La noticia, aparecida en el portal electrónico de la revista Proceso el 19 de octubre de 2021, es escueta. Apenas unas cuantas líneas. El título ya es sobrecogedor: “Veracruz: asesinan de 17 puñaladas al chef Miguel Ángel; colectivo denuncia crimen de odio”.
Miguel Ángel Sulvaran, nos cuenta la noticia, era un chef de apenas 25 años. Había dejado su ciudad natal, San Andrés Tuxtla, para venir a trabajar a Xalapa, la capital del estado. Su cadáver fue encontrado en su departamento, situado en el Centro Histórico de Xalapa. Un amigo fue quien descubrió su cuerpo, ya sin signos vitales, y dio aviso a las autoridades. El asesino le enredó la cabeza con una bolsa de plástico y le asestó 17 puñaladas. No sabemos si Miguel Ángel murió asfixiado y fue apuñalado después o viceversa. Probablemente la autopsia revele la causa física de su muerte.
La muerte de Miguel Ángel viene a sumar un nombre más a la larga lista de personas que, en razón de su orientación sexual y/o identidad de género, son salvajemente asesinadas en nuestro país. Una muestra más, profundamente dolorosa, de que la homofobia no es solamente un asunto de declaraciones en tuiter o feisbuk. O una simple discusión de principios morales. O un conflicto de visiones religiosas en pugna. Ojalá así fuera. Pero no es así. La homofobia mata. No solamente en un sentido figurado. Mata de veras. La homofobia secuestra y asesina. José Luis es el más reciente caso que nos recuerda esa verdad que tratamos de barrer, como el polvo, para esconderla debajo de la alfombra. Lo peor es que nunca solemos pensar que las víctimas tenían familias, amigos que los querían, compañeros de trabajo que los extrañan, participaban probablemente de alguna comunidad religiosa… ¡Podrían haber sido hijos o hermanos nuestros, por Dios santo!
En los archivos de la extinta Comisión Ciudadana Contra los Crímenes de Odio por Homofobia (CCCCOH) –de la que formaron parte líderes de opinión, algunos ya fallecidos, de la talla de Marta Lamas, Carlos Monsiváis (+), Luis Villoro (+), Teresa del Conde (+), Daniel Cazés (+), Homero Aridjis, Teresa Jardí, Miguel Concha O.P., Cristina Pacheco, por poner sólo algunos ejemplos– se encuentran los primeros datos que ofrecieron un panorama de cuán letal puede terminar siendo el prejuicio de la homofobia. Tan sólo en el último lustro del siglo XX (1995-2000), la CCCCOH documentó 213 ejecuciones contra personas homosexuales. Ahora, asómbrense: según un reporte de la Fundación Arcoiris, en este año 2021, veinte años después de ese primer recuento, contando solo hasta mayo, se habían registrado ya 87 crímenes de odio en la república mexicana, un repunte con respecto a 2020, año en que se registraron 43 asesinatos. En este año los estados mexicanos que encabezan la lista de crímenes de odio son Morelos, Veracruz, Baja California y Chihuahua.
La caracterización de los crímenes de odio tiene que ver con la forma del asesinato, que sigue un patrón bien definido: los cadáveres aparecen desnudos, con manos y/o pies atados, golpeados y con huellas de tortura y casi todos ellos apuñalados y/o estrangulados. Por otro lado, la información de las fuentes policiales suele calificar este tipo de asesinatos como “procedimientos pasionales que se dan en actos de homosexuales”. Y, aún en nuestros días –la nota de Proceso es una excepción a la regla– no son pocas las ocasiones en que la redacción de la nota en los medios suele informar que la persona asesinada es un hombre o mujer homosexual, que vivían solos y eran visitados por personas del mismo sexo, amén del prejuicio convertido en nota periodística: “individuo de costumbres raras”, y otras expresiones infamantes.
Uno se siente en un túnel del tiempo cuando lee noticias como la del asesinato de Miguel Ángel, no solo porque viene a nuestra mente el recuerdo de amigos y conocidos que han sido ultimados de esta manera, sino porque nos confronta, como un ventarrón que nos golpeara de manera súbita la cara, con la persistencia de la discriminación. Metidos a veces en sutiles discusiones, corremos el riesgo de olvidar que para muchas personas homosexuales, la homofobia es cuestión de vida o muerte. Podríamos hacer un resumen de atrocidades si comenzáramos a nombrar aquí a todas las personas homosexuales y transgénero contra los cuales se ha cometido crímenes en nombre del odio a la diversidad sexual. Pero no es éste un museo del horror. Baste decir que la extrema violencia y la saña con que muchas de las víctimas fueron ultimadas reflejan la retorcida lógica de los victimarios que no solamente tienen necesidad de infligir daño a la víctima, sino sienten la urgencia de castigarlas hasta el exterminio. Tal es el resultado de la radicalización patológica de los prejuicios que mantenemos y cultivamos.
Se ha avanzado mucho en las leyes, se me dirá. Pero la erradicación de la discriminación requiere no solamente de leyes. La discriminación es una enfermedad social, un cáncer que corroe nuestra convivencia comunitaria. A veces da la impresión que todos llevamos un discriminador en nuestro interior, que solamente espera la oportunidad para salir de su letargo y envenenar el ambiente social en el que nos desenvolvemos. La discriminación está basada en prejuicios que sostienen un trato de menosprecio a ciertos tipos de personas consideradas no sólo distintas, sino inferiores. Dichos prejuicios, desde luego, no son reconocidos como tales, sino que son adoptados por quien discrimina como si fueran verdades naturales e incuestionables. Esto es lo que se conoce como “falacia discriminatoria”, que induce a concebir las desigualdades como resultado de la naturaleza y no como lo que en realidad son: una construcción cultural. Es ésta la vía por la cual la discriminación encuentra su aceptación y su legitimidad.
La mentalidad discriminatoria no sólo busca aislar o marginar a quien considera diferente, sino que, en la medida en que lo distinto parece representar una amenaza para sus propios valores y certidumbres, puede llegar al deseo de su aniquilamiento. Uno de los siete tipos de discriminación más persistentes en nuestra sociedad mexicana es la discriminación por orientación sexual. No hay práctica discriminatoria que goce de mayor impunidad social que la homofobia.
Cuando escucho a personas afirmar a la ligera que todo lo que tiene que ver con la reivindicación de los derechos de las personas homosexuales se debe a una campaña internacional de oscuras intenciones, pienso en Octavio, en Sam, ahora en Miguel Ángel… y siento que no hay mejor manera de honrar la memoria de los/as asesinados/as en crímenes de odio, que no quitar el dedo del renglón. A pesar de fuerzas –estas sí, oscuras– que quieren perpetuar la discriminación con argumentaciones filosóficas y pseudorreligiosas, no descansar hasta que éste sea un mundo en el que quepan todos los mundos.