Cuentos de navidad,Iglesia y Sociedad
-“Si lloras otra vez, no regreso contigo a Misa”.
Así le dijo José Leocadio a María Martina, su esposa. Le enojaba que cada vez que llegaba la hora de la comunión Martina se pusiera a llorar como una Magdalena. Es cierto que el padrecito le había comentado a Leocadio en varias ocasiones que no era cierto que la Magdalena anduviera llorando sus pecados y que eso era un cuento muy bien inventado por los curas machistas que, en lugar de resaltar la figura de María Magdalena, la habían convertido, de apóstola de los apóstoles, en una prostituta que andaba llorando sus pecados por todo el mundo. Pero Leocadio piensa que el padrecito está un poco acelerado. La ocasión en que el arzobispo visitó la parroquia, Leocadio escuchó muy bien de sus labios que el padre estaba un poco ideologizado. Leocadio, campesino que no alcanzó a estudiar mucho, no entendió qué era eso de “ideologizado”, pero sí se daba bien cuenta de que el padre no predicaba como los otros sacerdotes que habían pasado por la parroquia, que por primera vez había pasado un año completo sin escuchar un llamado a la resignación, que el padre visitaba todas las casas, hasta las más pobres, y nunca lo veías rechazar nada de lo que le ofrecían, aunque fuera huevos revueltos nadando en aceite o frijoles aguados. Así que se imaginó que ideologizado quería decir cercano al pueblo. Pero eso de que Magdalena no lloraba no se lo creía al padrecito: una expresión tan antigua, eso de llorar como una Magdalena, no podía estar equivocada.
El llanto de Martina era justificado. Desde niña creció muy metida en la iglesia: que si catequista, que si cantora en el coro, que si coordinadora de apostolado… toda su vida giraba alrededor de la iglesia. Por eso cuando fueron a pedirla a su casa, se empeñó en no salir de su casa sino bien casada y vestida de blanco. Aunque le costó trabajo convencer a Nicanor, que ya desde esos primeros tiempos se veía un hombre muy canijo, que no quería casarse por la iglesia y que después resultaría tan borracho y golpeador.
Cuando Martina no aguantó más la mala vida que Nicanor le daba, decidió separarse de él. En la iglesia había aprendido que todos somos dignos, así que no estaba dispuesta a llevar una vida de animal. Y esa era la vida que le daba Nicanor: cuando no era el escándalo de encontrarlo con otras mujeres, eran los golpes que le propinaba cuando estaba borracho. No había día tranquilo en la vida de Martina. Por eso decidió separarse. El mismo sacerdote de aquellas épocas, un viejito bien gracioso, le recomendó que no solamente se separara, sino que iniciara el proceso de divorcio, porque el Nicanor no quedaría tranquilo sino hasta que supiera que ya no era dueño de Martina. Fue así como Martina se salió de la casa de Nicanor llevándose a Tinita, su hijita de tres años. Sin saber dónde ir, sus pasos se dirigieron a la casa de sus padres, que la recibieron y la apoyaron. Martina comenzó a trabajar y, aunque nunca recibió de Nicanor ni un peso para la manutención de Tinita, pudo sacarla adelante.
No había pasado ni dos años de haberse divorciado de Nicanor, cuando José Leocadio le propuso matrimonio a Martina. Siempre estuvo enamorado de ella, pero se sentía poca cosa. Mientras Nicanor había estudiado más allá de la preparatoria, Leocadio era un campesino que no había llegado sino al cuarto año de primaria. La miraba de lejos cuando, en la iglesia, Martina cantaba o daba catecismo a los niños. Hasta entró con los adoradores nocturnos con tal de tener razones para ir a la iglesia y verla desde lejos. Martina siempre se portó muy amable con él y, en algún momento, hasta le pareció a Leocadio que ella lo miraba con especial simpatía, pero nunca se atrevió a acercársele. La noche en que Martina se casó con Nicanor, Leocadio se emborrachó por primera vez en su vida.
Cuando Leocadio supo que Martina se había separado de Nicanor, se le hizo encontradizo. Martina lo recibió como amigo, pero estaba lo suficientemente escaldada como para pensar de nuevo en hombres. Leocadio, a fuerza de ternura y de paciencia, terminó por enamorarla: siempre atento, se preocupaba por la niña, la esperaba a la salida de su trabajo, se ofrecía para apoyar en las labores de la casa. Martina se resistió porque no quería dejar de comulgar en la Misa, pero el cariño de Leocadio terminó por convencerla.
Por eso Martina lloraba cuando llegaba la hora de la comunión. Para ella ése era el momento más importante de la Misa. “Es una cena –solía decir– y nosotros no podemos sentarnos a la mesa…”. Una vez el padre, el viejito gracioso, le dijo que por qué no metía su proceso ante el Tribunal Arquidiocesano para buscar la declaración de nulidad. El rostro de Martina se iluminó ante la posibilidad de poder comulgar de nuevo y anduvo de aquí para allá consiguiendo papeles, asistiendo a las citas en el Tribunal… hasta que, como espada que se clava en el alma, recibió las palabras definitivas: tu caso no procede. A Martina siempre le pareció incongruente que la declaración de nulidad pudiera conseguirse por muchas causales, pero que entre ellas no figurara la violencia de género. El marido podía malmatarte, pero tú seguías bien casada, como dijo el cura el día de la boda, “hasta que la muerte los separe”.
