Iglesia y Sociedad

El temblor del atole (cuento)

25 Ene , 2016  

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La mujer maya está sentada delante del Padre Zacarías. Tiene el cabello canoso y el rostro transido por un rictus de tristeza. Cuando la luz del sol vespertino le pega en la cara, de repente, su ceño se frunce y las arrugas que pacientemente se han formado a lo largo de setenta años parecen hacerse más profundas. No es una confesión, dice, solamente vengo a contarle cosas que desde hace muchos años no me dejan dormir en paz. Cada vez que me confieso siento que quiero decirlas, pero no me había atrevido hasta ahora que, no sé por qué, usted me inspiró confianza. Mientras ella habla, el padre Zacarías le contempla las manos callosas que, con cierta gracia y apacibilidad, descansan sobre el albo hipil. Son las cinco y cuarenta y cinco de la tarde y aún faltan quince minutos para que la Misa comience.

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Miguel termina de envolver el frijol. Entrega el envoltorio de papel de estraza a la clienta que le ha pedido medio kilo. Ve pasar, mientras recibe el dinero del pago, a doña Imelda, la esposa de Gumersindo, el que se fue a trabajar a la zona chiclera. Es un secreto a voces que doña Imelda, cargada de tres chamacos, no encuentra su esquina para sostenerlos. Gumersindo está lejos, trepado allá en los cerros de Tzucacab, y rara vez encuentra quien salga de la selva para mandar con él algo de dinero para Imelda y sus hijos. El sol está que parte piedras, ¿qué buscará doña Imelda dándole vueltas a la manzana? Ya van dos veces que Miguel la mira asomarse a la puerta de la tienda y seguir después de largo.

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Fili abre los ojitos. No es fácil despertarse a las seis de la mañana para irse a la escuela. Ayer anduvo corriendo mientras jugaba busca-busca. Cuando después de desperezarse termina de vestirse, siente que el estómago le punza de hambre. Ayer no cenó. Su madre se acerca a componerle el cuello de la camisa para que el remiendo no se le note. Aprovecha decirle que no hay nada para desayunar, pero que no se preocupen, que seguramente cuando regresen de la escuela les esperará algo sabroso, que ella va a conseguirlo durante la mañana. Fili se agarra de la mano de su hermano mayor y sale para la escuela. Las punzadas en la barriga no lo abandonarán durante todo el día.

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Doña Ausencia anda buscando el saco de las naranjas. No quiere que su marido la descubra. Al fin, en la puerta de la cocina, camino al patio trasero, encuentra el saco gris. Entre las frutas, amarillas y olorosas, doña Ausencia coloca rápidamente los dos kilos de arroz que compró en la tienda de la esquina, los esconde bajo algunas naranjas y cierra de nuevo el costal. No puede dejar de pensar en su amiga Imelda, sola con tres chamacos y con el Gumersindo que sabrá Dios por dónde anda. Mateo, el esposo de Ausencia, ha pasado también largas temporadas en los campos chicleros, así que Ausencia sabe bien lo que se siente no tener ni un bocado para llevar a la boca de los hijos. Mañana por la tarde llevaré el costal a la casa de Imelda, piensa para sí doña Ausencia, no creo que Mateo se moleste porque yo le lleve algunas frutas, al fin que aquí en el patio tenemos tanta…

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Fernando sale apresurado del salón. Fili ya debe andar desesperado porque hace casi media hora que terminó su clase y con el hambre que se carga el canijo… Mañana, Fernando tratará de buscarse algunos centavos. Es sábado, así que podrá preguntarle a don Eusebio si quiere que le desyerbe el patio, o a la señora huachita que vive en el centro si no desea que le lave la camioneta. Hace tanto tiempo que no ve a su papá y que anda sufriendo los apuros a causa de la falta de dinero, que Fernando no entiende por qué su mamá se empeña en que siga yendo a la escuela y no se decide a dejarlo trabajar. De todos modos, mientras va por su hermanito Fili, Fernando piensa que apenas termine el cuarto año se va a amachar con su mamá para que ésta le permita trabajar. Así, Fili podrá terminar toda la primaria completita. Cuando, a lo lejos, Fernando mira a Fili sentado en el banco, casi puede escuchar el chillido de sus tripas. ¿Ya nos vamos? pregunta el chiquito, mientras a Fernando se le hace un nudo en la garganta.

