Iglesia y Sociedad

Tercera cuita: El encajuelado

28 Jun , 2024  

Aurora se sacude la orla de su vestido azul oscuro. Siente que la misma silla de madera la mancha de sólo tocarla. Nunca había estado tan descontenta como ahora, a punto de salir de la sala del Juzgado. A su lado tiene a Margot, su cuñada. Aurora desea que todo termine pronto. Se dispone a firmar los papeles que le ofrece el empleado de rostro pálido que tiene el traje desaliñado y los puños de la camisa sucios. Como todos los empleados del gobierno, piensa Aurora, éste es sólo un triste personaje de una obra que no entiende.

Margot hurga en su bolso hasta encontrar una pluma que sí escriba. El rostro de Aurora dibuja una mueca ante el compungido gesto del empleado de rostro pálido. ‘Siempre me roban las plumas, señito. Y aquí, el jefe prefiere que escribas con el dedo antes de soltar un quinto para las cosas de la oficina’. Aurora pone la mirada perdida como si no quisiera escuchar. Toma la pluma que le ofrece Margot y escribe su nombre las dos últimas veces, en original y copia.

Marcelino salió aquella noche sin decir nada. No era nada extraño. Las relaciones entre Aurora y él se habían deteriorado a los pocos años de matrimonio. La causa parecía ser la incapacidad de la pareja de tener hijos. Como si quisiera encontrar algo en qué distraer sus ganas de paternidad, Marcelino se había aficionado a las cosas más raras del mundo: organizaba carreras de perros entre los vecinos, coleccionaba colillas de cigarros raros y se compraba cuanta alpargata veía en los aparadores. En los últimos meses se le metió en la cabeza el asunto de la casa en la playa y, aunque la economía familiar no era boyante, el hecho de no tener hijos ni estar atado a los vicios le permitió a Marcelino conseguir una casa sencilla y a bajo precio en el puerto de Chuburná, a sólo una esquina de la playa de arenas blancas.

Ya sabes que a mí no me gusta el puerto, le reclamaba Aurora cada vez que lo veía salir hacia Chuburná en la desvencijada camioneta que Marcelino se había empeñado en comprar, además del automóvil que tenían. Marcelino hacía más de una hora de camino, a pesar de que el puerto distaba solamente unos 30 kilómetros, porque siempre llevaba un cargamento de bloques y cemento y porque la camioneta estaba tan vieja que no levantaba más de los 60 kilómetros por hora.

En esta ocasión, la locura de Marcelino sobrepasaba todas las obsesiones anteriores. No solamente había comprado la casa de la playa en contra de la voluntad de Aurora, sino que había decidido remodelarla él solito. Solamente requirió de un maestro de obras que le hiciera los planos y visitara la obra una vez a la semana: era el mismo Marcelino quien llevaba el material, él quien trabajaba pegando los bloques y los ladrillos, él quien regresaba del puerto a la casa de la ciudad con una sonrisa cubriendo su cansancio, haciéndolo detestable para Aurora.

La casa de la playa fue motivo de muchos pleitos conyugales. Aurora le reclamaba a Marcelino que estuviera malgastando en esa casa lo que podrían mejor estar ahorrando para la vejez de los dos. Marcelino replicaba que la casa iba a ser para ella, que el terreno sería puesto a su nombre cuando se hicieran las escrituras, pero Aurora no cesaba en sus ataques: ¡para qué carajos quiero yo una casa en el puerto, si sabes que no me gusta el mar!

Un día Marcelino acalló sus protestas. Eran las cuatro de la tarde cuando, a la vuelta de su trabajo, Marcelino encontró a Aurora leyendo un cuadernillo de Fuller. Silenciosamente se acercó a ella por la espalda y deslizó sobre la mesa un sobre. Aurora lo miró extrañada mientras él le decía meloso: es una sorpresa para la mujer más linda del mundo. Aurora hizo una mueca de orgulloso fastidio y abrió el sobre. Dentro venía una póliza de seguro. Marcelino había comprado un seguro de vida por 20 millones de pesos. Lo iré pagando poco a poco, le dijo con voz segura Marcelino, así ya no te quejarás de que dedique tiempo y dinero a la casa de la playa. Cuando Aurora levantó el rostro y se quitó los lentes, Marcelino alcanzó a notar una sonrisa de satisfacción. Ella le dio un beso en la mejilla.

