Conocí a José Argüello Lacayo hace ya muchos años. En el año 2005, cuando se cumplían los 25 años del martirio de Monseñor Romero, Tilo, Marthita y Cristina viajaron a San Salvador para participar en la conmemoración. Cuando regresaron, Marthita me comentó que habían conocido a un teólogo nicaragüense que les había preguntado por mí. Era José Argüello. Acababa de terminar un libro sobre espiritualidad de los derechos humanos y, en su confección, había tenido noticia de un libro mío sobre el mismo tema, publicado en 1995. Así comenzamos una relación a larga distancia, hasta que amablemente me invitó a participar a un primer curso bíblico en Nicaragua.
Así conocí la organización Teyocoyani, que trabaja en la formación de agentes laicos, Delegados de la Palabra, al servicio de comunidades nicaragüenses, la mayor parte de ellas situadas en diócesis de misión, con poca presencia de ministros ordenados. Un trabajo que, desde el principio, despertó mi admiración. Tuve el honor de colaborar con Teyocoyani en diversas ocasiones y la amistad con José se fue afianzando hasta convertirse en una relación entrañable. Me abrió las puertas de su casa, me invitó a convivir con su familia, y su compromiso y honda espiritualidad siempre fueron de gran edificación para mí.
No es común encontrar a teólogos laicos de la calidad académica de José. Protagonista clave de la reflexión teológica en tiempos de la revolución nicaragüense, fue además el intermediario en mi encuentro personal con Michelle Najlis, poeta, feminista, teóloga, amiga a la que guardo entrañable devoción. José es, además, un entusiasta de las letras nicaragüenses, siempre pronto al rescate de personajes y escritos que se habrían perdido si no fuera por su trabajo de investigación y difusión.
En años recientes, José Argüello ha dejado la dirección de Teyocoyani. Tuvo el tino de contribuir a la formación de un relevo generacional que continúa ahora con el trabajo que él inició. Lo que seguramente ha significado una pérdida para Teyocoyani, ha resultado una ganancia para los que apreciamos al teólogo, tantas veces impedido de hacer investigación y producción teológica sosegada debido a las presiones de la labor evangelizadora y su consecuente carga administrativa.
Pues bien, hace pocas semanas, después de varios años de no comunicarnos, José me escribió para compartirme la versión primera de un artículo suyo que hoy tengo el gusto de compartirles en esta columna. En ocasión de los 500 años del inicio de la Reforma de Lutero, el principal centro de los protestantes de Nicaragua lo invitó a participar del número monográfico que su revista, Xilotl, ha dedicado a la efeméride.
Es un artículo inusualmente largo para las dimensiones que acostumbra esta columna, pero estoy seguro que, quienes se interesen por el diálogo ecuménico, lo encontrarán delicioso. Íntimo, reflexivo, testimonial, el artículo de José Argüello hace una contribución decisiva al ecumenismo en su patria y nos muestra, en la práctica teológica, qué significa el desgastado adagio de poner los ojos más en lo que nos une, que en aquello que nos divide. Oportunísimo además en estos momentos en que la andanada conservadora se cierne en contra del Papa reformador, justamente acusándolo de sus simpatías por Lutero. Que sea este escrito el inicio de una producción más abundante de este teólogo nicaragüense del que me enorgullece ser amigo. ¡Qué lo disfruten!
(Los créditos son los siguientes: Revista XILOTL No. 40 (editada por CIEETS/FEET y UENIC-MLK Jr. en Managua, Nicaragua) que tiene por tema general: “Reforma protestante: herencia y pertinencia para la iglesia”. Las notas (en cursiva negra) van al final, porque no supe cómo ponerlas al pie de página en el formato de este blog. Así que disculpen las molestias)
HACIA UN ECUMENISMO DE LA SOLIDARIDAD CON LOS CRUCIFICADOS
Carta abierta a un teólogo y pastor evangélico
“Nosotros, que tanto amábamos a Dios y a Cristo, hemos dividido a Cristo.