Así que Martina terminó por resignarse, pero nunca dejó de llorar a la hora de la comunión. Ahora que está embarazada de nuevo y tendrá un hijo de Leocadio, le contó su historia al nuevo padre, al “ideologizado”. El padre, después de escuchar toda la historia, intentó de nuevo hablar con el juez del Tribunal para decirle que la violencia de género tendría que funcionar como causal de nulidad. Pero la ley es dura y el padre recibió una carajeada de parte del Instructor de Causa, que lo acusó de no haber estudiado bien el derecho canónico. Indignado, el padre comunicó a Leocadio y Martina su frustrado intento, pero les anunció que los autorizaba a hacer una buena confesión para que pudieran comulgar, pero eso sí, les advirtió el cura, deberán comulgar en otro pueblo, no aquí en Kimbilá.
Leocadio se puso feliz, pero Martina nunca se animó a pasar a comulgar. Le parecía vergonzante tener que ir a otra iglesia. Además, ella había tomado clases de religión cuando era catequista, y aunque apreciaba mucho la intención del padre de ayudarlos, sentía que se iría al infierno si se atrevía a acercarse al altar para comulgar, siendo divorciada vuelta a casar.
Así que ahora que escuchaba a Leocadio quejarse de su llanto en la Misa, Martina se lo tomó muy a pecho. Leocadio era en extremo comprensivo con ella, así que sabía que un exabrupto como el que ahora le escuchaba significaba que el enojo iba en serio. Martina cerró los ojos. Así, arrodillada, le pidió a Dios consuelo. Le prometió no llorar más durante la comunión y que acompañaría a Leocadio a la manifestación a la que antes se había negado a ir, nomás para que él se sintiera contento.
Leocadio, junto con un grupo grande de su pueblo, se había opuesto a uno más de los caprichos del presidente municipal. Como Kimbilá no era municipio, sino apenas comisaría, el presidente en turno pensaba que podía tratar a la gente como si empleados de su rancho se tratara. Decidió el presidente cumplir una promesa de campaña, hacer un mercado, pero decidió hacerlo donde a él le dio la gana: justo sobre el campo de fútbol que el pueblo, no el ayuntamiento, había hecho y mantenido durante años en el centro de la población. La gente se manifestó en contra. Querían el mercado, pero no en el lugar de los caprichos del presidente. El alcalde se amachó. Comenzaron las manifestaciones. En Kimbilá eso no es extraño: ya habían logrado en una ocasión enfrentar el abuso de un presidente municipal que quiso imponerles a un comisario que la gente no quería. Las mujeres ocuparon la sede de la comisaría durante varias semanas hasta que lograron que se hicieran nuevas elecciones. El presidente no tuvo más remedio que aceptar repetir la contienda y, por segunda vez, fue derrotado en las urnas. Así que ahora, antes de que el pueblo se calentara más, el alcalde comenzó la construcción del mercado con la esperanza de que los recursos que ellos interpusieran en contra de su decisión se encontrasen ya con el mercado terminado.
Así que Leocadio, como lo hizo en ocasión de las elecciones, ahora estaba también en el movimiento contra la imposición del mercado. Martina, ya con el embarazo avanzado, no lo había acompañado a ninguna reunión. Por eso fue que, delante del altar, le prometió al Santísimo que, si le ayudaba a no llorar más a la hora de la comunión en la Misa, ella acompañaría a Leocadio a la manifestación, aunque su estado de gravidez estuviera tan avanzado.
Al llegar los dos juntos a la plaza del pueblo se llevaron una sorpresa: el juez había fallado a favor del pueblo y la obra del mercado quedaba suspendida. La manifestación se convirtió en una fiesta. Algunas señoras corrieron a comprar jamón y queso e improvisaron unas tortas. Los señores prepararon una olla muy grande de horchata. Cuando Martina recibió su torta y su vaso de horchata, pudo mirar el rostro alegre de su marido. Mientras agradecía a Dios ese momento en el fondo de su corazón, el padrecito, que estaba muy metido en el movimiento de protesta, se le acercó sonriente. Mientras ella se llevaba la torta a la boca, el padre le dijo:
-“Ya ves, Martina, en esta comunión sí que puedes participar. Aquí no hay nadie que te excluya”.
A Martina se le abrió el cielo. Comprendió que la improvisada cena era una verdadera Eucaristía. El triunfo de la unión del pueblo, la alegría de su marido, las palabras del padre, todo se juntó para que Martina se sintiera bendecida en aquel momento de privilegiada comprensión. Quizá por esa emoción, cuando sintió las primeras convulsiones, no se imaginó que el alumbramiento estuviera tan cerca. Apenas alcanzó a comentárselo a Leocadio cuando se le rompió la fuente. No hubo ya tiempo para trasladarla al hospital. Doña Deysi, que vive en la casa que está frente al campo, prestó su sala para que el niño naciera y para que doña Teté, la partera del pueblo que también estaba en la manifestación que se volvió fiesta, lo recibiera sin novedad.
En Kimbilá, en la noche del segundo triunfo de los pobres, María Martina tuvo un hijo. José Leocadio está feliz. Dios también.
P.D. Un abrazo grande a los pacientes lectores y lectoras de esta columna. Que tengan una feliz navidad.
P.D.2 Subyugado, esa es la palabra. Quedé subyugado por la voz y el talento de Gina Osorno. Hacía años, la última vez que escuché a Betsy Pecanins, que no oía tan bien interpretado blues. No la perderé de vista.