Iglesia y Sociedad

La sacralización de los símbolos

10 Nov , 2008  

Cuando me preguntaron qué sentido tenía para nosotros, yucatecos y mexicanos de hoy, celebrar la fiesta de la dedicación de la basílica de san Juan de Letrán, me quedé pensando largo rato. Ya hacerle fiestas a un edificio es asunto difícil de comprender. Lo es todavía más cuando se trata de un edificio que el 99.9 por ciento de los participantes de la Eucaristía no han conocido y, con mucha probabilidad, no conocerán.

No quise dar una respuesta simplemente convencional, porque la pregunta me planteaba un interrogante que no he logrado resolver del todo. Hubiera podido explicar la significación de las casas de oración, la importancia de los templos como lugares sagrados o la importancia que para la iglesia universal tiene la catedral del obispo de Roma. La respuesta hubiera sido correcta, al menos hasta cierto punto, pero totalmente insustancial. Es el tipo de respuestas que termina calificando la falta de respeto a un edificio como un sacrilegio, pero no considera sacrilegio, por decir algo, la violencia contra las mujeres.

Y es que me parece que la pregunta ofrece una valiosa oportunidad para plantear un asunto más de fondo, en cuanto que revela uno de los aspectos más peligrosos de la religión: la sacralización de las cosas. Me explico. Hay un cierto sentido simbólico que otorga a las cosas una nueva significación. Estos contenidos simbólicos tienen como objeto señalar a una realidad que está más allá de los puros sentidos. Son el origen del arte y de las expresiones más visibles de las religiones. Ya Ludwig Feuerbach se refería a este tema cuando decía: “Basta interrumpir el curso ordinario y habitual de las cosas para atribuir a lo ordinario una significación que no es ordinaria, a la vida en tanto que tal, una significación religiosa. ¡Santo sea pues para nosotros el pan; santo sea el vino, pero santa sea también el agua! Amén”.

Algo pasa, sin embargo, que los seres humanos solemos pasar sobre el sentido simbólico de las cosas como si tuviéramos una aplanadora. Nos quedamos en la realidad simbólica como si ésta fuera una finalidad en sí misma. En vez de, a partir de la contemplación de un hermoso templo, lanzarnos al misterio de la íntima unión que, en virtud de la encarnación, existe entre Dios y nosotros… ¡le hacemos la fiesta a un edificio!

Las mediaciones simbólicas son antropológicamente indispensables, dirá algún seguidor de Mircea Eliade, y dirá bien. Una religión sin contenidos simbólicos y hasta lúdicos es lo más aburrido que pueda encontrarse. Algunos amigos que pertenecen a iglesias surgidas de la reforma luterana me han confesado que miran con cierta nostalgia la variedad de expresiones simbólicas de los ritos indígenas y católicos.

¿Cómo encontrar, entonces, un equilibrio entre esta necesidad de expresar lo que sentimos a través de símbolos cargados de sentido y la necesidad, igualmente importante, de no sacralizar los símbolos y quedarnos en ellos de manera casi idolátrica? La falta de equilibrio que actualmente constatamos constituiría ya una preocupación válida, porque convierte a los símbolos, llamados a ser puerta de entrada para el Misterio, justamente en su obstáculo mayor.

Pero no todo termina ahí. Me temo que en la sacralización de algunos símbolos haya la intención (ingenua o perversa) de robar mordiente histórica al mensaje fundamental del cristianismo. Practicante como soy del “sospechosismo” teológico, me pregunto si, por ejemplo, sacralizar en demasía las especies eucarísticas no nos ha llevado a perder el sentido básico que tiene una comida: compartir, distribuir, nutrir. Algunas devociones eucarísticas preconciliares adolecían de esto. Todavía hoy, cierta insistencia en la adoración eucarística, desligada de los contenidos sociales del signo eucarístico, termina por promover un culto alienante.

Sé que en estas cosas –especialmente si de religión se trata– se camina sobre una cuerda floja, pero no me parece que esa sea razón suficiente para dejar de plantearnos preguntas pertinentes. Las religiones organizadas, todas ellas (véase si no el grado de organización y burocratización al que han llegado ciertas formas de budismo), pueden caer en estos excesos. En el caso del proyecto de Jesús, proyecto de vida abundante para todos y todas, conseguido a fuerza de poner en práctica una hermandad sin límites, hay que cuidar que no se pierda lo esencial. Ya se sabe que los seres humanos somos especialmente hábiles para convertir fuegos, cuya finalidad era incendiar el mundo y transformarlo, en domesticadas chimeneas que encendemos y apagamos a nuestro antojo.

Colofón: Miro el espectacular con rabia: “Pena de muerte para asesinos y secuestradores”. La misma propuesta en Monterrey que en Mérida. No es solamente el hecho de que dinero público se use para promover un Estado asesino, que se pone a la misma altura que los delincuentes, sino que el desafortunado anuncio es del autodenominado “Nuevo Partido Verde”. No deja de escandalizarme que la tradición de los partidos verdes, tan apreciada en los países europeos, esté convertida en México en este remedo tan vergonzoso.


2 Responses

  1. Kalycho Escoffié dice:

    Somos seres sumamente sensibles, necesitamos de los sentidos para vivir, para creer, para entender. ¿Defecto o virtud de nuestra raza? Ninguno de los dos. Definitivamente los símbolos tienen una belleza en sí mismos ya que su compromiso con la humanidad a lo largo de los siglos ha sido ayudarla a expresarse, a comunicarnos y entendernos (hasta cierto punto) unos a los otros. Como estarán pensando, los símbolos no han cumplido esta misión al 100%, debido a que nosotros los humanos solemos quedarnos en la parte externa, la parte sensible, en el símbolo, en lugar de ir más allá: a lo profundo del entendimiento, la razón y la fe, estas tres fuerzas que coexisten mutuamente y conforman la espiritualidad de las mujeres y hombres.

    Los símbolos son el primer escalón, el punto de apoyo, por lo que permanecer sobre ellos sin seguir escalando y pretender que se ha llegado a la cima es simplemente ridículo. Es urgente que los símbolos sean los sirvientes de la fe y no los transformemos en la fe misma, convirtiendo la religión en una idolatría y la espiritualidad en un oscurantismo.

    Los templos como construcciones arquitectónicas son el símbolo del templo de Dios, el cual somos toda la humanidad. El templo no son los muros, sino las personas que compartiendo, participando en esa Comunión de fe, forman el cuerpo de Cristo.

    Sobre el Colofón: Lo mismo pensé cuando vi esos espectaculares. Ponen ahí un teléfono para que “oigan nuestra voz”, sino recuerdo mal era 01 800 282 9999. No estoy seguro, creo que era ese, sería bueno que demos nuestras opiniones. No creo que quiten los espectaculares por eso, pero no hay que perder la fe en que la persona que conteste se cuestione a sí misma su propuesta de hacer legal los homicidios a manos del Estado.

  2. Paul Baumgartner dice:

    gracias!
    seré otro lector de su columna virtual.
    saludos desde tijuana

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