El último día del año nos toma siempre desprevenidos. Quizá porque cuando un año nuevo comienza uno se lo imagina de duración interminable. Arrojados después a las rutinas del trabajo y a los múltiples problemas de la vida cotidiana, caemos de repente en la cuenta del paso de los meses cuando amanece el 31 de diciembre. Es solo, desde luego, un umbral imaginario, pero nos confronta inevitablemente con la fugacidad de la existencia humana. Como dijera con precoz sabiduría el José Emilio de los años sesentas: “no me preguntes cómo pasa el tiempo”. La reciente muerte de quien fuera, de 2005 a 2013, el Papa Benedicto XVI corrobora nuestro sentimiento de estupor ante la fragilidad de nuestras vidas.
Dos acontecimientos se han entrecruzado para acompañar mi fin de año. El primero es haberme dado la oportunidad de participar en un seminario virtual con uno de los teólogos españoles que más respeto, Jesús Martínez Gordo. Concebido como la transmisión de los contenidos de uno de sus más recientes libros, Entre el Tabor y el Calvario. Una espiritualidad “con carne”, el seminario llevó por título: ‘Las nuevas espiritualidades (ateas y creyentes) y la justicia’ y revisó los elementos que resultan más atractivos de las nuevas espiritualidades hoy en boga (la no dualidad, el silencio y la transpersonalización) confrontándolos con la espiritualidad que emerge de los evangelios –jesu-cristiana, le gusta llamarla– en un ejercicio comparativo respetuoso y lleno de luces.
De especial relevancia me pareció su sistematización de la espiritualidad cristiana en torno a tres montañas presentes en la vida de Jesús: el monte de las bienaventuranzas, desde donde Jesús ofrece las estrategias de vida para quienes quieran seguirlo; el monte Tabor, desde el cual manifiesta anticipada y fugazmente su gloria ante sus discípulos; y el monte Calvario, en el que es ejecutado y culmina una vida de entrega y servicio. Se trata de este tipo de hallazgos que ofrecen tal claridad que nos preguntamos cómo no habíamos caído antes en la cuenta.
El segundo acontecimiento ha sido enterarme de la muerte de la religiosa católica Elaine McInnes, canadiense de nacimiento pero que durante muchos años prestó sus servicios en prisiones inglesas, acaecida el 30 de noviembre pasado. El artículo ‘Remembering the zen nun’, aparecido en la edición navideña de la revista británica The Tablet, ofrece una semblanza de esta religiosa que compartió la práctica del zen y el yoga en las prisiones en las que ejercía su apostolado, como una apuesta para convertir la dolorosa experiencia de la prisión en ocasión para una renovación interior a través de la sencilla práctica de sentarse en silencio, espalda erecta y ojos entrecerrados, enfocando la atención en el ir y venir de la propia respiración.
Nacida en 1924 en Nuevo Brunswick, provincia marítima oriental de Canadá, la hermana Elaine se convirtió en maestra de música después de estudiar violín en Nueva York y enseñó algunos años en el conservatorio de Calgary. Cuando Elaine tenía apenas 19 años, su prometido falleció trágicamente en un accidente aéreo. Diez años más tarde, en Toronto, ingresó al convento de las Misioneras de Nuestra Señora y tuvo su primer destino transoceánico en Japón, a donde partió en 1961 –en plena efervescencia por el Concilio Vaticano II– y donde tuvo su primer contacto con la meditación zen, la convirtió en su disciplina de vida, integrándola a su experiencia de espiritualidad cristiana, y, según sus propias palabras, ‘la escogí finalmente como mi servicio a los demás’. Para ello, vivió por un tiempo en un monasterio budista en Kyoto, bajo la guía del maestro zen Yamada Koun Roshi, y recibió en 1980, una de dos religiosas católicas que alcanzaron el grado, el título de “maestra antigua”. Cuando le preguntaban cómo era posible que fuera al mismo tiempo una religiosa católica y una budista zen, contestaba con sencillez que la meditación zen había venido a enriquecer su espiritualidad cristiana sin ponerla en cuestionamiento. Estas fueron sus lúcidas palabras cuando fue cuestionada en una entrevista: ‘No estoy estudiando una filosofía o una religión. Más bien estoy haciendo algo que requiere ausencia de pensamiento. Y que toma tiempo y silencio. La basura interior va desapareciendo gradualmente. No hay en esto nada de filosofía. No hay filosofía en la experiencia de paz.’
