“El problema no es el Papa, sino el Papado”, titulaba el teólogo español José María Castillo uno de sus más recientes artículos. Creo que es una formulación muy afortunada. Ahora que la Sede está vacante es una buena oportunidad para que todos los bautizados y bautizadas comencemos a conversar sobre los cambios estructurales que nuestra iglesia necesita. No se trata de mirar solamente quién será el nuevo Papa nombrado, sino atrevernos a revisar con ojos de Evangelio la manera como estamos organizados.
En este sentido puede resultar interesante leer el artículo de Eduardo Hoornaert titulado ¿Cómo entender el Papado? Algunos apuntes de orden histórico, que se publica en el portal electrónico de Koinonia. Un repaso histórico de las circunstancias en las que creció el poder el Obispo de Roma son una buena medicina para quienes piensan que el gobierno de la iglesia fue siempre de la misma manera como es hoy y que se imaginan a Jesús casi casi poniéndole la mitra y el báculo a Pedro, el pescador.
Nos recuerda Hoonaert que es hasta el siglo IV cuando el Patriarca de Roma comienza a ostentar títulos que subrayan desigualdad, como Sumo Pontífice, Príncipe de los Apóstoles, etc., y avanza la estrategia romana de buscar el control de los demás obispos. Antes de esta fecha, hasta mediados del siglo IV, el Papa no intervenía en las decisiones tomadas en las reuniones de Obispos, que eran libres y soberanos. El cisma de 1054, que dividió la iglesia entre católicos y ortodoxos, fue justamente la reacción final de los patriarcas de oriente a las tensiones generadas por el intento del Patriarca de Roma de imponerse sobre los otros patriarcados de Oriente.
Esta visión histórica (es un artículo largo el de Hoornaert, que vale la pena leer) nos sirve para que, en palabras del propio autor, sea más fácil “comprender que el papado es una construcción histórica condicionada por el tiempo y por el espacio, como todo lo que el ser humano hace. Y todo lo que el ser humano construye puede ser de-construido, remodelado o substituido por algo que sea más adecuado a las exigencias del momento”. La intención del Concilio Vaticano II fue, entre otras cosas, indicar los caminos para la superación de un papado absolutista con la introducción de la categoría de colegialidad en toda la iglesia. En ese campo, sin embargo, el Concilio es todavía una higuera que no da frutos.
Y sí: una de las tareas más importantes que toca realizar a nuestra generación es la de-construcción de un modelo de relaciones intraeclesiales que, no solamente resultan inviables para responder a la nueva cultura de los derechos humanos, sino que no parecen tener mucho que ver con los principios evangélicos. Construir una iglesia de iguales, respetando el mandato de Jesús (“porque todos ustedes son hermanos…” Mt 23,8), es una de las tareas que podrá contribuir a reconciliar a la iglesia con los hombres y mujeres de hoy, y eso requiere de una profunda reforma que recoloque al Papado en su servicio auténtico y lo aleje de los peligros absolutistas.
Mucha gente se siente inquieta por las críticas que se escuchan en los medios de comunicación. La renuncia de Benedicto XVI ha tenido, entre otras cosas, el efecto de replantear muchas de las asignaturas pendientes para la iglesia y de sacar a la luz pública algunas de las malas decisiones tomadas por autoridades eclesiásticas, sobre todo respecto al doloroso problema del abuso de niños y niñas a manos de ministros religiosos. Esta avalancha de críticas puede causar cierta desazón en las y los creyentes, pero en medio de tanta alharaca podemos escuchar la urgente llamada del Espíritu a una reforma radical de la iglesia. Si, en lugar de solamente defendernos, comenzáramos por aceptar que ha habido debilidades severas en el encaramiento de algunos de los problemas que nos han aquejado en los últimos años, iniciaríamos, sin duda, un camino de conversión.
Un problema, al que sólo me referiré breve y tangencialmente, es el de los comunicadores católicos, presbíteros y laicos/as, que en prensa y radio insisten solamente en el aspecto “espiritual” de la elección del Papa como si la inspiración del Espíritu Santo fuera el único elemento del que dependiera el resultado del proceso electoral, dejando de lado las necesidades de la iglesia, las angustiosas situaciones por las que el mundo pasa (pobreza, desigualdad, desastre ecológico…), y como si la utilización de un discurso teológico medieval pudiera ocultar los graves problemas a los que tiene que enfrentarse la institución debido a sus conflictos internos. Esta es una irresponsabilidad de parte de comunicadores y voceros de la iglesia que dejan a los católicos y católicas de a pie sin argumentaciones serias y razonamientos sólidos frente a la avalancha de severas críticas que se esparcen en los mismos medios en los que ellos hablan. Quedé sorprendido hace algunos días cuando, escuchando una estación local de radio, oí a un comentarista católico decir que la primera decisión fundamental del nuevo Papa era… ¡la elección de su nombre! Como reza el refrán: con amigos así, para qué queremos enemigos. A propósito de este tema puede servir mirar el artículo de la teóloga Ivone Gebara La elección de un nuevo Papa y el Espíritu Santo.