Hemos mentido los unos a los otros por causa de la Verdad;
hemos alimentado sentimientos de odio por causa del Amor;
nos hemos dividido unos de otros.” (1)
Gregorio Nacianceno
José Argüello Lacayo
Amigo y hermano:
Conmemoramos en 2017 los 500 años de la Reforma de Martín Lutero. Ese inaudito acto de rebeldía eclesial de las postrimerías de la Edad Media y albores de la Modernidad generó una onda expansiva que se siente aún entre nosotros. Actualmente (2) existen alrededor de 80 millones de luteranos, la mitad de los cuales radica en Europa (solamente en Alemania 25 millones), pero también los hay en Etiopía, Tanzania, Indonesia e India. Las iglesias luteranas de África y Asia continúan creciendo, mientras su número decrece en Europa, Norteamérica y América Latina. Actualmente se adscriben a la Federación Luterana Mundial 145 iglesias autónomas radicadas en 98 países. Ellas no cuentan con ningún representante oficial que sea su portavoz a nivel mundial o ejerza autoridad doctrinal sobre ellas. Entre sí poseen mucha diversidad doctrinal: algunas ordenan mujeres como pastoras y obispos, otras no; algunas bendicen parejas del mismo sexo en matrimonio u ordenan pastores viviendo en tal situación, otras más bien consideran que tales prácticas son inaceptables.
En Nicaragua la iglesia luterana existe desde hace 27 años y cuenta con 10,500 miembros distribuidos en 42 comunidades, con 42 pastoras y pastores y una mujer como Obispo a su cabeza.
Recuerdo que durante los años ochenta, trabajando yo en el Centro Valdivieso, recibí la grata visita del obispo luterano para Centroamérica, Reverendo Kenneth Mahler, hombre sabio y bondadoso, que se debatía ante la disyuntiva de fundar o no una iglesia luterana en Nicaragua. Él sentía escrúpulo de aumentar aún más las divisiones eclesiales entre nosotros. Paradójicamente le animé a hacerlo, porque consideré que el sólido legado teológico del luteranismo contribuiría a enriquecer nuestro protestantismo, disminuyendo así la prevalencia del fundamentalismo y abriendo más puertas al ecumenismo.
A principios del siglo XXI el ecumenismo anda sin embargo de capa caída en Nicaragua. Mientras los nuevos historiadores dividen la historia eclesiástica en tres grandes períodos: el de la Catolicidad (Patrística y Edad Media), el de la Confesionalidad (de la Reforma al Concilio Vaticano II) y el del Ecumenismo, dando ya por superado el virulento período de las agrias polémicas confesionales, nosotros nos debatimos todavía entre la Confesionalidad y el Ecumenismo. Damos a veces un paso para adelante y dos para atrás. En un país de homogénea matriz cristiana como Nicaragua se magnifican tanto las diferencias confesionales entre católicos y protestantes, que llegamos a vernos mutuamente como si fuéramos “de otra religión”. Popularmente así nos describimos mutuamente: como gente “de otras religiones”. Y de tal forma anulamos todo aquello que pudiera aproximarnos: el bautismo común y la fe en Jesucristo. Esto resultaría incluso risible si no fuera también trágico, de cara al verdadero pluralismo religioso que se da en países asiáticos como la India, donde en una misma calle pueden convivir musulmanes, hindúes, jainas, budistas y cristianos. Si entre ellos impera el buen espíritu, sucede que se reúnen a orar y escuchar juntos la Biblia, el Corán, los Vedas o cualquier otra Escritura sagrada.
Pienso a veces que el espíritu intolerante que se nos impuso en la época de la Colonia española, cuando cualquier manifestación de heterodoxia era severamente reprimida y castigada, sigue marcando, con nuevas formas, las mutuas relaciones entre católicos y protestantes. Ese patrón cultural y mental sigue influyéndonos, más allá de las diferencias confesionales. Manifestamos poco respeto recíproco; nos cuesta enormemente aceptar las diferencias y superar los mutuos prejuicios. Si bien hubo un “deshielo” después del Concilio Vaticano II y líderes protestantes y católicos hicieron causa común en la lucha por la liberación de Nicaragua, descubriéndose hermanos y compañeros de lucha y compromiso, ¿qué queda hoy de todo aquello? De hecho, nuestra propia amistad data de aquellos años y pese a todas nuestras diferencias eclesiales y teológicas, es por ella que nos sentimos fundamentalmente hermanos. A veces me bromeas diciendo que soy un “teólogo católico evangélico”. ¡Ojalá así sea, porque el Evangelio es nuestra herencia común, como también lo es la universalidad católica de su mensaje!
