Iglesia y Sociedad

Crónica de la fugaz eternidad

23 Mar , 2009  

El ejercicio poético es una forma de contemplación. No es casual que muchos místicos y místicas sean, al mismo tiempo, entrañables poetas. El hallazgo poético tiene la densidad del fuego; aire inasible, el poema desvela y revela otro lado de la realidad. Es umbral de misterio, oblicua mirada que es, a la vez, opaca y transparente.

Cuando la teología, ese frágil intento de explicar el Misterio, desgasta las argumentaciones, entonces se hace imprescindible la mirada del místico, del poeta. Cuando se lee algunos de los versos cumbres de Juan de la Cruz (“Allí me dio su pecho, / allí me enseñó ciencia muy sabrosa, / y yo le di de hecho / a mí sin dejar cosa; / allí le prometí de ser su esposa. // Mi alma se ha empleado, y todo mi caudal, en su servicio; / ya no guardo ganado, / ni ya tengo otro oficio, / que ya sólo en amar es mi ejercicio”) uno intuye mucho más de Dios, así sea con una inteligencia no discursiva, que a partir de la lectura de alguno de los tomos de la Summa Teológica del Aquinate.

Rubén Reyes Ramírez es un poeta. Difícilmente pueda decirse cosa mayor de una persona. Como el místico, el poeta también está tocado por una realidad que lo sobrepasa. Ya en “Estrategia para tomar la flor” (CEPSA Editorial, Mérida 2003), Rubén Reyes había definido su quehacer poético:

Soy al cabo, un amante de la espiga,
obstinado y ebrio amante
de la flor en la región del alba en el latido.

Con mis herramientas:
la llama y la sombra,
del hervor de la rosa
o del milagro en el agua del barro,
soy cazador,
sacerdote y testigo.

Soy el profeta en la oquedad de la intemperie,
huérfano y desnudo,
medio sordo a lo lejos,
algo claro en el aire matutino,
medio triste en la lluvia,
elemental
y terco;
y, al cabo, ausente,
ladrón insomne del silencio.

Ahora, en un nuevo poemario, Rubén Reyes se convierte en cronista de una luz inasible, eterno fuego condensado y fugaz: el relámpago. Publicada por el Fondo Editorial del Ayuntamiento de Mérida el pasado mes de enero, la más reciente obra de Reyes Ramírez lleva por título “Crónica de un relámpago” y es un poemario constituido por cinco partes, acompañadas de una introducción y un epílogo.

Uno reconoce en este nuevo libro aquel ritmo al que Rubén nos ha acostumbrado en sus anteriores poemarios. Su prologuista, José Ramón Enriquez, (otro acierto de la reciente publicación: un poeta prologando a otro poeta, aunque el presentador sea más conocido en su calidad de dramaturgo), afirma: “Donde hay un poeta existen sonidos antiguos, y éstos son gemelos de las búsquedas más audaces… Como sonido antiguo o como audacia contemporánea, nunca podremos capturar el relámpago así como tampoco hablar siquiera de él. La esperanza es encontrar poetas que sigan su rastro en su propia experiencia y que nos comuniquen la historia personal de lo inasible y lo inefable”.

A más de sus obsesiones reconocidas (flor, nube, risco, gesto, ritual, resplandor, desvelo) me parece notar, en mi lectura de diletante, un nuevo acento en la poesía de Rubén Reyes que lo emparenta con José Emilio Pacheco: la insistencia en el derrumbe, en los escombros, en la caducidad que marca a nuestra época, aunque aborde el tema siempre con un toque de optimismo, lo cual lo distingue de la desesperanza del poeta capitalino:

De las hojas por el rocío que se esparcen,
de las uvas y el huerto en posesión de las campanas,
sólo me quedan los incendios claros,
sólo el perfume de la sombra sobre el campamento del derrumbe.

****

En la punta del risco del insomnio
hemos de pagarle al buitre eternamente
hasta que el agua limpie los escombros,
el hurto del fulgor
para la edad de la sonrisa.

¿Cómo puede la eterna luz esconderse y revelarse simultáneamente en la fugacidad del instante? He ahí el misterio del relámpago, definido en el diccionario como “resplandor vivísimo e instantáneo producido en las nubes por una descarga eléctrica”, pero por encima de una anquilosada definición, icono de la fugacidad, símbolo de la única y verdadera realidad, aquella que escapa a cualquier intento de posesión, y que, como la palabra misma, no es otra cosa que momentánea vibración del aire.

Yo creo que un poemario, a pesar de ser concebido y elaborado como un conjunto, cifra su suerte definitiva en el momento cumbre del hallazgo poético, aquellas fórmulas felices que atrapan en el ritmo y la imagen, en el reiterado juego entre sonido y silencio, un momento de revelación inefable. Yo encuentro en “Crónica del relámpago”, que por subtítulo lleva “Cantos de fuego amotinado”, muchos de esos momentos.

No quiero ser exhaustivo. Cuando releo lo que hasta aquí he comentado me parece que es ya suficiente para que las y los lectores se sientan invitados a tomar en sus manos la obra más reciente de Rubén. No resisto, sin embargo, la tentación de compartir desde esta columna semanal algunos de los fragmentos que más me han impactado y emocionado. Aquí está Rubén, de nuevo, intentando la definición de su particular ‘poiesis’, de su tarea como atisbador de misterios:

Es lluvia en el aire palpitando
la que incendia en la arena mi deseo:
soy una condición de asombro,
huella en desvarío por la hierba,
apenas un espasmo en la liturgia del sonido.

O esta hermosa descripción del lúcido instante de la revelación poética, momento en que lo cotidiano se quiebra por la irrupción del resplandor y que tanto me recuerda la saeta angelical que atraviesa el corazón de la mística de Ávila:

Soy apenas la intención del agua
anegando las grietas arteriales de la sombra,
soy un gesto lento en remanso por el escombro;
pero ocurre que se astillan los umbrales
y el pulso de los sueños penetra quietud por las comarcas en la arcilla de la tarde;
entonces es el aire puro el que inventa fulgor en la mirada,
entonces, nada qué decir ni qué hacer
ante la saeta crucial del júbilo,
sino dejarse transportar en la altivez de sus coronas ebrias.

Bienvenidos, pues, a este nuevo vértigo, a un sorpresivo látigo de lluvia poética. Bienvenidos a “Crónica del relámpago”, el nuevo poemario de Rubén Reyes Ramírez.


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