Palabras pronunciadas en la Mesa Redonda en torno al libro «Martín Lutero, una perspectiva ecuménica», de Walter Kasper, en ocasión del quinto centenario de la Reforma de Lutero
Centro Cultural Loyola, octubre de 2017
Mi reflexión gira en torno a los capítulos 6 y 7 del libro de Walter Kasper. Es también fruto de un fecundo intercambio con el teólogo nicaragüense José Argüello, quien recién ha publicado un interesante artículo en la revista Xilotl[1], reconocido órgano de difusión de las iglesias evangélicas en Nicaragua, sobre lo que él llama el “ecumenismo de la solidaridad con los crucificados”.
En su libro, Kasper caracteriza el diálogo ecuménico como un asunto que no es meramente “intelectual, (sino) se trata de un intercambio de dones. Condiciones previas para él son reconocer tanto la verdad del otro como las propias debilidades, decir la propia verdad de modo no hiriente ni polémico, sino en el amor (cf. Ef 4,15) y sustraer las controversias al veneno de la discusión, convirtiéndolas en un regalo…”[2]
Así que quiero referirme hoy a un principio común y dos oportunidades que esta efeméride que celebra los 500 años de la Reforma Luterana nos brinda a ambos bandos, católicos y evangélicos, que peregrinamos en este subcontinente latinoamericano. El principio común lo tomo de un importante matiz de la teología de Martín Lutero, la primera oportunidad procede de la recepción del Vaticano II en América Latina y, finalmente, una segunda oportunidad nos la presenta el momento de grave emergencia por el que pasa nuestra civilización.
Un punto de partida común: La teología de la Cruz
Es por demás conocida la centralidad que ocupa el misterio de la cruz en la aproximación teológica de Martín Lutero. En el artículo al que he hecho referencia antes, José Argüello recuerda que en 1518, cuando Lutero había ya presentado sus famosas 95 tesis sobre las indulgencias, su superior en la orden de los frailes recoletos agustinos, Johann von Staupitz, convocó en Heidelberg a un capítulo de su orden para discutir las ideas de Lutero. Los monjes agustinos esperaban abordar ese tema para discutirlo con Lutero, pero él los sorprendió presentando como base para la discusión un documento totalmente distinto, titulado “Paradojas”, con 28 tesis de teología y 12 de filosofía, en el que planteaba que a Dios solamente se accede ‘a través de la locura de la cruz’. Lutero contrapone así la teología de la cruz a la teología de la gloria, aludiendo a la contradicción frontal a la que nos enfrenta el misterio de la Encarnación, que contradice todas nuestras expectativas en torno a lo divino, centradas en el poder y la gloria[3].
Lutero afirma que el verdadero teólogo habla siempre de Dios como de un Dios oculto y crucificado. “El diablo –afirma mordazmente Lutero– bien puede disfrazarse bajo la imagen de la Majestad, pero bajo la imagen de la Cruz no puede disfrazarse”[4]. La Teología de la Cruz no parte de la especulación, sino de la nada y del sinsentido del sufrimiento; parte del escándalo supremo de la crucifixión de Dios. Allí es donde encuentra al verdadero Dios: “Es en Cristo crucificado donde está la verdadera teología y el conocimiento verdadero de Dios” (Tesis 20); “El teólogo de la Gloria prefiere las obras a los sufrimientos, la gloria a la Cruz; el poder a la flaqueza, la sabiduría a la necedad, y siempre lo malo a lo bueno” (Tesis 21). Para Lutero, Dios, por encima de todas las cosas, se hace visible en el sufrimiento y la debilidad del Crucificado. Creo que es éste un campo de fecunda interacción ecuménica, particularmente para las iglesias católicas y evangélicas de este continente, que se desdobla en dos oportunidades a las que voy a referirme.