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Miguel aprovecha que en ese momento no hay ningún cliente en la tienda y se asoma a la puerta. Ya son tres veces que Imelda pasa delante de la puerta sin entrar. Apenas está llegando Miguel al umbral cuando Imelda aparece en el quicio de la esquina. Miguel la saluda y la invita a pasar a la tienda. Imelda entra con la cara enrojecida de vergüenza. No he podido conseguir la despensa que cada mes me entregaba el padrecito, susurra Imelda, por eso le vengo a suplicar que me venda usted dos kilos de maíz, yo le aseguro que apenas pueda le saldo todo lo que le debo, ya me avisaron que Gumersindo vendrá pronto para estar en la fiesta del pueblo… Miguel pasa detrás del mostrador y, mientras envuelve los dos kilos de maíz impide que Imelda siga con sus justificaciones metiéndole conversación acerca de los juegos mecánicos que han llegado ya para la feria de Santa María Magdalena, patrona de la población. ¿Ya los vio usted qué bonitos? Nomás que comiencen a funcionar me manda usted al Fili, ya ve que no tengo hijos, así que con mucho gusto lo llevaré a que se divierta en los juegos… ¡Y nada de pretextos! Ya sabe usted cómo quiero a ese chamaco inquieto, y no se preocupe por los dos kilos de maíz, yo se los voy a apuntar a su cuenta y ya me los pagará cuando don Gumersindo llegue. Imelda voltea a ver para otro lado porque descubre que los ojos se le llenan de lágrimas y no quiere que Miguel la vea llorar.

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La puerta está entreabierta. Doña Úrsula es la señora que cada mes entrega las despensas que la iglesia reparte entre las familias necesitadas. Desde hace varios meses Imelda se ha apuntado en la lista de las beneficiarias, casi todas ellas esposas de chicleros. Imelda no entiende por qué hoy el padre Alejandro le ha pedido que pase hasta su cuarto. Como no ha encontrado a doña Úrsula en la sacristía, Imelda supone que no ha podido venir hoy. Entonces entra al cuarto del padre Alejandro con cierta sensación de que pisa un lugar sagrado. El padre Alejandro se levanta de su escritorio para saludarla. Junto a la puerta se apilan las bolsas con las despensas. De pronto el padre Alejandro, después de cerrar la puerta, se acerca a Imelda más de lo acostumbrado. Imelda, asustada, siente el olor de su aliento y la mano del padre hurgando bajo su hipil. Estoy muy solo, Imelda, igual que tú… dice el padre hablando bajito. Imelda retira la mano que el padre ha colocado sobre su pecho y arrebatándose alcanza a decir, ¡ay no, padrecito, si yo solamente vine por la despensa! antes de salir corriendo. El padre solamente acierta a decir ‘regresa por tu despensa’ mientras mira a Imelda marcharse sin voltear atrás.

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Imelda escucha que llaman a la puerta. Son las nueve de la noche y prefiere abrir el postigo para ver quién llega a esa hora y qué es lo que se le ofrece. La sonriente cara de Ausencia aparece entre los barrotes e Imelda se apresura a abrirle. Cuando Imelda se escapó de su casa con Gumersindo, todas sus antiguas amigas le retiraron su amistad, todas menos Ausencia que, desafiando a su familia, no dejó nunca de tratar con Imelda y de visitarla. Cuando Ausencia entró a la casa lo hizo cargando un saquillo de naranjas. Ya sé que es muy tarde, pero aproveché que los juegos mecánicos acaban de comenzar a funcionar para llevar a los chamacos para que los vieran. Claro que no se podrán subir ahora, sino hasta el sábado que su papá de ellos me dé algo de dinero, pero aproveché que están embebidos con los juegos para venir a verte y traerte este regalito. Son naranjas de mi patio para que le hagas unos juguitos a tus chamacos… y adentro le puse dos kilos de arroz, dice Ausencia hablando bajito, como si quisiera ocultar una travesura. Imelda le cuenta rápidamente que ayer no pudo darle a sus hijos más que una taza de atole de maíz, y cuando siente que la voz está a punto de quebrársele, abraza a Ausencia mientras ésta le susurra al oído, ya llegará Gumersindo, ya verás, segurito que para la fiesta lo tendremos por aquí. Es que estoy muy endeudada con Miguel, el de la tienda, dice Imelda. Pero Ausencia le dice, estrechándola aún más fuerte, mira que ese Miguel sí que es una buena persona, de las que no hay muchas en este pueblo tan lleno de prejuicios y de falsedades. Y qué importa que digan que es un maricón, que ya está grande y no ha querido casarse, si lo que Dios ve es el tamañote de corazón que Miguel se carga en el pecho. Mientras a lo lejos escucha la música de la feria, Ausencia continúa acariciando la cabeza de Imelda hasta que ésta para de llorar.

