Iglesia y Sociedad

Segunda cuita: Sagrada Familia

14 Jun , 2024  

Un cuento y dos relatos breves derivados

Va corriendo hacia la iglesia. Por el camino, la gente la saluda: “Buenas tardes, Sagrada”, “Adiós, Doña Sagrada” y, hasta los niños corean “Tardes, mam” cuando ella pasa. Pero Sagrada no piensa ni siquiera en contestar. Tiene prisa y debe llegar a la iglesia antes que el padre Zacarías salga de viaje a alguna de las haciendas que visita por las tardes.

El vestido de Sagrada es albo y raído, ancho como todos los hipiles, y parece flotar encima de su delgadez. Tercia el rebozo sobre el hombro izquierdo, mientras quisiera correr para alcanzar más pronto la iglesia. Un sudor frío corre por su frente y por la parte trasera del cuello, convirtiéndose en gruesas gotas allí donde comienza el complicado zorongo que suelen hacerse las mestizas yucatecas.

Oye resonar su nombre en los saludos que le dirigen mientras camina, y le gusta. Nadie más se llama como ella en el pueblo. Los padres le pusieron el nombre que traía el calendario el día en que ella nació, ‘para que el santo no se ofenda’. El asunto es que Sagrada nació un domingo de diciembre que venía marcado en el calendario como día de la Sagrada Familia. Sus padres preguntaron al señor de enfrente, que sí sabía leer, qué nombre había traído la niña. Don Jacinto, que así se llamaba el vecino, leyó con mucho trabajo: Sssagraaada Faammmiilia. El encargado del registro civil ni siquiera pestañeó: estaba acostumbrado a nombres aún más raros en el pueblo. Los padres salieron felices del local del registro con un papel que señalaba que la niña recién nacida se llamaba Sagrada Familia Pech Xool. A Sagrada le gustaba su nombre, sí señor.

Sagrada es muy apreciada en el pueblo. Le tocó mala suerte, suelen decir las otras mujeres cuando piensan que Sagrada fue una mujer muy bonita y tuvo muchos pretendientes. Los problemas comenzaron para ella cuando, a la edad de 15 años, comenzó a pretenderla Celedonio. Celín, como todos lo llamaban, era un hermoso ejemplar de varón maya: hombros anchos, piernas delgadas, pero musculosas, brazos fornidos y manos de ordinarios nudos y callos. Celín era bueno y trabajador, hasta que comenzó a juntarse con los muchachos del mercado. Allá, Celín aprendió a tomar y a quedarse tirado por las noches, mientras su mamá vagaba con lágrimas en los ojos por las calles del centro del pueblo, buscando a su hijo.

Y es que Celín le daba a su mamá sus buenos sustos. Una vez, borracho, Celín se subió a una moto. Quién sabe quién se la prestaría. El caso es que no pudo controlarla y se enganchó con un camión repartidor de Pan Trevi. Nadie puede explicarse qué paso, pero Celín fue arrastrado por varias calles sin que el chofer del camión se diera cuenta. El resultado: muchas costillas rotas y una cicatriz en la sien derecha, que se pierde dentro de sus cabellos.

Cuando empezó a enamorar a Sagrada, Celín pareció cambiar un poco, pero era sólo calentura de enamorado. Lo malo fue que Sagrada supo desde el principio que su suerte era casarse con Celín. Ya vislumbraba lo mucho que sufriría, pero hay cosas de la vida que uno no entiende, y el cariño que sentía por Celín era una de ellas.

Sagrada no tardó en tener los cuatro hijos, dos niñas y dos varones, que Dios le dio. Celín volvió a las andadas y después de trabajar duro como albañil en Mérida llegaba al pueblo el fin de semana para beberse en la cantina todo lo que había ganado en la chamba. Estirando y aflojando, Sagrada administraba lo poco que el trago le dejaba. Tuvo que comenzar a trabajar para vestir a sus hijos, porque lo que la borrachera de Celín dejaba, apenas si le alcanzaba para mal comer; así que Sagrada torteaba ajeno. Para eso tenía muy buena mano, y muchas señoras del pueblo le encargaban sus tortillas, parte para ahorrarse el trabajo, parte para ayudar a Sagrada a sacar lo suficiente para su diario.