De mi parte he recorrido un largo camino para vivenciar el ecumenismo. De niño y adolescente me eduqué en colegios católicos, donde el cristianismo surgido de la Reforma se veía como cosa de otro planeta. Sobre Martín Lutero escuchaba únicamente que se hizo fraile aterrorizado por un rayo o que salió de la Iglesia católica para casarse con una monja. Sus planteamientos teológicos me llegaban completamente distorsionados. Cualquier postura suya de previo era descalificada. Nicaragua entonces era un país de hegemonía cultural católica y resultaba fácil alentar semejantes prejuicios. Los protestantes aún no se hacían escuchar. (Años después, sin embargo, mi culto y elocuente profesor de historia y literatura del Colegio Centroamérica, el jesuita español Carlos Caballero, me confesó en un encuentro fortuito que recién había descubierto a Lutero. Y lo hizo con estas vehementes y significativas palabras: Estoy leyendo a nuestro Santo Padre Martín Lutero (3).
En 1972 me trasladé a Heidelberg, Alemania, para realizar estudios filosóficos; pronto me encontré sin embargo estudiando allí a la vez teología en una facultad luterana (porque yo descubrí la teología en el mundo protestante), invirtiendo radicalmente mi situación anterior. Ahora era yo el único católico entre casi mil teólogos evangélicos. Los prejuicios venían esta vez más bien del lado del protestantismo. Ello no me impidió estrechar profundos lazos de amistad ecuménica que perduran hasta hoy. Tuve la dicha de vivir en Heidelberg en la Residencia Ecuménica fundada por el catedrático Edmund Schlink, que había sido representante de la Iglesia Evangélica Alemana ante el Concilio Vaticano II y miembro de la Iglesia Confesante; Schlink conoció personalmente a Dietrich Bonhoeffer y fue pionero del ecumenismo. Nos contó una noche que la idea de fundar aquella residencia ecuménica le surgió al enterarse que el primer ministro chino Chu En Lai conservaba un mal recuerdo de Alemania, por el trato recibido de su casera. Él quería que en el futuro otros estudiantes extranjeros conservaran un mejor recuerdo de Alemania y conmigo lo logró. En realidad, la mayoría de mis compañeros extranjeros se quejaban amargamente, sintiéndose aislados en aquella sociedad. En Heidelberg no solo hice amistad con estudiantes alemanes, sino que también conocí a fondo el espíritu del protestantismo alemán y escuché las fascinantes lecciones bíblicas de Claus Westermann. La mayoría de mis compañeros en la Residencia Ecuménica eran estudiantes de teología evangélica. Nuestra convivencia diaria posibilitó entre nosotros un profundo intercambio humano, religioso y cultural. De manera que cuando salí de Heidelberg llevaba en mí un espíritu ecuménico (allí también me abrí al fascinante mundo de la ortodoxia oriental, que exploré en la rica biblioteca del Instituto Ecuménico, anexo a la Residencia, y por contactos y vivencias personales, tales como un inolvidable seminario que recibí en el Instituto de Bossey, Suiza, en cuyo marco pude participar en la celebración de la Pascua según el rito oriental en la catedral ortodoxa rusa de Ginebra y escuchar a eminentes teólogos griegos y rusos, como el actual Metropolita de Pérgamo, Juan Zizioulas). Mi segunda carrera la dediqué enteramente a los estudios teológicos y la realicé intencionalmente en Tubinga, donde existían dos facultades: una católica y otra evangélica. Yo estaba matriculado en la facultad católica, entonces en su apogeo, pero tomaba también cursos y seminarios en la facultad evangélica, particularmente con el profesor Moltmann.
Te diré que de la teología de Martin Lutero me impresiona sobre todo la centralidad de la Cruz. Fue precisamente en Heidelberg que su superior en la orden de los frailes recoletos agustinos, Staupitz, convocó en 1518 a un capítulo para debatir sus ideas. Ya en 1517 Lutero había presentado sus famosas tesis sobre las indulgencias (4) y los monjes esperaban abordar ese tema. Pero Lutero les sorprendió presentando como base para la discusión otro documento denominado Paradojas, con 28 tesis de teología y 12 de filosofía. Planteaba ahí que Dios es un Dios escondido, al que sólo se accede a través de la locura de la Cruz. Contraponiendo la Teología de la Cruz a la Teología de la Gloria, Lutero no alude con ello al ser mismo o a las cualidades de Dios, sino a su acción en la historia. Dios actúa contradiciendo frontalmente todas nuestras expectativas en torno a lo divino, centradas en el poder y la gloria. El Dios que redime y justifica al pecador humilla toda sabiduría humana, ocultándose incluso al “hombre religioso” que se apoya sobre sí mismo. Lutero enfatiza que Dios es otro y distinto de la manera como lo concebimos nosotros.
