El domingo pasado celebramos en toda la iglesia católica latina la fiesta del Bautismo del Señor, con la que se concluye el tiempo de la navidad. Hay algunas personas a las que les extraña que la celebración de la navidad se extienda hasta este domingo. Acostumbrados a dejarse guiar por los dictados de la mercadotecnia, hay personas para quienes el tiempo navideño comienza desde el mes de octubre, cuando, aun antes de que llegue la celebración de los fieles difuntos, las tiendas se llenan de renos y gordos barbones vestidos de rojo. Y se termina cuando ya no hay árboles navideños ni esferas a la venta en los supermercados. Para la liturgia de la iglesia, en cambio, el tiempo de navidad inicia con la noche buena y concluye el domingo siguiente al 6 de enero, con la fiesta a la que ahora hago referencia.
La fiesta del bautismo del Señor nos recuerda varias cosas importantes a las que quiero referirme en esta entrega. En primer lugar, nos muestra que el misterio de la encarnación que celebramos en la navidad (el Hijo de Dios que se hace hijo de los hombres, es decir, que toma carne de nuestra carne y asume nuestra naturaleza humana) es mucho más que la contemplación de Jesús niño. Terminar el tiempo de navidad fijando la mirada en Jesús adulto que, saliendo del agua del Jordán y lleno del Espíritu Santo, inicia su misión evangelizadora, nos ayuda a mirar el misterio de Cristo Jesús como un todo orgánico.
Me explico. Hay un cierto riesgo en quedarnos solamente con la contemplación de Jesús niño. Invadidos por la ternura que nos provoca el pesebre de Belén, nos olvidamos que ese mismo Jesús es el que anunciará las bienaventuranzas como camino de vida para los cristianos y que enfrentará con valentía los poderes de su tiempo, hasta ser ajusticiado y morir asesinado en la cruz. El mismo evangelista san Mateo, en su relato sobre la infancia de Jesús, nos presenta en el texto de la visita de los magos de oriente una profecía que se cumplirá algunos años después: el rechazo que Jesús experimentará por parte del poder político (Herodes) y religioso (escribas).
Quedarse solamente con la devoción hacia Jesús niño, desligándolo del proyecto de vida que nos ofrecerá cuando adulto y por el que llegará hasta la entrega de su propia vida, es cómodo, paralizante y nos exige poco compromiso. Quizá por eso la iglesia en su liturgia limita a un tiempo intenso, pero breve, a la contemplación del misterio de la infancia de Jesús.
La fiesta del bautismo del Señor está inevitablemente ligada al recuerdo de nuestro propio bautismo. La evocación de Jesús entrando en el Jordán para ser bautizado no puede sino llevar nuestra mente y nuestro corazón, irremediablemente, al bautismo que cada uno de nosotros ha recibido.
Para todas las iglesia cristianas el bautismo es un sacramento. Ya desde muy pronto, en los mismos textos del Nuevo Testamento, se habla del bautismo como de una regeneración, de un nuevo nacimiento. Con estas expresiones las primeras comunidades afirmaban su fe en que el bautismo no era solamente un rito de admisión a la comunidad cristiana, sino que nos configuraba con Cristo de tal manera, que el bautizado se transformaba en una nueva criatura, lleno del Espíritu Santo, capacitado para continuar en la historia la misma misión de Jesús.
El bautismo es, pues, para los cristianos y cristianas un don inmerecido. Por eso lo agradecemos. Hijos/as de Dios, discípulos/as de Cristo, templos del Espíritu Santo, los cristianos descubrimos en el bautismo el mayor de los regalos y la fuente de nuestra dignidad más alta. Pero el bautismo no es solamente un regalo: es también un compromiso. Quien recibe la inestimable dignidad de ser hijo/a de Dios, no puede más que comprometerse a vivir como hermano/a de los demás. Si el mundo no es hoy una casa de justicia y de hermandad, es porque los bautizados no hemos hecho lo suficientemente bien nuestra tarea. A eso se refiere el pasaje de la primera carta de san Juan proclamado como segunda lectura el domingo pasado, cuando dice que el Hijo de Dios vino no solamente por el agua, sino por el agua y la sangre, subrayando así que al gozo de la encarnación se uniría muy pronto la entrega dolorosa de la vida. Así sucede con la persona bautizada: adquiere la elevada tarea de construir el Reino de Dios en medio del mundo, de transformar esta sociedad en la que vivimos en el otro mundo posible en el que la justicia, la libertad, la democracia y la paz sean mucho más que las caricaturas que conocemos. Y ese compromiso es, inevitablemente, un camino de cruz.