Margot pasaba largas temporadas en casa de su cuñada Aurora y de su hermano Marcelino. Cuando alguien mencionaba su estado civil, Margot siempre acotaba: ‘soltera, así es, no solterona, porque las solteronas son las que quisieron casarse y no pudieron. A mí, en cambio, me sobraron novios dispuestos a casarse conmigo. Soy soltera y no solterona porque yo decidí no casarme. Y cuando veo a mis amigas cuidando borrachos siento que tomé la decisión correcta. No me arrepiento: con el cariño de mi hermano y de mi cuñada me basta’. Tal era la presentación de Margot que dejaba sin habla a quien se le hubiera acercado con buenas intenciones.

Margot vivía sola en su departamento desde que sus padres murieron, pero Aurora le había insistido a Marcelino que hiciera construir un cuarto más en la casa, para que Margot pudiera venir cuando quisiera. Y es que entre Aurora y Margot se había desarrollado una relación muy estrecha. Ambas detestaban la mediocridad de Marcelino y eran aliadas en las batallas en su contra. La idea del seguro de vida había sido de Margot; y el hecho de que Aurora no lo supiera hacía crecer en la hermana de Marcelino un sentimiento de escondida complicidad y de entrega heroica.

Margot era una piadosa católica y no dejaba que pasaran quince días sin ir a confesarse con el padre Zacarías. Desde que bajó de Dzan y llegó a esta colonia de clase media en la capital, el padre Zacarías se había vuelto amigo cercano de Margot y confidente de sus más íntimos secretos.

Margot se asustó mucho la noche en que Aurora entró llorando a su cuarto a las seis de la mañana: ‘Marcelino no vino a dormir en toda la noche. ¡Quién sabe dónde se habrá ido! Es la primera vez que no duerme en casa’. Margot pretendió consolar a Aurora, fundiéndose con ella en un abrazo y haciendo subir y bajar su mano por su espalda, en aquella caricia íntima que repetían frecuentemente a solas y que sellaba su amistad inquebrantable. Ya volverá, musitaba Margot a los oídos de Aurora mientras deseaba lo contrario, ya volverá.

Margot tenía hacia Aurora un fuerte sentimiento de gratitud porque le permitía acariciarla en la semioscuridad de su cuarto y porque, no pocas veces, había encontrado en ella una respuesta ardiente. El padre Zacarías sabía de esos momentáneos desvaríos que Margot iba a confesar tan pronto ocurrían y, conocedor de los agobios de la familia, la tranquilizaba invitándola sólo a tener cuidado en no sobrepasarse en las muestras de cariño. El amor no está nunca prohibido, sentenciaba el padre, pero en todo hay que tener medida. Pero Margot le estaba agradecida a Aurora, sobre todo, porque no reparaba en su pequeñez y porque vestía tan bonito que cuando Margot la veía, hasta se le olvidaba que a ella ninguna ropa le quedaba bien.

Esa mañana, Marcelino se había subido temprano a la camioneta. A puro pulso había cargado diez sacos de cemento y cinco de cal. Ya en la carretera, después de rezar un padrenuestro para el buen camino, encendió la radio para escuchar los últimos minutos de la programación nocturna. ¡Nos vemos, madrugadores!, decía al despedirse el locutor de voz quebrada y aguardentosa. A Marcelino le gustaba ver el amanecer desde la camioneta, camino a la playa. Le daba una cierta sensación de libertad que no había conocido antes.

Desde la tarde anterior había llevado a la playa a Timoteo, un tabasqueño como de cincuenta años al que se había encontrado en la Plaza Grande solicitando trabajo. ‘En lo que sea, señor –contestó Timoteo a Marcelino cuando éste le preguntó si podía trabajar en la construcción de una casa– créame que no estoy para desperdiciar la chamba’. Después de acordar que Timoteo se quedaría desde esa misma noche a dormir en la obra, Marcelino lo había trasladado a la casa a medio terminar, y ahí le había dado instrucciones. Después volvió a su casa de Mérida donde durmió al lado de su esposa, como siempre, sin tocarla.

