Uno convive con su cuerpo sin sentirlo. Quizá no haya mejor definición de salud que ésta: estoy sano cuando no tengo conciencia del funcionamiento de mi cuerpo. De la misma manera que cuando subo a un automóvil y lo pongo a funcionar, uno no se anda preguntando cómo circula el aceite, cuánto de gasolina se consume, cómo funcionan las palancas o cómo se activa el sistema de frenos con sólo pisar un pedal. Así es con el cuerpo cuando está sano: nadie vive preguntándose cómo funciona el hígado o si el cerebro tiene suficiente irrigación o si los huesos de las rodillas tienen suficiente mielina como para funcionar sin causar dolor alguno.
Es cierto que, aun en la plenitud de la salud, el cuerpo se hace presente aunque sea por breves momentos: cuando la tenaza del hambre se asoma, o cuando un placer extremo como el orgasmo te sacude, o cuando algunos traviesos mosquitos hunden sus aguijones en tus piernas en una calurosa tarde de verano, mientras disfrutas de la playa. Pero son momentos excepcionales. La mayor parte del tiempo no somos conscientes de nuestro cuerpo, y eso es bueno.
Algunas personas, por deformación profesional, se esfuerzan por estar más al pendiente del funcionamiento del cuerpo: los médicos, nutriólogos, entrenadores físicos… pero casi siempre se trata de cuerpos ajenos, lo mismo que un ingeniero, al entrar a una casa, se fija –a contrapelo de la mayoría– en dónde están los trabes y dónde las columnas sobre las que se asienta el techo, o los bibliotecarios aguzan sus sentidos cuando entran a una biblioteca y tratan de descifrar si los responsables del lugar han seguido el método Dewey o algún otro sistema al acomodar los libros en los estantes. Aun esa conciencia, sin embargo, es notoriamente minoritaria: ante la inmensa mayoría de las personas que conocemos una casa o una biblioteca nuevas y nos interesamos solamente en admirar la belleza de la distribución de sus espacios o el orden inmaculado con que los títulos aparecen en los estantes o brillan en las pantallas de las computadoras y facilitan la búsqueda de un libro, los ingenieros y bibliotecarios se antojan como agujas en un pajar.
Y aunque, regresando el tema del cuerpo, se multiplican en los medios de comunicación anuncios sobre dietas milagrosas y lectoras de noticias, como Lolita y Adela, se emplean en sus tiempos extras para anunciar en la televisión productos que milagrosamente curan todos los males, la convivencia con nuestros propios cuerpos suele ser tersa en los tiempos de salud y hasta temeraria, cuando la inconsciencia nos hace incurrir en excesos de comida o bebida y, entonces sí, el cuerpo hace presencia gimiendo por una vuelta a la normalidad.
Hay ocasiones, sin embargo, en que ese pacto de coexistencia pacífica entre uno y su cuerpo se rompe. Un accidente, una enfermedad inesperada, un golpe de mala fortuna y el panorama cambia radicalmente. El cuerpo se convierte en una presencia continua y molesta. Las manecillas del reloj comienzan entonces a deslizarse –literalmente– segundo por segundo. Desacostumbrados a atender a nuestros propios cuerpos, resulta pesado someterse a una rutina por demás inusual: ¿cuántas veces ya fue al baño hoy? ¿dónde siente el dolor más agudo? ¿no se había fijado usted que sus pies tienen la sensibilidad disminuida? ¿siente mareos? ¿tomó usted la pastilla apenas registró la sensación de inestabilidad?
Los especialistas en lengua y cultura judías sostienen que la palabra hebrea Shalom no ha de entenderse como un simple sucedáneo de la palabra Paz. Sobre todo en estos tiempos de violencia, en que para hablar de paz nos bastaría con que pararan las matanzas que asuelan a nuestra patria y dejaran de aparecer, como hongos venenosos, cadáveres de jóvenes y fosas clandestinas con restos de personas descuartizadas. Pero Shalom, dicen los que saben, no es equivalente a ausencia de guerra y de violencia. Shalom es un vocablo comprehensivo que abarca la plenitud en todos los campos de la vida: plenitud en la salud, en las relaciones interpersonales, en el ámbito familiar y social, en las relaciones con Dios. A este concepto ha de haber hecho referencia el Maestro de Nazaret cuando, despidiéndose de sus discípulos, según nos cuenta la tradición del discípulo amado recogida en el evangelio que solemos atribuir a Juan, nos dice: Mi paz les dejo, mi paz les doy, no como la paz que les da el mundo…
En estos momentos creo que, lo mismo que decimos de la palabra Shalom, podría yo decirlo de la palabra salud. No es simplemente la ausencia de enfermedades, sino la plenitud de bienestar de nuestros cuerpos y nuestras mentes (porque hay también enfermedades mentales). Ese estado de bienestar total se añora cuando, en circunstancias como las que estoy pasando ahora, uno se hace consciente del cuerpo y sus fragilidades.
Algunos pacientes lectores y lectoras de esta columna probablemente no lo sepan, pero estoy ahora recuperándome de un accidente automovilístico cuyas secuelas me han llevado a vivir, al menos por algunas semanas, consciente de mi cuerpo. Transitando el cruce de la calle 57 con 64 un autobús de pasajeros, de la línea 66 Ibérica, embistió mi automóvil dejándome algunas costillas rotas. “Un ángel grandote lo cuidó” dijo el policía que recibió el automóvil en el corralón al enterarse que había yo salido vivo, sobre todo considerando la ruina de vehículo que estaba recibiendo. “Un accidente con suerte”, me comentan algunos amigos, más proclives a tomar en cuenta el azar. “Algo quiere Dios de usted y por eso permitió que siguiera con vida”, me dicen quienes apuestan a una voluntad divina que decide el curso de los acontecimientos. A todos, mecanicistas, deterministas o partidarios del azar, les agradezco sus cuidados y sus buenos deseos.
Y aquí voy, en busca de la salud integral, aspirando a que dentro de muy poco la ausencia de dolores no sea el único objetivo. La recuperación es una bestia en galope, así que mi anhelo (y mi estricta obediencia a las instrucciones de los médicos) producirán en breve, estoy seguro, una completa inconsciencia de mi cuerpo, lo suficiente como para que, cuando me pregunten ¿cómo estás? pueda yo responder sin pensarlo mucho: “muy bien, gracias, y tú?”
DIOS TE GUARDE EN SALUD, QUERIDO AMIGO. UNA TIA MIA DICE:»SI DESPUES DE LOS 40 AÑOS TE DESPIERTAS Y NO TE DUELE NADA, ENTONCES ESTAS MUERTO»
Padre Raúl, espero pronto se recupere, gracias por seguir escribiendo aún en estas circunstancias.
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Padre Raúl, espero en Dios se recupere pronto y continuar con este hermoso apostolado que es evangelizar a través de sus artículos.Dios le bendiga
Me ha gustado su reflexión sobre el cuerpo, y creo comprender el espíritu. Creo, como el policía, que «un ángel grandote lo cuidó». Creo que ese mismo ángel nos ha cuidado a mi familia y a mí. En estos casos es difícil ser mecanicista. Recupérese pronto padre. Mucha gente espera e usted.