Glosando las sublimes palabras del apóstol Pablo en 1 Co 1, 18-25, plantea el reformador que el escándalo de la Cruz manifiesta en toda su crudeza la alteridad divina y, por tanto, no es verdadero teólogo quien descubre el ser de Dios a través de sus obras (el camino de la Teología de la Gloria), sino quien descubre su ser y manifestación visible hacia el mundo en el sufrimiento y la Cruz de Jesús. El teólogo de la Cruz, plantea Lutero, habla de Él como de un Dios oculto y crucificado. Para Lutero, la fe consiste precisamente en resistirse a las evidencias de la experiencia humana y la razón, afincando la propia convicción en lo invisible (Hbr 11,1). “El diablo –afirma mordazmente Lutero- bien puede disfrazarse bajo la imagen de la Majestad, pero bajo la imagen de la Cruz no puede disfrazarse” (5).
Llegado a este punto yo te pregunto, hermano y amigo: ¿Cómo te suenan a partir de esas premisas de Lutero tantos sermones evangélicos centrados en el poder de Dios y los milagros? Creo que profundizar en el sentido de los milagros de Jesús es una de las tareas pendientes de nuestro ecumenismo. Mientras no comprendamos que los milagros no son para hacer alardes de poder sagrado, ni subyugar a nadie, sino para mostrar eficazmente la compasión de Jesús y aliviar el sufrimiento, seguiremos obsesionados con la idea de reproducir literalmente sus gestos de misericordia, cuando lo que en verdad nos toca es acometer con fe los cambios estructurales necesarios para que en nuestra sociedad los hambrientos tengan pan, los desnudos vestido, los ciegos por la ignorancia adquieran la luz del saber y los enfermos, posibilidades de sanación. Herodes tenía muchas ganas de ver a Jesús para que hiciera algún milagro en su presencia (Lc 23,8), pero no tenía fe en Él; Herodes buscaba el show, no el Reino de Dios. ¿Se nos seguirán aplicando aquellas tristes palabras del Maestro: Si no ven signos y prodigios, ustedes no creen? (Jn 4, 48). (Te diré con franqueza que éste mal también se da dentro del catolicismo, donde conozco señoras que andan detrás de dudosas apariciones marianas, ávidas de ver portentos celestiales en las prosaicas burbujas de una fotografía).
Para Lutero Dios obra un admirable intercambio, por el cual el pecador entrega a Dios su pecado y es revestido de la justicia de Cristo. Lutero no concibe el cristianismo como moral o prácticas rituales, sino más bien como fe y espiritualidad; para él la verdad no es cuestión de ideas, sino de descubrir y encontrar a la persona viva de Jesús de Nazaret, conocido a través de la Escritura.
La Teología de la Cruz de Lutero polemiza contra la teología escolástica en su pretensión de entender al Dios invisible a partir del mundo visible; al Dios increado, a partir de lo creado (6). Esa teología la considera él expresión de la soberbia humana, pues utiliza la Biblia únicamente para confirmar lo que previamente había sido ya supuestamente demostrado por la razón. La Teología de la Cruz, en cambio, no parte de la especulación, sino de la nada y del sinsentido del sufrimiento; parte del escándalo supremo de la crucifixión de Dios. Allí es donde encuentra al verdadero Dios: “Es en Cristo crucificado donde está la verdadera teología y el conocimiento verdadero de Dios” (Tesis 20); “El teólogo de la Gloria prefiere las obras a los sufrimientos, la gloria a la Cruz; el poder a la flaqueza, la sabiduría a la necedad, y siempre lo malo a lo bueno” (Tesis 21) (7). Para Lutero, Dios, por encima de todas las cosas, se hace visible en el sufrimiento y la debilidad del Crucificado.