Que ser hijos e hijas de Dios es la dignidad fundamental de todo cristiano, es una verdad que fue repetida y consagrada por el Concilio Vaticano II. Desde esta columna ofrezco disculpas a los fieles por todas las veces en que los discursos piadosos pronunciados en los púlpitos, sobre todo cuando se hace referencia a la vida consagrada, dan la apariencia de que en la comunidad cristiana hubiera distintas categorías de personas: las de primera clase, que habrían recibido como regalo una vocación por encima de las demás, y las de segunda clase, llamadas solamente a mirar, acaso con envidia, a quienes poseen una vocación superior que a ellas no les ha tocado en suerte.
Ninguna teología más perniciosa que ésa, porque tiene como objetivo justificar la desigualdad dentro de la iglesia. La dignidad cristiana reside en ser hijos e hijas de Dios. Y esa única dignidad es común para todos los bautizados y bautizadas. La misión que tenemos los cristianos y cristianas es también la misma para todos: construir y hacer presente el Reino de Dios en el mundo a través de la transformación de los corazones y las estructuras de la sociedad. Es solamente en los servicios que prestamos donde se dan las distinciones, ya que el Señor llama a unos a un determinado servicio y a otro a un servicio distinto. Convertir los ministerios o servicios en factor de desigualdad y de acumulación de poder es una de las más vergonzosas desviaciones del evangelio.
Así que cuando escuchen una predicación en la que la santidad se presente como un llamado reducido a solamente una sección privilegiada en la iglesia, o en la que se haga distinción de categorías entre los creyentes, como si hubiera cristianos y cristianas de primera y segunda clase, sepan que están escuchando una herejía, así la pronuncie el ministro más encumbrado.
Colofón: Sucede, decía el poeta chileno, que me canso de ser hombre. La masacre desatada en la franja de Gaza es inaceptable: duele, entristece, avergüenza, merece la condena de todos y todas.
En efecto, el tiempo de la Navidad, más categóricamente: la esencia de la Navidad, está regido cada vez más por el mercado. Ventas y compras juegan el papel de los lazos para la alegría que se disfruta desde la Noche Buena hasta la costumbre relativamente reciente -importada de los «huaches – de la partida de la rosca el 6 de enero. Actos fundamentalmente sociales que, en el mejor de los casos, sobre todo el primero, son considerados como la principal ocasión del año para la unión de las familias.
Del mismo modo, para nada son pocos los casos en los que el bautismo se realiza sin la conciencia cabal de su significado: de buena fe ACATANDO la disposición religiosa, por cumplir con el ritual porque así está mandado y punto (muy parecido a la obligación de ir a misa y otras) o, de plano, por convencionalismos sociales.
Obviamente, esto es en lo que toca a quienes deciden, organizan y se encargan del acontecimiento hasta su feliz término. Cuestión que no niega el significado -es inevitable- que el evento conlleva y produce sobre el bautizado. Pero no podemos perder de vista que estos conceptos «se maman», se crece con ellos y se reproducen.
Por ello, con mayor razón, pero también con la conciencia de que la brega -como en otros tantos casos- es a contracorriente, resulta fundamental promover insistentemente todos y a través de cualquier medio posible, la razón original del bautismo: agua y sangre, encarnación y entrega para la construcción del Reino en el que la dignidad, la justicia, la libertad y la paz son inherentes.Bautizadas y bautizados, parejo. Creo que de eso se trata.
Debo confesar que como católico nunca le he prestado mucha atención a lo que el bautismo en sí representa. Debo meditar más sobre el tema para poder dejar una opinión que valga la pena.
Respecto al colofón: Son ya más de mil los muertos en Gaza… ¿pero quién ha ganado qué? Debemos concentrar nuestras oraciones para que los judíos y musulmanes que no permiten distraer su mirada del amor que sus propias religiones predican sean los factores de cambio que ayuden en sus respectivos pueblos a terminar con esta barbarie.