Diré una última palabra sobre el Papado. Muchas personas se preguntan cómo será posible iniciar la reforma que la iglesia católica necesita si toda la maquinaria institucional, incluyendo su normatividad canónica, defienden de hecho el absolutismo papal. El asunto no es simple. Pasa, sí, por la elección como Papa de un hombre abierto al Espíritu y a los desafíos de nuestro tiempo, dialogante y conciliador, que apueste por la colegialidad e inicie el desmantelamiento y renovación de las estructuras que le otorgan el poder absoluto. Pero también, al mismo tiempo, requiere que los católicos y católicas de base comencemos a hablar sin miedo de estos temas, a dejar de considerar cada crítica a la institución como una traición, a empeñarnos en una búsqueda sincera de una convivencia intraeclesial que nos acerque más al mensaje del Evangelio.
Hay formas en las que la iglesia podría comenzar a cambiar sin necesidad de muchas modificaciones legales. Incluso en asuntos tan difíciles como los procesos de elección de un nuevo Papa. Como bien señala Giovanni Franzoni (antiguo Abad benedictino, presente en la última sesión del Concilio) en la revista “Confronti”, en un artículo reproducido en el portal electrónico Redes Cristianas, “…en el pasado también ha habido cardenales laicos. Si se esto pudo hacerse para honrar a las grandes familias de los patricios católicos, también podría hacerse para enriquecer el Colegio con el que el Papa se confronta y se aconseja antes de convocar los Sínodos. Esta ventana abierta en el Colegio de los Cardenales existe. Y a través de las ventanas abiertas pueden entrar moscones molestos pero – ¿por qué no? – también golondrinas. Una vez, en el Concilio Vaticano II, un obispo de la India preguntó si para las tareas de alto nivel que pudieran ser encomendadas a los laicos (tales como la administración o las nunciaturas apostólicas) no podrían ser nombradas también las mujeres. Así, sin pasar por la difícil cuestión de la ordenación sacerdotal de la mujer –vista con recelo por las mismas feministas y detestada por los conservadores– el nuevo Papa fácilmente podría ampliar el Colegio de Cardenales a 50 mujeres. Nada que objetar ni siquiera por el Derecho Canónico actual”. Esta opinión de Franzoni, por audaz que parezca, modificaría sustancialmente el panorama electoral de un nuevo Papa y es una muestra de cómo podemos ir encontrando entre todos un itinerario en el que se aborden los cambios parciales que vayan contribuyendo a la reforma de la iglesia.
Termino estas reflexiones con las palabras de Koldo Aldai, en un artículo ¿Nuevo Papa?, publicado en el portal electrónico de Eclesalia: “No desearíamos un nuevo y pomposo Papa, desearíamos una refundación integral de una institución tan anclada en la Edad Media… La humanidad, en vías de emancipación de tutelas de todo orden, no puede aceptar más sumisión que a los principios y valores universales que pregonó Jesús; no puede asumir más devoción que aquella debida al resto de la humanidad, sobre todo a aquella más sufriente… Lo proclamamos por supuesto con todos los respetos: no desearíamos nuevo Pontífice, preferiríamos un hermano en Roma, falible, de carne y hueso, camisa y pantalón. Si alguien nos preguntara, quisiéramos un conocedor del ser humano y sus desafíos, no de la letra y las formas que caducan; un abridor de nuevos caminos, un abrazador de otros sentires, un ingeniero puenteador con otros credos. Desearíamos un hombre, una mujer en el Vaticano que día a día se preguntara, no cómo defender el imperio de la fe, sino cómo extender el principio de solidaridad universal, de fraterno amor; que en cada momento se interrogara cómo caminaría el Nazareno por las inciertas, convulsas, pero al mismo tiempo esperanzadoras, avenidas de nuestros días”.
"Y sí: una de las tareas más importantes que toca realizar a nuestra generación es la de-construcción de un modelo de relaciones intraeclesiales que, no solamente resultan inviables para responder a la nueva cultura de los derechos humanos, sino que no parecen tener mucho que ver con los principios evangélicos…"
El Papa y el papado, columna Semanal de Raúl Lugo.