Iglesia y Sociedad

Las nuevas familias

19 Ago , 2013  

Con el matrimonio de Javier y Ricardo ante un juez de lo civil, se ha inaugurado una nueva época en nuestro estado. Yucatán se ha convertido en un estado más de la República Mexicana en que el matrimonio entre personas del mismo sexo se ha convertido en una realidad innegable. Si atendemos a lo que sucede en otros estados, es posible que no pase mucho tiempo para que esto termine por convertirse en una realidad común en todo el país, hasta que México ingrese en el número cada vez más creciente de naciones que han legislado a favor del matrimonio universal. No soy adivinador del futuro, es solamente que me parece una tendencia irreversible. Cuestión de tiempo.

La formalización de la unión de Ricardo y Javier ante la ley es el fruto de una batalla desigual emprendida desde hace muchos años por un grupo numeroso de organizaciones civiles. Yucatán es el primer estado en el que se pugnó por el matrimonio universal, antes incluso de que fuera una realidad en el Distrito Federal, aunque hubo organizaciones locales que prefirieron ir tras las sociedades de convivencia y se escindieron del movimiento mayoritario. Alguien deberá escribir ordenadamente esta historia, que data ya de varios años. Pero no quiero desviarme del tema que quiero abordar aquí. La unión de Ricardo y Javier, más allá de un asunto privado, ha venido a poner sobre el tapete de la discusión y reflexión públicas la existencia de familias homoparentales. No son, desde luego, Javier y Ricardo las primeras ni las únicas personas homosexuales de Yucatán que comparten sus vidas. Existen numerosas parejas que, sin el reconocimiento de la ley, llevan una vida estable de pareja y conforman familias.

Hay quienes consideran la diversidad sexual como una realidad enriquecedora, una bendición. Para este tipo de personas, el matrimonio de Ricardo y Javier ha significado una buena noticia. Hay también muchas personas que consideran que tal reconocimiento constituye una catástrofe antinatural. Sostienen que el matrimonio entre personas del mismo sexo se alza contra los valores de la familia auténtica y se opone, por ello, a la ley natural. Ambas posiciones tienen argumentos que vale la pena considerar. En un debate abierto es necesario que aprendamos a escuchar voces diversas y a sopesar las razones de ambos bandos. El debate tiene muchas aristas. Sobre algunas de ellas he dado mi opinión en este mismo espacio. Quisiera hoy aludir a la idea, apoyada a veces con argumentaciones religiosas, que sostiene que el matrimonio constituido por personas del mismo sexo no podría ser considerado familia y compartir con las pacientes lectoras y lectores de esta columna, algunas ideas que pueden contribuir a ampliar la discusión.

Nací en una familia de tradición cristiana y estoy agradecido a Dios por ello. Mi familia, como la de tantos, es una familia común, con muchas virtudes y muchos defectos; humana, pues, como todas las familias que me rodean. La vida me ha llevado a conocer familias de todo tipo: nucleares y extensas; monoparentales, biparentales y otras donde la experiencia de paternidad y maternidad ha sido generada por otros miembros familiares como tíos o abuelos; familias conducidas por mujeres solas o varones solos; familias con vínculos legales y religiosos y familias que consideran innecesarias las formalidades jurídicas; familias homoparentales que mantienen relación con hijos/as tenidos en anteriores relaciones; familias donde la realidad del divorcio coloca a los hijos/as frente a una experiencia de relación compleja con la nueva familia del papá y de la mamá… y así podría enumerar muchas más modalidades de familia que conforman el panorama actual, diferente años luz de aquel monolítico modelo familiar de apenas hace un siglo.

Una de las cosas que la vida me ha enseñado es que la clave de la felicidad de una familia (no la felicidad teórica de las pláticas de orientación familiar, sino aquella de carne y hueso, la felicidad posible) no estriba en la conformación de dicha familia, sino en el tipo de relaciones que se establecen entre sus miembros. Y creo que esta conclusión podría ser compartida por cualquier observador desinteresado de los cambios registrados en los últimos años en ésta que es la estructura social mínima, o al menos, la más cercana al proceso educativo de los seres humanos, sobre todo en la etapa de la infancia.

Por eso pienso que pretender que haya un solo modelo válido de familia es un error histórico y sociológico. Y, en el caso de las confesiones cristianas, puede ser hasta un error teológico, si a las fuentes de nuestra fe nos referimos. Me alegra mucho que el credo, consenso difícilmente logrado en la historia de la iglesia católica, no incluya “creo en la familia”, y mucho menos en determinado tipo de familia. Quisiera que todas las familias, como quiera que estuvieran conformadas, iluminaran su experiencia relacional con las enseñanzas del evangelio. Pero no creo que eso se logre haciendo de la defensa de un solo tipo de familia una bandera que genera exclusiones y consagra desigualdades.