Primera oportunidad: la recepción del Vaticano II en América Latina
El Concilio Vaticano II, con su propuesta de ‘aggiornamento’ ha provocado grandes cambios en la iglesia católica. En las iglesias de América Latina la recepción del Concilio Vaticano cristalizó en la reunión de obispos tenida en Medellín en 1968, hace ya casi cincuenta años, y se concretó en un despertar teológico que originó una reflexión desde y a favor de los más pobres de nuestro continente.
La teología y la pastoral de la liberación surgieron como fruto de un encuentro nuevo con los crucificados de nuestro tiempo. Nuestro continente, calificado como la reserva del cristianismo en la era post moderna, es, al mismo tiempo, la representación más clara de la crueldad de un sistema socio económico que mantiene en la opresión a una buena parte de quienes en este continente habitamos y cuyas raíces se manifiestan como profundamente antievangélicas. Creo que es este descubrimiento de los pobres de nuestro tiempo como ‘locus theologicus’, manifestación de la presencia de Dios, un fecundo campo de ecumenismo social.
Para decirlo con palabras de Argüello: “Si prolongamos ese pensamiento fundamental de Lutero hacia el presente, bien podríamos encontrar un punto de confluencia y unificación ecuménica entre nosotros en un Ecumenismo de la Cruz: el de las grandes causas actuales de la humanidad. En la medida en que juntos nos comprometamos por aquellos que sufren marginación e injusticia, ya sean mujeres, indígenas, afroamericanos, refugiados, emigrantes, enfermos, prisioneros, niños maltratados y abusados, poblaciones que pasan hambre y carecen del acceso a la educación o los servicios médicos imprescindibles, en esa misma medida, te lo aseguro, dejaremos de vernos como extraños que viven en islotes confesionales enemistados y comenzaremos a descubrirnos como lo que verdaderamente somos: hermanos de una misma familia en el seguimiento de Jesús”.
Esta nueva visión teológica, hay que decirlo, no ha encontrado siempre las puertas abiertas, ni en la iglesia católica en su conjunto, ni en las iglesias reformadas. Un recuerdo especialmente amargo fue contemplar la exclusión de algunos hermanos pastores de una iglesia evangélica con quienes tuvimos mucho contacto en los años 90’s, por la única razón de que, entusiastas por la teología de la liberación, se reunían con nosotros, presbíteros católicos, para estudiar juntos y programar trabajos en común. En el caso de la iglesia católica, no es sino hasta hace unos pocos años, con el advenimiento de Francisco, que puede de nuevo hablarse sin temor de la teología de la liberación sin ser políticamente incorrecto, después de cerca de 30 años de persecuciones abiertas y solapadas.
Y no digo esto solamente como una queja, sino como el reconocimiento de que la teología que entiende el seguimiento de Jesús como solidaridad con los crucificados de nuestro tiempo, en torno a la cual, en algún momento, nos hermanamos algunos presbíteros católicos y evangélicos, nos unió también en la experiencia de la exclusión, haciendo realidad lo que el padre de la teología de la liberación, Gustavo Gutiérrez, expresaba de esta forma: “Es inevitable, al presente, beber el trago amargo de ser objeto de suspicacia, si se quiere, en solidaridad con los desposeídos, dar testimonio de Dios en América Latina. La sospecha a propósito de algo tan profundo en cada uno como es la honestidad personal y sobre todo la fe en el Señor, es dura de aceptar y atenta contra aquello que la moral tradicional llamaba el “honor”, derecho elemental de toda persona… La sospecha al interior de la propia comunidad cristiana es hoy un elemento de la cruz del cristiano que busca dar testimonio del Dios de los pobres. Pero es también, por eso mismo, un factor de purificación de su compromiso”[5].