Ahora que, presurosa, Sagrada toma el caminito que conduce a la plaza principal y a la iglesia del pueblo, se pone a pensar que tiene ya 27 años de casada. La hija mayor, Eduviges, escapó con su novio cuando tenía quince años y se fue a vivir a otro pueblo. No ha vuelto a visitarlos desde hace mucho tiempo. Algunos vecinos dicen que la han visto por el pueblo, pero solamente visita la iglesia, sin pasar a saludar a su familia, y se regresa enseguida a su pueblo. Es Sagrada la que va a visitarla de cuando en cuando. El hijo mayor, Santiago, ya trabaja en el expendio de hielo y ayuda a Sagrada con los gastos de la casa. Y los dos chamacos menores, Melchor y Pilarcita, salen por las tardes para ofrecer panuchos y unas deliciosas cremitas que Sagrada aprendió a hacer cuando vinieron las señoras del DIF a dar clases de repostería al palacio municipal; ambos estudian por las mañanas y, por las tardes, ayudan a su mamá en sus tareas y ventas.

Celín no cambió nunca. Sagrada tuvo solamente cuatro hijos porque un día decidió negarse a soportar a Celín cuando, con aliento de borracho, llegó de la calle, necesitado de mujer. Celín le pegó, pero ella no cedió esa noche. Al día siguiente por la mañana, mientras Celín desayunaba, Sagrada le dijo que no volviera a intentarlo nunca, porque era capaz de matarlo. Celín le dijo que estaba loca, pero no pudo evitar ver la decisión casi asesina que brilló por un momento en los ojos de Sagrada. Se lanzó todavía más al vicio y se ganó a pulso el odio y el desprecio de Sagrada, pero nunca más trató de tocarla por las noches.

No eran pocas las veces que Celín terminaba durmiendo en las calles con una botella vacía entre las manos. Al principio, los hijos iban por él para traerlo a dormir a la casa, pero dejaron de hacerlo aquella noche en que Celín, delante de ellos, le pegó con saña a su mamá y destrozó las puertas de un ropero viejo donde todos guardaban la ropa limpia. Desde esa noche, Celín supo que amanecería en el mismo lugar adonde su borrachera lo hubiera llevado: un parque público, la puerta de la iglesia, o el calabozo del palacio municipal. Se acabaron los hijos obedientes y la esposa abnegada que lo recogía a deshoras para llevarlo a dormir a una hamaca fresca y acogedora.

Sagrada siente que le duelen las pantorrillas. Está acostumbrada a caminar mucho, pero hoy siente como si el cansancio le cayera como una cubeta de agua hirviendo de la cabeza hasta los pies. Siente su cuello húmedo por el sudor y se lo limpia con el rebozo. La iglesia ya no está lejos, y ella ha dejado a sus hijos encomendados con la vecina para poder venir a avisar al padre Zacarías. Sagrada no siente culpa por lo que acaba de pasar, pero quisiera confesarse con el padrecito para arrancarse del corazón este odio contra Celín.

Cómo ráfaga de viento en febrero, los recuerdos inmediatos se agolpan en la cabeza de Sagrada. Esa mañana se levantó como todos los días; preparó el chocolate de los chiquitos y los despidió en la puerta mientras ellos salían para la escuela. Entró después a preparar la candela en el patio, para cumplir con sus encargos de tortillas. Celín no se había aparecido en toda la noche. Era lunes, y solía prolongar la borrachera de fin de semana hasta este día, perdiendo una jornada de trabajo y, claro, ganando menos. Sagrada seca sus lágrimas mientras se sienta delante de la leña que encenderá. No sabe por qué le ha tocado tan mala suerte, si ella ha sido siempre muy respetuosa de todos y muy pegada a la iglesia y a los rezos.