La luz del sol saliente comenzó a calentar la carretera. Marcelino aceleró la marcha. Cuando llegó a la casa de la playa, Timoteo estaba ya preparando la mezcla. Marcelino lo llamó para entregarle una camisa limpia y un pantalón de marca. ‘Para que en la noche nos vayamos a Mérida a tomar juntos un trago’, le dijo a Timoteo. El tabasqueño le dio las gracias con el rostro lleno de extrañeza y volvió al trabajo.

A las siete de la noche, Marcelino salió del baño. Timoteo ya estaba enfundado en la camisa a cuadros y en el pantalón que Marcelino le había dado. Era sorprendente lo bien que le quedaba y hasta parecía que las prendas habían sido cosidas especialmente para él. A ver, ponte de espaldas para medirnos, le dijo Marcelino a Timoteo. Pegados espalda con espalda Marcelino se dio cuenta de que medían lo mismo y tenían el mismo tipo de cuerpo. Bueno, a los cincuenta años todos medimos y pesamos lo mismo, dijo Marcelino al separarse de Timoteo. Y ya vámonos, que pa’ luego es tarde.

Mientras viajaban a Mérida, Timoteo le contó a Marcelino parte de su vida. Cómo había quedado viudo y sin hijos desde hacía más de cuatro años y cómo se trató de curar la soledad viajando de un lado a otro, sin rumbo fijo. Su futuro, desde que se había quedado sin esposa, consistía solamente en buscar el pan de cada día. Lo demás era ganancia. Marcelino lo escuchaba un tanto compadecido. Y luego dicen que más vale solo que mal acompañado… No es cierto, porque sólo escuchar a Timoteo le arrugaba el corazón a Marcelino. Aurora era canija, es cierto, ¿pero no es consolador llegar a una casa en la que sabes que siempre habrá alguien? ¿Cómo se puede vivir así, a salto de mata y sin nadie, como vivía Timoteo?

Cuando llegaron al periférico, Marcelino no entró a Mérida, sino que se desvió hacia el poniente. Llegaron a una de esas cantinas nocturnas que se encuentran en todas las periferias de las ciudades de provincia. Trago y mujeres, para que mañana duermas hasta tarde, que al fin te lo has ganado, dijo Marcelino. Timoteo sonrió mostrando los dientes. No salieron del bar sino hasta pasadas las dos de la madrugada. Timoteo había tomado mucho, mientras que Marcelino prefirió entretenerse con una de las bailarinas que le hizo un téibol dans. Sólo cuando, al calor de la borrachera, el albañil sacó a bailar a una de las muchachas, Marcelino se fijó en que Timoteo bailaba igualito que él. Por un momento le pareció que se estaba mirando a sí mismo. Este hijo de la chingada es mi doble, pensó, mientras una extraña idea se le colaba por entre las rendijas de la mente.

A la salida del bar, Marcelino ayudó a Timoteo a subirse a la camioneta. ¡Con el otro pie, cabrón, que te vas a caer!, le decía mientras lo empujaba para subirlo, casi cargándolo. Ya arriba los dos, Marcelino condujo hasta el solitario estacionamiento en el que solía dejar su otro coche, a media cuadra de su casa de Mérida. Sería una locura viajar al puerto en estas condiciones, pensó. Abrió el candado y metió la camioneta en el estacionamiento. Estando Timoteo semidormido, y para que descansara mejor, tuvo que cargarlo para pasarlo de la camioneta al asiento trasero del otro coche. Aquí podrá dormir más cómodo. Al cabo que es solo esta noche.

Fue entonces que lo del seguro de vida retumbó en su memoria y tomó forma final en su cabeza. Debía matar a Timoteo, al fin que nadie lo buscaría. Debía desfigurarlo y meterlo en la cajuela. Después Marcelino desaparecería y, sólo pasados varios meses, después que el cadáver fuera encontrado y el seguro cobrado, llamaría por teléfono a Aurora para contarle la verdad de las cosas.