En este punto central de su pensamiento el reformador está muy próximo a los teólogos católicos y evangélicos latinoamericanos que buscamos a Dios escondido entre los últimos de la historia. En su comentario al Magnificat escribió Lutero en 1521: “Por el contrario, nadie quiere mirar hacia abajo, todos apartan los ojos de donde hay pobreza, oprobio, indigencia, miseria y angustia; se evita a las gentes así, se las rehúye, se escapa uno de ellas y a nadie se le ocurre ayudarlas, asistirlas, echarles una mano para que se tornen en algo; así se ven obligadas a seguir abajo, entre los pequeños y menospreciados. Dios es el único en mirar hacia lo menesteroso y mísero, y está cerca de los que se encuentran en lo profundo, como dice Pedro: ‘Resiste a los altivos y se muestra gracioso con los humildes´…Donde se ha llegado a experimentar que hay un Dios que dirige su mirada hacia abajo y que ayuda sólo a los pobres, a los despreciados, a los miserables, a los desventurados, a los abandonados y a los que no son nada, allí es donde se le ama, el corazón sobreabunda de gozo, exulta y salta en vista de la complacencia con lo que Dios le ha regalado”. (8)
Únicamente con mirada de fe podemos descubrir a Dios en el escarnio del sufrimiento y la debilidad; la fe que preconiza Pablo cuando contempla en Cristo crucificado la fuerza y sabiduría de Dios (1 Cor 1,24), en consonancia con el mismo Jesús histórico que prefería a los pequeños: mujeres, publicanos, pecadores y toda clase de excluidos, a quienes invitaba a participar en el banquete del Reino de Dios (Lc 14,15-24). Para el Maestro, lo único que contará en el juicio de las naciones será nuestro servicio y solidaridad hacia los crucificados de la historia (Mt 25,31-45). En ellos se oculta Cristo y son sacramento universal de salvación.
Si prolongamos ese pensamiento fundamental de Lutero hacia el presente, bien podríamos encontrar un punto de confluencia y unificación ecuménica entre nosotros en un Ecumenismo de la Cruz: el de las grandes causas actuales de la humanidad. En la medida en que juntos nos comprometamos por aquellos que sufren marginación e injusticia, ya sean mujeres, indígenas, afroamericanos, refugiados, emigrantes, enfermos, prisioneros, niños maltratados y abusados, poblaciones que pasan hambre y carecen del acceso a la educación o los servicios médicos imprescindibles, en esa misma medida, te lo aseguro, dejaremos de vernos como extraños que viven en islotes confesionales enemistados y comenzaremos a descubrirnos como lo que verdaderamente somos: hermanos de una misma familia en el seguimiento de Jesús. No conozco sinceramente ninguna familia en la que todos piensen y sientan igual, pues la fraternidad incluye las diferencias. El asunto está en que pongamos en el centro de nuestras inquietudes aquello que nos une: la fe en Dios, el seguimiento de Jesús crucificado, la acción vivificadora y renovadora del Espíritu Santo. Últimamente el Papa Francisco ha reconocido un Ecumenismo del Martirio de cara a los cristianos perseguidos en Oriente Medio e Irak, para quienes el bautismo de sangre y la Cruz se han vuelto experiencia común. En Europa, durante los años del Fascismo, más contribuyó al ecumenismo el sufrimiento compartido por ortodoxos, católicos y evangélicos en los campos de concentración, que muchos libros y reflexiones eruditas. En América Latina también nos unieron en el pasado las luchas de liberación. Y en el mundo globalizado de hoy, además de las causas antedichas, contribuiría a unirnos ecuménicamente el empeño compartido por proteger nuestro planeta de la destrucción (9).
Si más que por hacer proselitismo nos preocupáramos de esas causas, nos convertiríamos de la noche a la mañana en hermanos unidos por el Evangelio y en buena noticia para el mundo. Entonces seríamos escándalo evangélico. Los Donald Trump y sus congéneres no podrían ampararse ya más en nuestras iglesias para legitimar sus políticas excluyentes, belicistas y antiecológicas, ni tampoco otros sus actos de corrupción. Nos perseguirían y toparíamos con aquella paradójica situación descrita en el siglo pasado por el escritor católico francés André Maurois, según la cual muchos que hoy visitan nuestras iglesias, se alejarían escandalizados de ellas, mientras que otros, que antes nunca acudieron –a pesar de ser sal de la tierra-, las llenarían de nuevo.