En eso está pensando cuando ve entrar por la puerta a Celín. Está borracho. Pide algo de comer y Sagrada le sirve una taza de chocolate. No sabe qué siente hacia Celín, si odio, compasión o rabia. Vuelve al patio trasero para encender la candela. Celín comienza a gritar cosas incoherentes, que Sagrada no quiere oír. Por ello entra de nuevo a la casa y le tiende una hamaca para que se duerma y la deje en paz.

Al poco rato Celín se reclina sobre la mesa de la cocina y llora desesperadamente. Dice que quiere morirse y que su vida es una mierda; que un día de éstos se matará. Sagrada lo ayuda a acostarse en la hamaca, mientras siente, con repugnancia, el hedor a licor barato que despide el cuerpo de Celín. Sagrada quisiera también que todo esto terminase; no sabe qué hacer con un marido borracho y tres hijos que sostener. Maldice su suerte mientras coloca los pies de Celín dentro de la hamaca y le ruega a Dios que acabe con todo esto pronto.

Encendida ya la candela, Sagrada debe salir a asegurar sus encargos de tortillas. Celín está en la hamaca sollozando. Si no me voy ahorita, no alcanzo a terminar con el quehacer, piensa Sagrada. Le parece oír el inicio de los fuertes ronquidos de Celín. Toma su rebozo y se va a recorrer las calles para asegurar los encargos: dos kilos para Ana María, un kilo para Martina, tres cuartos para Doña Augusta…

Cuando Sagrada llega de regreso a casa encuentra a dos niños del vecindario parados en la puerta. Tienen los ojos exageradamente abiertos y se van corriendo cuando Sagrada les pregunta qué es lo que están haciendo allí fisgoneando. Una nube oscureció el cielo de manera imprevista. Es febrero loco, piensa Sagrada. Cuando atraviesa el umbral de la modesta casa de paja, Sagrada no entiende lo que ve: su marido está como arrodillado y pegado a la pared; cuelga de una soga amarrada al palo que sostiene el techo y atraviesa a todo lo largo la estancia, en esa original manera que tienen los indígenas mayas de hacer sus casas. Tiene la lengua de fuera y parece ya no respirar. Sagrada se acerca al cadáver del marido ahorcado y se detiene ante él unos segundos que parecen años. Cuando comienza a soltar la amarra de la soga para dejar caer pesadamente el cuerpo del difunto, Sagrada no puede evitar pensar en su oración de unas horas antes: ¿es Dios quien, por fin, le está poniendo remedio a tanto sufrimiento? ¿Podrá ahora ella descansar del borracho impertinente?

El rostro de Celín tiene la lengua de fuera. Sagrada grita para que la oigan los vecinos y, rápidamente, éstos vienen en su auxilio. El hijo de Don Jacinto trae un bejuco blanco del monte. Debe golpearse el cadáver de un ahorcado para sacar de él al demonio que lo jaló de la soga cuando se colgó. Pobre Sagrada –dicen las señoras mientras preparan la mortaja y salen a comprar café y galletas para el velorio– ni siquiera va a poder llevar a su difunto a la iglesia, porque está prohibido meter a los ahorcados en el templo… tendrá que enterrarlo boca abajo para que el difunto no vea la cara de Dios, ni se burle de él… habrá que enterrarlo fuera de los muros del cementerio…

Pero Sagrada no piensa en eso. Angustiada deja a sus hijos que ya han regresado de la escuela para que los consuele la vecina que más le ayuda. Quiere correr a la iglesia antes que el padre Zacarías se vaya a la hacienda. Ya son casi las cuatro de la tarde y él regresará del viaje hasta la noche. Pero Sagrada no quiere, no puede esperar. Los vecinos piensan que va a pedir, a suplicarle al padre que haga una misa para el difunto; no lo logrará, dicen, en eso la iglesia no cede. Pero Sagrada lo que quiere es confesarse, contarle al padre Zacarías que su oración mató a Celín. Mientras camina sudorosa va pensando la confesión: ‘es cierto que lo odiaba, que hasta llegué a desear su muerte, que era un irresponsable que lo único que me dejó fue cuatro hijos y un montón de sufrimientos, pero yo no quería que muriera así… hay tantos borrachos que se mueren del hígado o de una congestión… pero yo le supliqué a Dios que todo esto se acabara, y ahora no sé cómo voy a vivir con este remordimiento’.