Allá mismo en el estacionamiento, Marcelino encontró un martillo grande y un soplete. Los metió en la cajuela de su coche, mientras Timoteo roncaba en el asiento trasero. Marcelino condujo hasta una salida de la ciudad y allí, después de depositar al borracho a la vera del camino y alumbrado sólo por la luna, descargó en la cabeza de Timoteo quince martillazos. Cuando se hubo asegurado que estaba muerto, envolvió la cara del difunto con una toalla que encontró en la cajuela y, después de rociarla con gasolina, le prendió fuego. Tuvo que apagarlo aceleradamente cuando oyó el ruido de un carro que se acercaba. Fue falsa alarma: las luces del carro pasaron de largo y, después de unos minutos, Marcelino salió de su escondite y descubrió el rostro quemado de Timoteo. Estaba irreconocible. De todas formas, le aplicó unos cinco martillazos más en la frente y los pómulos y lo colocó, ensangrentado, en la cajuela del coche. En el brazo izquierdo le colocó el reloj que tenía grabado su nombre bajo la carátula. Después de cerrar la cajuela, hizo un hueco en la tierra para esconder el martillo y el soplete. La luna estaba preciosa y Marcelino se detuvo un momento a contemplarla.

Debajo del asiento trasero, llevaba siempre un maletín con una muda de ropa limpia, por aquello de los viajes imprevistos. La sacó y se cambió. Con la ropa sucia limpió la parte externa de la cajuela, cuidando que no quedara rastro alguno de sangre. Puso la ropa sucia y manchada de sangre en el maletín, subió al coche y salió a la carretera. Encendiendo un cigarrillo, comenzó a alejarse del lugar.

Margot fue la primera en saberlo. Al día siguiente de haber descubierto el cadáver en el estacionamiento de un concurrido centro comercial, la policía había reparado en el nombre grabado en el reloj y había localizado a los familiares. Como Aurora no estaba en casa, Margot fue la que recibió la visita del ministerio público. No se había logrado averiguar nada del asunto, pero el cadáver estaba listo para ser identificado. Aurora quedó atónita al saberlo, pero no derramó ninguna lágrima. Vestida de riguroso negro, acudió al cuarto frío para identificar a su marido. Estaba irreconocible, pero vestía la ropa que ella misma le había regalado. El reloj era también de Marcelino, aunque a Aurora le extrañó que el documento oficial señalara que tenía el reloj en el brazo izquierdo. Marcelino lo llevaba siempre en el derecho. ‘¿Por qué lo voy a usar donde lo usan todos?’ solía decir cuando alguien le hacía un comentario a propósito.

El duelo fue rápido, porque Aurora no quiso avisar a nadie. Después de la cremación, las cenizas fueron depositadas en una cripta que Marcelino había comprado hacía unos años. Fue Margot la que le recordó a Aurora el asunto del seguro. La compañía puso algunos reparos porque no se había podido certificar la autenticidad del cadáver antes de la cremación, pero los papeles de la defunción estaban en regla. La entrega del dinero sería en unas pocas semanas.

Al devolver la pluma a Margot, Aurora recuerda el momento en que el director del ministerio público le mostró a Marcelino detrás de la reja. Con rabia miró los ojos abiertos y llorosos de su marido, detuvo su mirada en el moretón que llevaba en el pómulo izquierdo y, se fijó que, por primera vez en mucho tiempo, lo encontraba correctamente rasurado. ¡Coño!, pensó en aquel momento, si no es tan feo el hijo de la chingada. La voz de Marcelino sonó lejana: ‘Fue solamente una ocurrencia para que estuvieras contenta’. Desde ese momento se prometió a sí misma no visitar jamás a su marido en la cárcel, ni un solo día de los 30 años que seguramente habría de recibir por el delito de homicidio calificado.

Aurora vuelve de sus pensamientos justo en el momento en que una mujer policía le devuelve su bolso. Entonces se levanta del asiento, vuelve a sacudir la falda azul oscura y encamina sus pasos hacia la puerta que derrama sol. Lleva la mirada erguida, pero siente las entrañas hinchadas de una rabia que nunca había conocido sino hasta el momento en que supo que Marcelino había sido descubierto en un escondite. Lo deseaba muerto, sí muerto. Eso no es un delito, le había dicho su abogado mientras Aurora preparaba su declaración, puede constar en actas si usted así lo desea. Cuando Aurora puso un pie en la calle, sintió que su sueño quedaba definitivamente roto. Como una bofetada recibió el aire caliente y dejó que el sol se le metiera por todos los poros de la piel. Hasta después de avanzar cincuenta metros cayó en la cuenta de que Margot lloraba mientras caminaba silenciosamente detrás. La hermana de Marcelino sollozaba sintiendo la urgente necesidad de contarle al padre Zacarías toda esta revoltura de acontecimientos. Nadie volvió a acordarse del encajuelado.


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