A propósito de la cuestión del proselitismo deseo citarte otro profundo pensamiento de Martín Lutero: “No se juzga a un maestro y doctor de la Iglesia por el número de oyentes, sino por el asentimiento de los afligidos” (10). Para Lutero la cuestión numérica es completamente secundaria ante lo cualitativo de la theologia crucis. Un mártir o un testigo genuino de la fe pesan más para la Iglesia que una exaltada multitud. En la misma medida en que aliviemos estructuralmente la carga de los oprimidos, en esa misma medida seremos hombres y mujeres de Iglesia, en búsqueda de un amor eficaz (Gál 5,6).
Muchas de las causas que condujeron a la ruptura entre nuestras iglesias no tienen ya más vigencia. Los católicos reconocemos que a principios del siglo XVI había en nuestra Iglesia muchas situaciones escandalosas. Lutero en un inicio quiso reformar la iglesia, no dividirla (11), pero la dinámica desatada por el conflicto lo llevó a la ruptura (12). Él hizo un llamado a la penitencia y conversión; su propósito era que Cristo brillara en los corazones, sacándolo de las tinieblas que en aquel momento lo ocultaban (13). Que esto lo haya reconocido el propio Papa Francisco en su viaje a Suecia para conmemorar el quinto centenario de la Reforma, tal vez no resulte tan novedoso (aunque no deja de ser insólito que un Pontífice romano humildemente se sume a la conmemoración de la Reforma (14). Te diré sin embargo algo que tal vez no sepas: Adriano VI, Papa contemporáneo de Martín Lutero, entregó a la Dieta de Nuremberg en 1522 una confesión de culpa donde textualmente decía: “Somos conscientes que durante algunos años muchas cosas abominables han tenido lugar en esta Santa Sede: abusos en asuntos espirituales, transgresiones de los mandamientos; ciertamente eso no ha hecho sino empeorar. Así que no es de extrañar que la enfermedad se haya propagado a los miembros, del Papa a los prelados. Todos nosotros, prelados y clero, nos hemos desviado del camino recto”. El pontificado de Adriano VI lamentablemente no duró sino veinte meses y su humilde y evangélica confesión de culpa más bien avivó, paradójicamente, el fuego de la polémica.
Son conocidas las feroces polémicas de Lutero contra el papado y hay quienes todavía las repiten en Nicaragua, estremeciendo el corazón de nuestra gente sencilla. Seamos claros: Lutero convivió con algunos de los peores Papas de la historia: nació en tiempos de Alejandro VI, el tristemente célebre Papa Borgia, creció durante el papado del aguerrido Julio II y fue condenado por el mundano León X, quien dijo: “Ya que Dios nos ha concedido el papado, disfrutémoslo”. Pero las cosas cambiaron y no es lícito extrapolar históricamente aquellos exabruptos al presente. El punto central del rechazo de Lutero al Papado no fue tanto su depravación moral, sino la pretensión de ponerse por encima de la autoridad de la Sagrada Escritura. (15)
Hoy la Biblia pertenece por igual a todos los cristianos. Uno de los propósitos fundamentales de Lutero fue llevar la Palabra de Dios al pueblo. Y lo logró con su revolucionaria traducción de la Biblia al alemán. Desde que Gutenberg inventó la imprenta se había impreso ya la Biblia dieciocho veces en Alemania, pero se trataba de traducciones de la Vulgata, no del hebreo y griego original. Igual que san Jerónimo en la antigüedad, Lutero acudió al texto original y lo tradujo con fuerza y precisión. Las traducciones anteriores eran anónimas, mientras que la suya tuvo nombre y rostro y estuvo unida a un suceso arrebatador como fue la Reforma. Su impronta duraría siglos. (En 1971 aprendía yo alemán en el Instituto Goethe de Blaubeuren y el primer libro que adquirí para ejercitarme en esa lengua, fue el Nuevo Testamento de Lutero; en diciembre de 1990 visité en compañía de mi amigo pastor Wieland Kastning el castillo de Wartburg, cerca de Eisenach, en Turingia, donde el astuto príncipe Federico de Sajonia ocultó a Lutero para protegerlo de la persecución de Carlos V. Allí tradujo en la clandestinidad el Nuevo Testamento y como precioso recuerdo de aquella visita conservo un volumen de su correspondencia de los años 1521 y 22, en la que mi amigo pastor me puso en la dedicatoria estas significativas palabras del reformador, comentando Gal 2,20: Ideo nostra theologia est certa, quia ponit nos extra nos: Pienso que nuestra teología es cierta, si nos saca de nosotros mismos. Algo que concuerda con lo dicho anteriormente).