Casi corriendo, Sagrada sube las escaleras que conducen a la oficina parroquial. El padre Zacarías parece estar esperándola. La abraza con cariño y le dice que ya sabe todo y que no se preocupe, que no va a haber misa de cuerpo presente, porque no se puede, pero que él mismo irá a la casa a hacerle una oración especial al difunto. Sagrada se sacude, sollozando, en los brazos del padre. “Eso será después. Yo lo que quiero ahorita es confesarme con usted, padrecito. Es cierto que lo odiaba, que hasta llegué a desear su muerte, que era un irresponsable que lo único que me dejó fue cuatro hijos y un montón de sufrimientos…”

El dilema de Benjamín

Siente la piel rugosa de la mano de su madre. Se aferra más conforme el camino se va haciendo más pedregoso. Van camino a la casa de los padres de ella. Aunque sólo tiene 11 años, Benjamín ya entiende muchas cosas; pero mientras camina, se pregunta por qué le habrá tocado vivir en una tierra tan llena de piedras, tan seca y estéril.

Le gusta ir así, de la mano de su madre. Se imagina que es todavía un niñito de 5 años que no tiene nada de qué preocuparse. Le gustan esos pensamientos. Así no tendría que oír a su papá, o al que hasta hace poco tiempo creía que era su papá, diciéndole: “Benjamín, anda a jalar agua en el pozo”; “Benjamín vamos a chapear a la milpa”; “Benjamín, ayuda a tu mamá a llevar el nixtamal al molino”; “Benjamín… Benjamín…” puro trabajo y trabajo. Cuando tenía cinco años, en cambio, sólo pensaba uno en jugar a las canicas, o en salir a pescar mariposas con un chilib bien delgadito, o en ir a zambullirse a escondidas al cenote.

Benjamín quisiera ser un niño de cinco años, además, porque así no sabría quién es su verdadero padre. No sabe por qué aquella tarde en la iglesia se hizo tanto silencio y pudo él escuchar a su mamá confesándose con el padre Zacarías. Ella le decía llorando que su marido la celaba, que cuando se emborrachaba le pegaba recordándole que Benjamín no era su hijo, que le gritaba que estaba arrepentido de haberla recogido cuando ya estaba embarazada… Algo saltó en el pecho de Benjamín cuando su madre dijo al fin: pero qué culpa me tengo yo, padrecito, de que mi propio padre me haya desgraciado a los 15 años. ¡Cómo iba yo a decirle a mi esposo que estaba esperando un hijo de mi papá cuando me propuso escaparme por la noche para irme a vivir con él! ¡Cómo iba a hacerlo si tenía tanto miedo!…

La mano de Eduviges está sudando. Benjamín saca un pañuelo rojo del bolsillo trasero de su pantalón y le limpia la mano a su madre. ¿Por qué sudas? le pregunta. La mamá sólo alcanza a contestar: son los recuerdos, hijo, son los recuerdos. Benjamín todavía no decide cómo llamará a su abuelo cuando lo vea.

La despedida de Celín

No sabe si tiene los ojos abiertos o cerrados; sin embargo, ve con toda claridad las cosas y las personas que lo rodean. El ajetreo del exterior no perturba en absoluto la paz que siente en este momento. Es como si hubiera dejado en la puerta de la estancia todos sus problemas y ahora se siente ligero, como flotando. Mira su propio cuerpo tendido y escucha los sollozos de su esposa que le agarra con fuerza la mano derecha. En medio de una tranquilidad soñolienta, descubre el ritmo agitado de su respiración, como si fuera otra persona la que inhalara y exhalara el oxígeno que todavía siente entrar por sus narices.

En la casa hay una discusión: si se manda llamar al padre Zacarías o no. La suegra de Celín dice con vehemencia que, aunque un moribundo no haya nunca manifestado su deseo de confesarse, debe traérsele al padre para que le administre los últimos sacramentos. Es un acto de caridad cristiana, dice sollozando. Pilar, la hija menor, la corta en seco: pero abuelita, ¿qué caso tiene si mi papá nunca se acercó a la iglesia, ni profesó ninguna religión? ¿No te das cuenta que lo acabamos de bajar de la soga? ¡Es un ahorcado, abuela, es un ahorcado! La abuela no deja de llorar y se suena las narices ruidosamente. Sagrada su esposa, toma el rebozo y sale corriendo hacia la iglesia.

