La película se llama “La Duda”. Tiene como protagonistas a la maravillosa Meryl Streep, en el papel de una religiosa escrupulosa e inquisidora, y al admirado y malogrado actor Phillip Seymour-Hoffman en el papel de un sacerdote, capellán de la escuela en la que dicha religiosa trabaja.
No voy a contar aquí la película. Seguramente muchos de los lectores y lectoras de esta columna la han visto, porque fue ganadora de algunos Óscares en una no muy lejana edición del premio de la Academia. La traigo a colación porque hay una escena a la que quiero referirme.
El sacerdote ha sufrido la persecución de parte de la religiosa que, acosada por las sospechas, quiere expulsar al sacerdote de su colegio. En la Misa, es hora de que el padre predique. Desde el púlpito, el presbítero lanza una breve pero punzante homilía acerca del pecado de difamación y calumnia. “Un día, dice el sacerdote en la predicación palabras más palabras menos, se acerca una mujer a confesarse de haber proferido una calumnia contra alguien. El confesor le pone a la mujer una penitencia: vaya usted a su casa y tome una de las almohadas de su cama. Suba después al techo de su casa y acuchille la almohada. Mirará usted las plumas esparciéndose por el horizonte. Baje después y, en penitencia por su pecado, recoja usted las plumas hasta volver a dejarlas dentro de la almohada. La mujer penitente replica: pero eso será ya imposible, padre. A lo que el confesor responde: ¡pues así son las calumnias de irreparables!”. Hasta aquí la remembranza del filme.
La película me ha venido a la memoria cuando, en esta semana que pasó, intervine en una conversación a través de una red social. En el marco de un chateo ligero y frívolo yo lancé una invectiva en contra de una persona a quien no conozco, lastimando injustificadamente su honra y su buena fama. No era, no, un comentario de análisis o de crítica, sino una ligereza injustificable que resultó profundamente dañina. Estoy profundamente arrepentido de ello. Cuando la persona agredida se dirigió a mí en privado para reconvenirme caballerosamente, caí en la cuenta de la dimensión de mi acción, a todas luces vil e indigna y su nobleza, la del agredido, creció ante mis ojos.
Le he pedido perdón, pero –trayendo a cuento la anécdota de la película– sé que esto no será de ninguna manera suficiente. Nada lo será. Y como, con toda razón, la persona agredida no desea ver su nombre ligado el mío de manera pública, no me queda más que ofrecer estas disculpas públicas y anónimas en el vano intento de resarcir de alguna manera la fama que contribuí a lastimar. Esto, a pesar de que es altamente improbable que él visite y lea esta declaración. De cualquier manera, desde aquí le aseguro a dicha persona y a ustedes, pacientes lectores y lectoras de este espacio, que seré más que cuidadoso para tratar de no cometer el mismo error con nadie más. Estoy avergonzado.