Iglesia y Sociedad

EN CONTRA DEL SILENCIO

16 Mar , 1993  

Hay un mínimo de congruencia necesario en la vida de una persona, para no desquiciarse; en la vida del cristiano, esta afirmación es doblemente válida: si para el creyente, el punto de referencia no es Jesús, sus valores, sus criterios, su valentía, sus opciones, en fin, su vida toda, no merece el nombre de cristiano. Se trata, pues, no solamente de la salud mental, sino de la salvación de toda la persona.
Como cristiano primero, y como presbítero católico después, he recibido, desde mi bautismo, la misión de ser profeta; es señal de elección amorosa, pero es también carga pesada, fardo que consume, fuego que devora. El cumplimiento de la misión profética de la iglesia es un signo de su autenticidad y de su fidelidad a Jesús, el profeta fundador.
Hace algunos años se oía hablar de la «iglesia del silencio» cuando se hacía referencia a los países de la Europa Oriental: era la iglesia de las catacumbas, la que no podía manifestarse públicamente, la que sobrevivía en la oscuridad y en el anonimato. Era iglesia silenciosa, por impotente; callada por oprimida; y -no obstante esto- era una iglesia martirial, llena de Dios, sellada por el Espíritu.
El sobrenombre «iglesia del silencio» tiene, en nuestros días y en nuestro ambiente, un significado bien distinto. Se habla así de una iglesia silenciosa por cobarde; callada por acomodaticia; y -precisamente por esto- de una iglesia sin poder de convocación, llena de ritos y de actos religiosos, pero vacía de humanidad, huérfana de Espíritu.
Es cierto que creer que la iglesia está muda porque la jerarquía no se pronuncia con valentía y oportunidad sobre las cosas que atañen a la sociedad y a todo el pueblo de Dios, es tener una visión bastante estrecha de la iglesia. Pero también es cierto que esto no puede ser una excusa para el silencio culpable de los pastores, de quienes los cristianos esperan, con todo derecho, testimonio de vida y de reciedumbre profética.
Escuchar de un amigo cercano el calificativo de «iglesia del silencio» y sentir su mirada limpia llena de fraterno reproche y amistosa reconvención, me llenó de vergüenza y de ganas de escribir. Quiero que esta tribuna no sea la ocasión de un simple desahogo de frustraciones e inconformidades, sino la oportunidad de pensar nuestra realidad desde el evangelio, desde ese proyecto de vida igualitaria y fraterna que Dios concibió para la humanidad. Hablar proféticamente, para que el silencio -ese engendro del miedo- no gane la batalla; para que la iglesia, esposa de Jesucristo, sea cada vez más digna de su esposo, de quien comenta el evangelio: «Los jefes de los sacerdotes y los fariseos, al oír las parábolas que Jesús contaba, se dieron cuenta de que hablaba de ellos. Quisieron entonces arrestarlo, pero tenían miedo de la gente, que lo tenía por profeta» (Mt 21,45-46).


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