diletantes en la contemplación de los “privilegios de la vista” (Paz dixit), es encontrar la mágica y salvadora palabra: EXIT.

Afuera me esperaba un sol brillantísimo y un reconfortante fresco a la sombra. Caminé y caminé. De la fuente de Neptuno a aquella de La Cibeles (que cantara Joaquín Sabina, pero sin llanto), de la Plaza del Sol a la Plaza Mayor, de la calle de Alcalá a la Gran Vía. Atravesé los barrios Recoletos, Chueca, Salamanca, me saqué una “selfie” –la única medianamente decente entre más de treinta intentos– frente a la mismísima Puerta de Alcalá mientras musitaba en voz bajita Miralá, miralá, miralá…, y descubrí durante todo el día, en plazas y avenidas, rostros y fisonomías de gente viva, bella, palpitante, como la ciudad misma.

Al dar las siete de la noche, cuando las calles se vacían de turistas y se llenan de madrileños y africanos avecindados, yo ya no aguantaba más los pies. Desgracia del sedentarismo. Así que me dirigí al barrio en el que se sitúa el hostal que será mi casa por cuatro días, Lavapiés, a hacer ídem y echarme a la cama. Madrid de noche, el de la diversión y los excesos, tendrá que esperar hasta mañana.


One Response

  1. Julián Dzul Nah dice:

    Disfrute su viaje, padrecito. Pero no le haga caso a Mercano -españoles también- y no vaya a «quedarse en Madrid». Le esperamos de vuelta.

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