Para no hablar del Primer o Antiguo Testamento, las Escrituras judías, en donde las familias que aparecen están muy lejos de corresponder al reciente modelo de familia nuclear (pensemos solamente en la poligamia), la misma tradición cristiana no es unánime en lo que toca a la consideración de la familia. Hay, cuando menos, dos tradiciones que se debaten en los textos bíblicos neotestamentarios. Existe, sí, la tradición deuteropaulina en la que el hagiógrafo, deseoso de insertar a las comunidades cristianas en la sociedad grecorromana de finales del siglo I, incorpora a su reflexión las tablas de deberes o códigos domésticos que trataban de modelar las relaciones del hogar de acuerdo con las normas de decencia prevalecientes en dicha sociedad. El molde de la época llamaba a los esclavos, a las mujeres y a los niños, a someterse a sus amos, a sus maridos y a sus padres, respectivamente (Efesios 5,21 – 6,9; 1Tim 2,9-15; 6,1-2), apuntalando el modelo de familia patriarcal vigente y que continuó siendo mayoritario durante muchos siglos en el occidente cristiano.

Pero existe otra tradición, que se reclama al Jesús histórico según los evangelios, bastante menos benévola con la tradición patriarcal de las familias. Hay testimonios de cómo el anuncio del evangelio viene a traer división y no unidad en el seno de las familias (Lc 12,51-53), testimonios de relativización de la estructura patriarcal (Mt 23,9) e incluso de rechazo a los vínculos familiares (Mt 8,21-22; Lc 9,61-62) y, todavía más desconcertantes, están las palabras de Jesús relacionadas con su familia (Mc 3,31-35). Si a esto añadimos la experiencia de las difíciles relaciones de Jesús con su propia familia, tal como nos la narran los evangelios (Mc 3,21; 6,4; Jn 7,5), se nos ofrece un panorama en el que, si algo queda claro, es que para Jesús, máxima revelación de Dios para los cristianos, ni la familia es intocable, ni lo más importante, ni las relaciones de parentesco son lo fundamental. Los testimonios sobre la experiencia de Jesús con que contamos son abrumadores: dejó la familia en que vivía, no se casó ni formó un hogar, fue crítico con la institución familiar y con los vínculos de parentesco.

Y no es que Jesús estuviera contra la familia. Deducir esto de los textos que comentamos sería de una simpleza rayana en la insensatez. Lo que pasa es que para Jesús lo más importante, lo verdaderamente fundamental, son las relaciones libres y basadas en el amor mutuo, justo el tipo de relaciones que él describe como esenciales para la vida eterna (Lc 10,25-28). Por eso conforma con sus discípulos un nuevo tipo de familia, y les advierte severamente no repetir en esta nueva experiencia relacional, los criterios de desigualdad que prevalecían en las familias de la sociedad patriarcal de su tiempo (Mt 20,20-28; 23,8-12). Una nueva familia sin el lastre de la figura del patriarca (Mc 10,28-31). Toda familia que se precie de ser cristiana debería ajustarse a los criterios propuestos por Jesús. Pero no cabe duda que para lograrlo, tendría que desmantelar muchos de los condicionamientos socioculturales con que se ha ido conformando a lo largo de los siglos.

Si a esto añadimos datos provenientes de la historia documentada de la iglesia católica, como el hecho de que hasta el año 845 el matrimonio se justificaba entre los cristianos por razones de derecho civil romano y no por argumentaciones teológicas, o que la primera vez que se atribuye al matrimonio un carácter religioso es hasta el Concilio de Letrán, en el año 1139, o que el Concilio de Verona, en 1184, es el primero que se refiere al matrimonio como sacramento (tal como entendemos ahora esta categoría teológica), entonces ponderaríamos más detenidamente los actuales cambios que se suscitan dentro de las familias y tal vez, sólo tal vez, dejaríamos de atribuirlos a fuerzas malévolas (como la revolución sexual y la ideología de género) cuyo único fin sería destruir la civilización occidental. Me temo que las cosas son mucho más complejas que eso. Bienvenido sea, pues, el debate sobre las familias, a condición de que se reconozca que las cosas no son monocromáticas o, apenas, en blanco y negro.


4 Responses

  1. Basado en la vida…viva la vida!

  2. Bienvenido el debate, siempre y cuando sea, como en este caso, basado en evidencia historica, biologica, sociologica y psicologica.

  3. siempre es muy enriquecedor leerlo.

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