Durante largos años de crudo invierno mi fe pudo mantenerse incólume. No fue tarea fácil. En pie de testimonio, tres anclas de la jerarquía mantuvieron firme mi fidelidad a la iglesia de Jesucristo. Una de esas anclas, desde la selva chiapaneca, iluminó mi comprensión de la encarnación, misterio central de nuestra fe. Él me enseñó a descubrir la hondura del adagio de Tertuliano, “La carne es el corazón de la salvación”, y a transformarlo en algo más complejamente salvífico: “La carne –y la cultura– son el corazón de la salvación”. Y me convirtió a los pueblos originarios. Y me hizo indio. Nos ha dejado ya: Jtatik Samuel descansa ya en los brazos del Misterio mayor.
Mi otra ancla, camina todavía por los polvorientos desiertos de Coahuila y de México entero gritando a voz en cuello, en medio del ominoso silencio circundante, para encontrar a las personas desaparecidas, reclamar por la reconstrucción de la patria, dignificar a los diferentes, aspirar a una iglesia donde todos y todas quepamos. Dios lo guarde muchos años.
Pero quizás el ancla, la más hondamente clavada en las pocas certezas de mi fe personal, se halla en un pueblo pequeño del Mato Grosso, San Félix de Araguaia, en Brasil, y cumple hoy 90 años de vida y de rebelde fidelidad al evangelio. No es demasiado decir que sigo siendo católico gracias a él. En los momentos malos pienso en su esfuerzo incansable, en la entrega de su vida y su cordial cercanía con los campesinos amazónicos, en su pobreza sin subterfugios… y me lleno de nuevo los pulmones de esperanza.
Hay gente que arde sin apagarse. Dom Pedro Casaldáliga, el obispo poeta, es uno de ellos. Hoy quiero agradecerle que siga viviendo, que siga rezando, que siga escribiendo. Le agradezco que, a estas alturas de su vida, siga mirando la realidad compleja con ojos de evangelio, que siga tomando los toros por los cuernos, que siga teniendo una palabra libre, que siga siendo pobre. Cada año nos regala luces en la Agenda Latinoamericana, esa entrañable compañera de nuestros días. Y este año, sin miedo, a pesar del vocerío simplificador y de las veladas amenazas, ha decidido retarnos con el tema de la igualdad de género. ¡Ay, cómo hacen falta pastores de esta talla!
Hoy quiero recordarlo (y mandarle desde aquí, aunque nunca lo sepa, mi devota admiración y mi abrazo cariñoso) compartiendo con ustedes tres poemas suyos. El primero, desde la rabia; el segundo, una transparente confesión de parte; el tercero, un atisbo a su desafiante y enternecedora fe. Que los disfruten.
MALDITA SEA LA CRUZ
Maldita sea la cruz / que cargamos sin amor / como una fatal herencia.
Maldita sea la cruz / que echamos sobre los hombros / de los hermanos pequeños.
Maldita sea la cruz / que no quebramos a golpes / de libertad solidaria, / desnudos para la entrega, / rebeldes contra la muerte.
Maldita sea la cruz / que exhiben los opresores / en las paredes del banco, / detrás del trono impasible, / en el blasón de las armas, / sobre el escote de lujo, / ante los ojos del miedo.
Maldita sea la cruz / que el poder hinca en el Pueblo, / en nombre de Dios quizás. / Maldita sea la cruz / que la iglesia justifica / –quizás en nombre de Cristo– / cuando debiera abrasarla / en llamas de profecía.
¡Maldita sea la cruz / que no pueda ser La Cruz!
YO, PECADOR Y OBISPO, ME CONFIESO
Yo, pecador y obispo, me confieso / de haber llegado a Roma con un bordón agreste; / de sorprender al Viento entre las columnatas / y de ensayar la quena a las barbas del órgano; / de haber llegado a Asís, / cercado de amapolas.
Yo, pecador y obispo, me confieso / de soñar con la iglesia / vestida solamente de Evangelio y sandalias, / de creer en la Iglesia, / a pesar de la Iglesia, algunas veces; / de creer en el Reino, en todo caso / –caminando en Iglesia– .
Yo, pecador y obispo me confieso / de haber visto a Jesús de Nazaret / anunciando también la Buena Nueva / a los pobres de América Latina; / de decirle a María: “¡Comadre nuestra, salve!”; / de celebrar la sangre de los que han sido fieles; / de andar de romerías…
Yo, pecador y obispo, me confieso / de amar a Nicaragua, la niña de la honda.
Yo, pecador y obispo, me confieso / de abrir cada mañana la ventana del Tiempo; / de hablar como un hermano a otro hermano; / de no perder el sueño, ni el canto, ni la risa; / de cultivar la flor de la Esperanza / entre las llagas del Resucitado.
DIOS ES DIOS
Yo hago versos y creo en Dios. / Mis versos / andan llenos de Dios, como pulmones / llenos del aire vivo. / Carlos Drummond de Andrade / hace –hacía– versos, / mejores que los míos / y no creía en Dios. / (Dios no es simplemente la Belleza).
El Ché entregó su vida por el Pueblo / y no veía a Dios en la montaña. / Yo no sé si podría convivir con los Pobres / si no topara a Dios en sus harapos; / si no estuviera Dios, como una brasa, / quemando mi egoísmo lentamente. / (Dios no es simplemente la Justicia).
Muchos humanos izan sus banderas / y cantan a la Vida / dejando a Dios de un lado. / Yo sólo sé cantar dando Su Nombre. / (Dios no es simplemente la Alegría).
Quizá yo no sería capaz de estos caminos / si no estuviera Dios, como una aurora, / rompiéndome la niebla y el cansancio, / Y hay sabios que caminan imperturbablemente / contra el viso de Dios / haciendo Historia, / desvelando misterios y preguntas. / (Dios no es simplemente la Verdad).
Belleza sin ocaso, / Verdad sin argumentos, / Justicia sin retorno, / Amor inesperado, / ¡Dios es Dios simplemente!