Elaine no se ancló, desde luego, sólo en esta experiencia de Tabor. Consciente también de los otros dos montes de la espiritualidad jesu-cristiana a los que aludía Martínez Gordo en su seminario, asumió la experiencia del calvario, es decir, del sufrimiento humano que repite la pasión de Cristo en los crucificados de todos los tiempos, y se dedicó a ofrecer este método silencioso que permite que la propia espiritualidad florezca (independientemente de la fe religiosa que se profese) y lo convirtió en un servicio a las personas privadas de libertad en las cárceles donde prestó sus servicios por más de veinte años. Sandy Chubb, maestro zen en Oxford, ha querido dejar en claro que la hermana Elaine nunca intentó sustituir la devoción cristiana con la práctica zen, sino que, usando la meditación zen como método preliminar que libera la mente de etiquetas y apegos humanos, pudo alcanzar estados de plenitud devocional cristiana. ‘Ambos son asuntos del corazón, pero no son lo mismo’, agregó.
En tiempos de extremismos que parecen irreconciliables y lejos ya de los aires renovadores del Concilio Vaticano II, la coincidencia de estos dos acontecimientos en mi fin de año personal, ha reactivado en mi interior la esperanza. Sea en la vertiente teórica –el seminario de Martínez Gordo– como en la vertiente práctica –la experiencia de vida de la hermana Elaine McIness– resuena hoy en mis adentros la posibilidad de una experiencia religiosa integral, que apunte a lo esencial del mensaje cristiano y no deje ninguno de los montes evangélicos de lado. Una espiritualidad atenta a los sufrimientos y dolores del mundo (Calvario), a la necesidad de experiencias sensibles del Misterio (Tabor) y a la opción por una vida de entrega, de desprendimiento y de servicio a los demás (Bienaventuranzas). Una auténtica experiencia con el Misterio de aquello que decimos cuando decimos Dios.
Termino deseando a las y los lectores de esta irregular e inconstante columna, un feliz año nuevo y compartiendo las líneas que escribí en honor de la hermana Elaine. Muy feliz 2023.
Los tres enamoramientos
1
Se llamaba Elaine McInnes y solamente sabía respirar.
El ocho de diciembre de 2022 se encontró con el verdadero aire.
La prisión de Phoenix, en el noreste inglés, floreció de repente
y los internos supieron que allá lejos, en Ontario,
había alcanzado vida plena
la que fuera su maestra de zen y yoga,
con ojos entrecerrados y espalda erecta.
2
El camino de Elaine trastocó su rumbo
cuando en 1943 enviudó antes de casarse:
entre hierros candentes yacía Jack
preso de un avión derribado por el viento.
La vida le ofreció una segunda chance
y, diez años después, ella tomó la oferta:
las misioneras de Nuestra Señora
fueron su nueva casa y su nuevo amor.
Su tercer enamoramiento fue en Japón,
a donde la llevó su celo misionero.
Escogido como pista de aterrizaje
su cristianismo se vertió en una nueva copa:
conocer el zen y enamorarse fue una sola y misma cosa,
camino de espiritualidad y de servicio.
El Monte Tabor no le hizo olvidar nunca
los montes del calvario y de las bienaventuranzas.
Vivió para todos aquellos que, privados de su libertad,
podían convertir la celda en oratorio
y regó el zen y el yoga
con generosidad incalculable.
3
Cuando la tarde se asoma plácidamente
por las ventanas de la prisión de Phoenix
y el sol su luz derrama sobre los hombros firmes
de un hombre o una mujer sentados
con la espalda recta y los ojos entrecerrados
vigilando en silencio el entrar y salir
del aire por sus narices,
entonces Elaine sonríe y eleva su copa
para hablar desde el cielo del último encuentro deportivo
o la receta de pavo encontrada entre los trebejos de la abuela.
Una mujer de fe y de servicio y de ojos curiosos.
Tras ella va el silencio.
30 de diciembre de 2022