Otro asunto fundamental, enfatizado por Lutero y acogido por el Vaticano II, es el del sacerdocio común de los fieles. Para la nueva eclesiología católica los laicos no somos más miembros pasivos frente a una jerarquía omnímoda, sino agentes apostólicos cuya vida entera, tanto familiar como profesional, personal como pública, emana del bautismo y está consagrada. En este punto nos hemos acercado a la Reforma. El Papa Francisco ha venido a enfatizar también el carácter sinodal de la Iglesia dentro de una eclesiología de comunión, en la que todo el Pueblo de Dios participa de los dones del Espíritu y aporta a la vida de la iglesia (16).
El énfasis de Lutero en que los ministerios eclesiales fueran practicados como servicios, en vez de como poder, nos une hoy también. El Papa Francisco insiste que no quiere obispos principescos (17), sino pastores con olor a oveja. En la formulación clásica de los principios del protestantismo que redactó Melancton en 1530, la Confesión de Augsburgo, hay apertura hacia el episcopado histórico, refrendada por Lutero en plena madurez: “El poder de los obispos, según el Evangelio, es un poder o mandato de Dios, para predicar el Evangelio, para perdonar los pecados y para administrar los Sacramentos. El poder de la Iglesia y el poder civil no debe ser confundido. El poder de la Iglesia tiene su propia comisión para enseñar el Evangelio y administrar los sacramentos” (18). También se proclama ahí en el artículo 10 sobre la Santa Cena: “El verdadero cuerpo y sangre de Cristo, bajo la apariencia de pan y vino, están realmente presentes y se distribuyen a los que comen la Cena del Señor” (19).
Lutero, eso hay que decirlo claramente en Nicaragua, fue devoto de la Madre de Cristo; combatió los excesos de la devoción mariana, que la exaltaban indebidamente hasta endiosarla o sustituir a Jesucristo, pero alaba su humildad y su fe. Para Lutero María es una mujer despojada de egoísmo que se entrega totalmente a Dios en su debilidad: “María es la Madre de Cristo y Madre nuestra”; “¡Oh tú, María, Virgen santa y Madre de Dios, tú eras casi nada y de poca consideración y Dios sin embargo te vio con estimación y con su grandeza realizó grandes cosas en ti” (20).
Durante siglos se ancló la polémica confesional en la disyuntiva justificación por la fe o justificación por las obras. Ambas fueron contrapuestas. Hoy, sin embargo, el diálogo ecuménico ha arribado a un consenso. En 1980, con motivo de la celebración del 450 aniversario de la Confesión de Augsburgo, católicos y luteranos firmaron un documento común, Todos bajo un solo Cristo: Declaración en torno a la Confesión de Augsburgo, en el que ambas iglesias se tienden recíprocamente las manos. Allí se afirma: «Un amplio consenso se dibuja sobre la doctrina de la justificación, que ha revestido una importancia decisiva para la Reforma: solamente por la gracia y la fe en la acción salvífica de Cristo, y no sobre el fundamento de nuestros méritos, hemos sido aceptados por Dios y recibimos el Espíritu Santo, que nos habilita y nos invita a realizar obras buenas» (21). Se eligió la simbólica ciudad de Augsburgo, en la que Lutero supo de su condena en 1518, para suscribir juntos la conciliatoria declaración. «Es mi esperanza –expresó entonces Juan Pablo II– que luteranos y católicos practiquen cada vez más una espiritualidad de comunión basada en aquellos elementos de vida eclesial que ya comparten, y que refuercen sus relaciones en la oración y el testimonio del Evangelio de Jesucristo»
Al celebrarse el V Centenario de Lutero en 1983, la Comisión mixta católico-luterana publicó otra importante declaración titulada Martín Lutero, testigo de Jesucristo. Y finalmente, en 1999, tanto la Iglesia Católica como la Federación Luterana Mundial suscribieron una Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación, en la que se logró un consenso ecuménico en torno a la tesis fundamental de Lutero de la salvación por la gracia (22).