Segunda oportunidad: un macro ecumenismo planetario
Vivimos un tiempo de una especial emergencia planetaria. Hoy, como nunca antes, experimenta este planeta, nuestra Casa Común, amenazas ciertas de destrucción: el calentamiento global, la desertificación, la contaminación de tierras y aguas, el proyecto neoliberal extractivo, la enorme cantidad de bombas nucleares en el vientre de la tierra, etc. El pasado 2 de septiembre de 2017 se cumplió una de las peores profecías de los científicos de nuestra época: se llegó al día del sobre pasamiento, el ‘overwhelmig day’ tan temido, en el que nuestro planeta se ha hecho incapaz de responder con sus bienes y servicios, a una especie humana que se ha constituido en el Satán del medio ambiente, en lugar de responder a su original vocación de guardián y cuidador de la Creación. Enfrentamos uno de los límites mayores del sistema capitalista, que se va constituyendo cada vez más en un sistema suicida, pues en su afán de lucro no se detiene ni siquiera ante la depredación de nuestro medio ambiente y la posible desaparición de la especie humana.
Cabe aquí recordar aquella famosa frase atribuida a Lutero y formulado expresamente en un horizonte escatológico, aunque ahora tenga tanta resonancia ecológica: “Si yo supiera que mañana iba a hundirse el mundo, plantaría hoy todavía un arbolito de manzano”. Esta frase, tan llena de evangélica esperanza, coloca a católicos y evangélicos ante la posibilidad de un nuevo tipo de colaboración macro ecuménica. Como bien señala Argüello: “En Europa, durante los años del Fascismo, más contribuyó al ecumenismo el sufrimiento compartido por ortodoxos, católicos y evangélicos en los campos de concentración, que muchos libros y reflexiones eruditas. En América Latina también nos unieron en el pasado las luchas de liberación. Y en el mundo globalizado de hoy, además de las causas antedichas, contribuiría a unirnos ecuménicamente el empeño compartido por proteger nuestro planeta de la destrucción”.
No es un dato superfluo que, en este camino de conversión ecológica, el Papa Francisco haya dirigido su revolucionaria encíclica Laudato Sii sobre el Cuidado de la Casa Común, no a la iglesia católica, ni siquiera al conjunto de las iglesias cristianas, sino a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, como haciendo conciencia de que este problema gravísimo que enfrentamos nos corresponde a todos por encima de cualquier filiación o credo religioso. Y es también asombroso mirar las respuestas favorables de muchas personas y organizaciones que no comparten la fe cristiana y que han recibido con mucha mejor aceptación la carta del Papa que nuestras propias iglesias cristianas.
Tenemos, pues, en este campo un espacio abierto para un nuevo tipo de ecumenismo en el que podemos confluir católicos y evangélicos. Con estas tres aportaciones termino mi participación en este momento del diálogo. Permítaseme solamente cerrar con unas palabras de José Argüello con las que coincido plenamente: (no hay que olvidar) “lo que verdaderamente somos: hermanos de una misma familia en el seguimiento de Jesús. No conozco sinceramente ninguna familia en la que todos piensen y sientan igual, pues la fraternidad incluye las diferencias. El asunto está en que pongamos en el centro de nuestras inquietudes aquello que nos une: la fe en Dios, el seguimiento de Jesús crucificado, la acción vivificadora y renovadora del Espíritu Santo”.
NOTAS
[1] La nota bibliográfica es: José ARGÜELLO, “Hacia un ecumenismo de la solidaridad con los crucificados. Carta abierta a un teólogo y pastor evangélico”. Revista XILOTL No. 40 (editada por CIEETS/FEET y UENIC-MLK Jr. en Managua, Nicaragua) que tiene por tema general: “Reforma protestante: herencia y pertinencia para la iglesia”. El artículo puede consultarse en mi blog personal, donde lo he reproducido con autorización del autor: www.raulugo.indignacion.org.mx.
[2] Walter KASPER, Martín Lutero. Una perspectiva ecuménica (Sal Terrae, Maliaño, España 2016)
[3] José ARGÜELLO, “Hacia un ecumenismo de la solidaridad con los crucificados”, nota 1
[4] Citado por Argüello: Heinrich Schlier, Wandlungen des Lutherbildes 1966, 184.
[5] Gustavo GUTIÉRREZ, Hablar de Dios desde el sufrimiento inocente. Reflexión sobre el libro de Job (Perú 1986)