Iglesia y Sociedad

Carta a un joven aprendiz de poeta

28 Nov , 2025  

Arduo es el oficio del poeta. Antiguamente se decía que para escribir poesía se necesitaba mente clara, muñecas y nalgas resistentes, en alusión al esfuerzo mental y a las horas que el aprendiz de poeta tenía que pasarse sentado frente a la hoja en blanco, intentando, una y otra vez, arrancarle la palabra al silencio. Quizá lo único que necesite variación en el antiguo refrán sea el asunto de las muñecas, porque con el advenimiento de las nuevas tecnologías y el paso de la máquina de escribir al ordenador, lo que un poeta necesita es mente clara, “dedos” y nalgas resistentes.

Escribir poesía no ha sido nunca fácil. ¡Cuidadito y alguien te descubra escribiendo un verso en las páginas de tu cuaderno! Puedes haber asegurado burlas y críticas para los próximos tres o cuatro años.

Y, sin embargo, la poesía es un virus infeccioso. Se mete en la sangre y no sale nunca más. Puede ser que entre en reposo permanente, como sucede con algunas enfermedades, pero el bicho siempre estará ahí, como si la víctima no pudiera librarse de él ni con todas las medicinas del mundo. La poesía es una droga adictiva: una vez probada uno no puede ya prescindir de ella. Y si se dice eso de la lectura de la poesía, cuanto más sobre la producción poética. Por eso, a ti, que escribes las primeras páginas de algún futuro libro, te expreso mi condolencia.

Ya Roberto Juarroz señalaba con acierto: “Una de las condiciones para que una poesía alcance algo de originalidad es que el escritor escriba fundamentalmente para sí. Y paradójicamente, ese escritor que escribe como condición de vida, por necesidad interior profunda, porque si no se muere, es el que, tarde o temprano, va a llegar a la comunicación o al diálogo con los demás”. Este es el primer paso para la poesía: hablar de sí, de lo que uno siente, pero también de lo que alcanza uno a contemplar detrás de las ilusiones de los sentidos. Por eso la palabra poética es personalísima.

Quien se acerque a tus versos se topará seguramente con capullos, con semillas apenas geminantes, con expresiones poéticas balbucientes. Será bueno que recordemos lo que ya nos señalaba Vicente Aleixandre: “En todas las etapas de su existir, el poeta se ha hallado convicto de que la poesía no es cuestión de fealdad o hermosura, sino de mudez o comunicación. A la distinción entre palabras poéticas y no poéticas, ha de sustituirla otra más modesta, pero quizá más exacta: no hay palabras feas o bonitas en la poesía; no hay más que palabras vivas y palabras muertas, palabras verdaderas o palabras falsas…”. La materia con la que trabaja el poeta son las palabras. Es indispensable que tus palabras sean siempre palabras vivas. Lo demás, vendrá más tarde, con el aprendizaje del oficio.

La poesía es un artículo siempre fuera de moda, perpetuamente descontinuado. Atisbar en sus profundidades requiere ojos distintos. Ya decía Hugo Diz: “Un río es solamente un río en la retina de aquellos que miran únicamente un río. Una mujer es solamente una mujer en la retina de aquellos que miran únicamente una mujer. En la retina de algunos un río no es un río solamente, y menos una mujer, solamente una mujer”. La poesía es el milagro de la transfiguración, y el arte poético es, como dijera el galardonado poeta yucateco, Rubén Reyes, una persecución incansable e indomable: el sitio de la flor.

La poesía es, esencialmente, un acontecimiento. Juan Gelman nos recuerda que “nadie sabe qué es la poesía. Se la describe por aproximación o imagen. La poesía es lenguaje calcinado. La poesía es un árbol sin hojas que da sombra. La poesía es la palabra donde aún crepitan las cenizas de lo que no alcanzó a tener nombre. Como hace un niño, la poesía busca nombrar lo que no puede. Después de tantos millones de palabras, la palabra sigue siendo tiempo que nace y desnace para nacer otra vez. Revela la realidad velándola”.

Esa es quizá la mayor virtud del poeta, aquella virtud por la cual el poeta se hace una presencia imprescindible en el mundo: rescatar la palabra, liberarla de la atadura de la univocidad, desplegar su múltiple significación, arrancársela al silencio, porque, como ya nos recordaba Paz, “el silencio se apoya en la palabra y por ella se vuelve significación, una significación que las palabras no pueden ya decir”.

Si has comenzado a escribir poesía, eso quiere decir que has decidido arrancarle unas cuantas palabras al silencio. No hay que ruborizarse porque la manufactura de tus poemas sea aún inmadura. Al comenzar a escribir te has convertido en aprendiz y has roto una barrera, has decidido exhibir tus sentimientos como se cuelga la ropa en el tendedero en busca del sol. No eres todavía un poeta, pero pronto merecerás serlo.

La inmadurez propia de los que inician es, precisamente, un reto. Habría que recordar aquí las sabias palabras que pronunciara el poeta José Emilio Pacheco cuando hablaba de otro poeta, Ramón López Velarde: “Como Virgilio, López Velarde sabía que el poeta maneja los instrumentos más delicados de todos y si quiere dominarlos y no desentonar en la orquesta, ya no digamos destacar como solista, ha de someterse a un aprendizaje interminable y a muchas horas diarias de ejercicio. Ser poeta es un trabajo como cualquier otro, sólo que, en vez de dar, cuesta dinero”.

Bienvenido seas al mundo de la poesía. Bienvenido a la poesía que es abismo y cumbre, eternidad y vértigo, inspiración y oficio arduo. Somos muchos los adultos que quisiéramos ver más jóvenes sentados en un escritorio, junto a un cesto lleno de papeles, que mirarlos enajenados ante las vidrieras de una plaza comercial o las pantallas de sus celulares. El oficio de poeta es un oficio ingrato, pero que no deja de tener sus recompensas. Y es que todo el que aspire a ser poeta ha de saber que el poeta no es un ser humano especial, como tocado por el halo de la divinidad. Nada de eso. Los trabajadores de la poesía sudan, y su sudor apesta. Practican un oficio ingrato que incluye, desde el aterrador momento en que se plantan ante la hoja en blanco, hasta el cesto lleno de papeles inútiles y de tinta desperdiciada. Pero, no hay que olvidar, aquella hermosa frase de Fernández Granados: “Una sola chispa es el capullo del incendio”. Que esta chispa de hoy sea el capullo de muchos, de innumerables incendios poéticos.


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