Tengo unos muy buenos amigos en Monterrey. Acaban de cumplir 30 años de matrimonio. Los observo cuando se miran a los ojos o cuando intercambian comentarios. Agradezco a Dios la oportunidad de gustar, aunque sea ocasionalmente y desde fuera, a través de la cercanía que nuestra amistad me ofrece, de un amor forjado en medio de las dificultades y vencedor de innumerables obstáculos.
Una vez conversé con un teólogo dominico. Me comentó que fue invitado a un extraño curso de teología en una universidad de los Estados Unidos. El curso se titulaba: “Bailando mi teología” y él no dejaba de preguntarse qué cosa podría aprender en un curso como ése, sobre todo cuando, leyendo las instrucciones, cayó en la cuenta de que no debería llevar la Biblia ni ningún otro libro de consulta, ni siquiera cuaderno y lápiz. Sólo se le pedía llevar ropa cómoda para participar en las sesiones.
Lo que descubrió al participar en aquel curso le cambió la manera de ver la vida. La propuesta partía de una toma de conciencia del propio cuerpo. El teólogo dominico descubrió que en los pliegues de la propia piel llevaba escritas las huellas de un diálogo amoroso con Dios. Aprendió a escuchar a su propio cuerpo, celebró sus sensaciones y supo al fin valorar hasta sus cicatrices. Reconocer en aquel curso que el cuerpo no es el equivalente a un traje que puede quitarse y ponerse, sino al revelársele como el lugar en el que realiza su existencia en el mundo –“yo soy mi cuerpo”– el teólogo dominico descubrió la falacia que se esconde, y que contumaz permanece contaminando toda nuestra reflexión teológica, detrás de una concepción dual de la existencia, que considera la materia y el espíritu como realidades opuestas y en continua competencia, valorando sólo lo espiritual y menospreciando lo que tuviera que ver con el cuerpo, la sensualidad, el goce de los sentidos, el placer, la celebración de la existencia.
¡Cómo –terminó confesando el dominico– pude predicar y escribir sobre el sacramento del matrimonio convirtiéndolo solamente en una lista de deberes y obligaciones, mientras excluía de mi reflexión moral, considerándola indigna de tratamiento teológico, la gloriosa celebración del amor corporal!
Quizá es este mismo descubrimiento el que hizo que el Padre Luis Alonso Schökel, notable jesuita y escriturista, escribiera, con su prodigiosa capacidad de síntesis poética, la hermosa introducción al Cantar de los Cantares de la que extraigo lo siguiente:
“Durante la semana que sigue a la boda los novios son rey y reina. Él y ella, sin nombre propio, son todas las parejas de la historia que repiten el milagro del amor… El tema personal lo domina todo. Pero la persona es la totalidad, no un alma que ama, no un reducto espiritual incorpóreo… al ver los amados la belleza del cuerpo amado descubren que el mundo es muy bello, como en el reposo genesiaco…. El amor del Cantar de los Cantares tiene, como todo amor humano, resquicios de temor, por eso no es del todo perfecto, porque nada humano lo es. Pero precisamente en su límite nos descubre el amor sin límites, sin sombras ni recuerdos de temor, la plenitud de amar a Dios y a todo en él”.
El Cantar de los Cantares es, así, una afirmación de cómo el cuerpo es camino a Dios. Esa es la razón por la cual el lenguaje de los grandes místicos –Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, Meister Eckart y el mismo autor del Cantar de los Cantares– es un lenguaje de amor humano, completamente erótico. Por eso el Padre Alonso considera indispensable añadir:
«A causa de estas honduras o alturas, que el amor descubre e ilumina instantáneamente, algunos lectores de este libro se han lanzado a ver inmediatamente en sus versos un amor desencarnado. Han olvidado a los amantes o los han petrificado en ficciones, en claves intelectuales… No es ese el camino. Quien no crea en el amor humano de los amantes, quien tenga que pedir perdón al cuerpo, no tiene derecho a remontarse… sólo afirmando el amor humano es posible descubrir en él la revelación de Dios ‘que es amor’. No se ha dicho cosa más alta de Dios. Ni del amor”.
Son muchos los matrimonios que conozco que, como mis amigos regios –cuyos nombres me reservo porque no les gusta este tipo de propaganda– viven a plenitud la excelsa comunión de las almas y de los cuerpos. El amor que se tienen es para mí un amor evangelizador, de buena noticia. No establecen esa falsa competencia que nuestras predicaciones sobre el celibato promueven, identificando, así sea por inercia, santidad con renuncia a la corporalidad. Benditos sean, pues, aquellas parejas que han comprendido que a los diez mandamientos habría que añadirles, a sugerencia de Eduardo Galeano, el undécimo: celebrarás tu cuerpo.
Colofón: Dice el Cardenal Martini: “No todos los hombres en la iglesia son sinceros… Quien ha vivido y trabajado tanto tiempo en la iglesia como yo, seguramente ha tenido que tratar con muchos hombres difíciles. Pero, a pesar de todos los problemas, prefiero dirigir la mirada a muchos hermanos a los que debo horas y años hermosos…” Me hago eco de la misma reflexión y quiero aquí dejar constancia de la humana integridad de don Raúl Vera, obispo de Saltillo, que inmerecidamente me ha llamado amigo, y al padre Roberto Coogan, y a Noé y Fernando, cristianos de la comunidad de san Aelredo, siempre en búsqueda, siempre creativos, y a Gustavo, y a Jackie, y a tantas hermanas y hermanos de esa iglesia particular de quienes no he recibido más que afecto incondicional y testimonios edificantes… si uno los mira, no puede menos que sentirse orgulloso de ser católico.
Me gustó mucho este texto. Me ha dejado pensando y creo que ese es el principal exito de cualquier escrito. Definitivamente se nos olvida eso… a fin de cuentas somos humanos, con todo lo que eso significa…negar cualquiera de nuestros elementos sería crearnos una idea falsa de lo que somos.
Si no fraguara el alma,/ junto a este cuerpo,,/ un deseo/ consumiéndose a la luz de la mirada/ -basamento inalienable de la gloria- /, el amor parecería un cataclismo,/ el silencio suspendido a la intemperie,/ ecuación indescifrable para ambos,/ para todos/ los amantes del amor inalcansable./ Los que tiemblan,/ amorosos en el vientre, de ilusciones
Tengo 24 años de casada y precisamente me decía que hemos vencido grandes obstáculos para mantenernos unidos y hemos luchado por el amor que pasa por mil etapas, por mil formas, del mas erótico al mas sublime y espiritual, después de tantos años el cuerpo del amado sigue siendo un refugio, una piel tibia, con un olor tan conocido donde poder reposar la cabeza. El verdadero amor exige mucho de nosotros mismos pero la recompensa no tiene precio. Gracias Raul por tus escritos tan inspiradores.
Resultaría cruel, desde mi percepción, si Dios nos hubiera diseñado tan perfectamente este cuerpo sorprendente, sensible, de posibilidades ilimitadas…en fin, tan capaz e inmenso…con la finalidad de probar nuestra resistencia a las «tentaciones». Por supuesto, tal inmensidad y perfección implícan RESPONSABILIDAD y SINCERIDAD.
A eso le llama Cristina Peri Rossi (que, refiriéndose a Julio, sostiene que hay amistades eróticas) escribir en estado de gracia…
Qué hermosa alabanza al cuerpo, al amor encarnado y, con el colofón, al amor compañero, fraterno, comunitario.
Me desarruga un poco el alma, que anda apretada por mirar otro cuerpo: el de un compañero golpeado por la policía estatal. Otra vez.