Celín mira el pleito con una cierta diversión. Piensa que Pilar, su hija, debiera dejar hacer a la abuela, al fin que si llamar al padre Zacarías es inútil para el moribundo –y ahora Celín descubre que, en efecto, lo es– sin embargo, es piadoso para las almas atribuladas como la de la abuela.

Celín siente la cabeza entre brumas. Como en un telón del Teatro Peón Contreras, una escena cae sobre la otra. No sabe si ha pasado mucho tiempo o la realidad es toda simultánea. El caso es que delante de él ya está el padre Zacarías, diciendo unos extraños rezos y exhalando un olor desagradable a cebolla consumida. ¿Será que los moribundos tienen más y mejor sentido del olfato que los sanos? Celín podría describir la atmósfera solamente por los olores: la vela bendita, la alhucema, el ajo de la comida, el perfume barato de su suegra y, ahora, la cebolla que el padre debe haberse tragado una media hora antes.

De pronto, el Padre Zacarías se le acerca al oído. Con voz fuerte le grita: ¡Celedonio, arrepiéntete de tus pecados! El moribundo no hace ninguna mueca, ningún movimiento. En realidad, Celín no siente otra cosa más que una pequeña comezón en el cuello. El padre continúa con sus rezos a medio pronunciar y el olor a cebolla no deja de molestar el fino olfato de Celín. Llegan a su recuerdo, en esa placidez cercana a la muerte, flashazos de rostros que ahora le parecen lejanos: Eduviges, su hija mayor, con su traje de novia; Sagrada, joven y hermosa, vestida de gala para la vaquería; la lágrima que rueda por la mejilla de Melchor, el menor de sus varoncitos, mientras el hijo mayor, Santiago, recoge a su padre de la calle, borracho como siempre…

Es extraño, pero Celín no puede llorar ni tampoco puede carcajearse. Pareciera como si esta tranquilidad que lo desliza hacia la tumba suprimiera todo tipo de sentimientos fuertes para dejar paso a una indolencia que no deja de desagradarle. El padre Zacarías continúa con sus rezos, mientras unge la frente del enfermo con aceite rancio. Los ojos de Celín se llenan de repente de vacío.

La familia se ve muy unida. Todos se toman de las manos para consolarse mutuamente. Celín trata en vano de recordar otra ocasión en la que él hubiera visto tan conmovida a su familia. Lo sorprende descubrir la presencia de Eduviges que lleva de la mano a un niño al que no alcanza a reconocer, casi de la misma edad que Pilarcita, la menor de sus hijas. Le parece, salva sea la diferencia, igual al momento en que la familia se pone toda juntita para la foto, en una fiesta de quince años. Sólo que aquí el quinceañero tiene ya casi sesenta, acaban de descolgarlo del techo de la casa, y está ahora muriéndose en la hamaca.

De pronto, Celín siente unas ganas irrefrenables de ponerse en pie y de irse. Lo logra con un poco de esfuerzo. Atrás deja a Sagrada, su mujer, con el rencor contenido, cerrándole los ojos a un cadáver. A Eduviges, que apunta hacia el cuerpo muerto diciéndole al niño desconocido: ese era tu abuelo. Al padre Zacarías, con su olor a cebolla, que dispone todo ya para regresar a la iglesia. Sobre sus espaldas, al marcharse, Celín siente la interrogante mirada de Benjamín, ese niño que él no sabe que es su nieto… y su hijo.

Mientras se marcha recuerda, en la última ráfaga de memoria que le queda, que no alcanzó a confesarse. Pero no le interesa ya… en verdad, nunca le interesó.


One Response

  1. Donald y Paola dice:

    Mil gracias Padre Raúl! Aquí en Canadá le seguimos leyendo… nosotros con ustedes en el corazón!

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