Vale la pena recordar acá que en 1531, muy avanzada la Reforma y años después de que Lutero estigmatizara al Papa como Anticristo (23), en sus lecciones sobre la Carta a los Gálatas, dijo estas memorables palabras: “Si solamente logramos eso, que sea Dios el que por pura gracia justifique, entonces no solo querríamos cargar al Papa en nuestras manos, sino también besarle los pies” (24). Pongamos acá al lado suyo, de parte católica, estas otras memorables palabras del Papa Francisco en su programática encíclica Evangelii Gaudium: “Dado que estoy llamado a vivir lo que pido a los demás, también debo pensar en una conversión del papado. Me corresponde, como Obispo de Roma, estar abierto a las sugerencias que se orienten a un ejercicio de mi ministerio que lo vuelva más fiel al sentido que Jesucristo quiso darle y a las necesidades actuales de la evangelización” (25) |
Todas estas cosas nos acercan mutuamente, sin obviar las diferencias que aún quedan. Walter Kasper sintetiza muy claramente la situación actual del diálogo ecuménico: “Ambas iglesias se entienden hoy como ecclesia semper renovanda et reformanda. De esta manera los católicos han aprendido de los evangélicos la importancia de la Palabra de Dios y de la Biblia, mientras que los evangélicos se han enriquecido con la importancia del simbolismo sacramental y la liturgia. Ambas iglesias se han enriquecido con el ecumenismo. En la cuestión de la comprensión de la iglesia y del ministerio eclesial, de donde partió la división de las iglesias, siempre hay diferencias que nos separan.” (26)
Por eso el diálogo debe continuar; la búsqueda de una diferencia reconciliada (27), modestamente representada por nuestra propia amistad ecuménica. Ambos sabemos que las irrefrenables polémicas de la época de la Reforma endurecieron las posiciones, avivaron el odio mutuo e impidieron reconocer el matiz de verdad que el otro aportaba. “Antes bien, diciendo la verdad por medio del amor, crezcamos en todo hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión” (Ef 4,15). Se trata de edificar el Cuerpo de Cristo, la iglesia, en la verdad animada por el amor. Tal don del Espíritu debemos implorarlo, anhelarlo y anticiparlo con gestos ecuménicos a nuestro alcance. Desarrollemos un ecumenismo de la cotidianeidad, del encuentro amistoso y la escucha e intercambio fraterno. Practiquémoslo. Dios, decía Lutero, se alegra también por un chiste y una sonrisa (28).
Lutero ante todo quiso ser testigo del amor misericordioso de Dios, que acoge y perdona al pecador. El Evangelio de la gracia es su primera y última palabra. Confiando en la misericordia de Dios, pidamos ecuménicamente perdón por el pecado de nuestras divisiones, que son una herida abierta en el Cuerpo de Cristo. Me uno a las palabras del Papa Francisco: “Como Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia Católica, quiero invocar misericordia y perdón por los comportamientos no evangélicos de parte de los católicos ante los cristianos de otras Iglesias. Al mismo tiempo, invito a todos los hermanos y hermanas católicos a perdonar, si hoy o en el pasado, han sido ofendidos por otros cristianos No podemos cancelar lo que ha sido, pero no queremos permitir que el peso de los pecados del pasado continúe contaminando nuestras relaciones. La misericordia de Dios renovará nuestras relaciones”. (29)
Para concluir, te revelaré algo muy íntimo: durante años he orado con Martín Lutero. Sus plegarias me parecen maravillosas, avivan mi fe vacilante y me estimulan a crecer en el amor. Me ofrezco por eso a traducirlas al español para los pastores nicaragüenses. Además de gran teólogo, Lutero fue gran orante. “¡Ah -decía no sin humor y picardía campesina- ya quisiera yo poder orar, así como un perro mira un pedazo de carne!” (30). Su discípulo Veit Dietrich, que lo escuchó orar, le escribió a Melancton: “¡Qué espíritu, que fe hay en sus palabras: ora con tal recogimiento, con tal esperanza y fe, como uno que habla con su padre carnal” (31).
Finalmente quiero expresar mi entrañable admiración por un hijo espiritual de Lutero, cuyo genio artístico incomparable expresó con humildad lo más profundo, lo más tierno y lo más ferviente de la mística del reformador, depurándolo de todo exceso polémico: Juan Sebastián Bach, cuyas sublimes creaciones musicales anticipan evangélicamente la meta del ecumenismo: adorar juntos a Dios, servir y amar a Cristo, dejarnos traspasar por su Palabra en el Espíritu y hacer penitencia por nuestros pecados.
Managua, 9-IX-2017.
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