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Fernando atraviesa la oficina de la iglesia que está vacía. Desde el campo de fútbol alcanzó a mirar a su mamá y, dejando el juego, vino para ayudarla. Seguramente viene por la despensa que regala el padrecito, piensa Fernando, y pide a sus amigos que haya cambio, que entre a jugar Papaya, que él ya tiene que irse. Un chamaco de rostro risueño se prepara para entrar a la cancha mientras grita, sólo porque me vas a dar chance de jugar no te doy un madrazo, ya te dije que no me gusta que me digan Papaya. Fernando se aleja del campo de juego rumbo a la iglesia, pero al llegar no encuentra a su mamá por ningún lado. De repente oye el ruido de unos pasos que se alejan corriendo y alcanza a ver la espalda de su mamá que camina rápido, como si hubiera visto a un fantasma. Fernando quiere seguirla cuando escucha un sonido que no alcanza a distinguir. Viene del cuarto del padre Alejandro. ¿Será que este mes no alcanzó para las despensas? piensa Fernando mientras se acerca a la puerta del cuarto. De pronto se para en seco: lo que escucha es el ruido de un chicote. Sigiloso, Fernando se sube en un pretil alto y delgado para asomarse por la ventana del Padre Alejandro. No entiende lo que mira: el padrecito está hincado delante de un crucifijo, tiene la parte superior de la sotana abierta y las mangas le caen por la cintura. La espalda desnuda del padre está llena de marcas. Antes de caerse del pretil, Fernando alcanza a ver cómo el padre dirige el latigazo a su espalda ya enrojecida. El ruido de la caída de Fernando es apagado por el chasquido del látigo. Fernando se va corriendo lleno de miedo de que alguien pueda descubrirlo espiando. Mientras escapa, Fernando piensa que ni de loco se metería de padrecito, y entre jadeos se jura a sí mismo que no contará a nadie lo que acaba de ver.

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Ay padrecito, ya estará usted aburrido de tanta pena que vine a contarle. Gracias a Dios son cosas del pasado. Pero nada me quita de la mente aquel día en que Miguel, el de la tienda, me dio aquellos dos kilos de maíz. Había yo salido con sólo diez centavos en la bolsa. No había nada que se pudiera comprar con tan poquito dinero. Cuando andaba pensando angustiada qué iba a hacer para darle algo de comer a Fernando y a Fili cuando regresaran de la escuela, escuché las campanadas de la iglesia. Ya había tenido aquella mala experiencia con el padre Alejandro, pero no le guardé rencor al pobrecito… estaba tan solo el pobre…, además, no era tiempo de repartición de despensas… el caso es que me metí a la iglesia cuando ya iba a comenzar la santa Misa. Por un momento pude olvidar la angustia que me cerraba la garganta, de manera que cuando pasó la Úrsula para hacer la colecta, no dudé ni un segundo en poner en la canasta los diez centavos que llevaba. Al fin que nada se podía comprar con ello. Fueron diez centavos entregados a Dios por una hora de tranquilidad. Pero cuando salí de la iglesia, estaba sin un solo centavo. Si no hubiera sido por la generosidad de aquel don Miguel… seguro que usted no lo conoció padrecito, era un muchacho muy bien parecido que quién sabe por qué no se casó y que hace algunos años murió de una extraña enfermedad… bueno, fue su generosidad la que me salvó aquel día.

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Gumersindo pasa lentamente los ojos sobre las casas de su pueblo. Le parece que todo ha cambiado. No está arrepentido de haber pasado tanto tiempo en tierra de chicleros. Dios sabe que no había otro remedio, con lo difícil que está encontrar una manera decente de ganarse el pan. Le duele no haber visto algunos de los mejores momentos de Fernando y de Fili. Cuando Gumersindo se fue a los montes de Tzucacab, Fili no caminaba todavía y hoy está ya en tercero de primaria. Y Fernando… tan chambeador como su papá, ya anda comenzando la secundaria. Y todo por la bendita terquedad de su mamá, que prefirió ver cómo hacerle, pero que no permitió que Fernando dejara la escuela. Después de rechazar la cuarta cerveza que su amigo le ofrece, ‘no seas culero Gumersindo, si tienes a tu vieja como reina, te mereces un momento de respiro’, Gumersindo siente que el corazón se le estruja cuando piensa todas las veces en que Imelda tuvo que salir del paso sin dinero. Se despide del amigo insistente, se levanta de la mesa de la cantina y toma el camino a su casa. No volverá a irse otra vez.

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Corrí hasta la casa, padrecito. Eran ya las nueve de la mañana. No quedaba mucho tiempo antes de que los chamacos regresaran de la escuela. Puse a cocer el nixtamal y mientras se enfriaba corrí a pedir prestado el molino de mano que tiene Ausencia… sí padre, la misma Ausencia que ahora es ministra de la Eucaristía… ¡Ay Dios, nos conocemos desde niñas…! Entonces molí el nixtamal y preparé atole. Cuando los niños llegaron estaba yo terminando de servir las tazas. Puse también en el comal unas tortillas. Cuando Fili tomó, con las manos temblorosas del hambre, los primeros sorbos del atole, yo sentí que se me partió el corazón. ¿Por qué lloras mamá? Si está muy bueno el atole y las tortillas están muy sabrosas… Cállate, replicó Fernando a su hermanito, y tómate tu atole despacio, que te vas a atragantar. ¡Ay padre! Fue un día terrible. Hubo muchas veces más en que el hambre tocó a las puertas de nuestra casa, pero esa imagen de Fili con el atole temblando entre sus manos al recibirlo como primer alimento del día todavía tiene el poder de revolverme las entrañas. Gumersindo ya está aquí, es cierto, y que las cosas han mejorado también es cierto, pero… ¡Ay padrecito, es terrible la pobreza! Disculpe que yo le cuente estas cosas, pero con alguien tenía que desahogarme. Y ya le dejo en paz, porque ya es hora de que salga usted a la Misa.


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