Se acercan los tiempos de lluvia. La espiritualidad maya, enraizada en una íntima relación con la naturaleza y ligada tradicionalmente a la agricultura, celebra uno de sus ritos más característicos. El Ch’a’a Chaak es un rito maya que se desarrolla en el campo y se conserva en muchos pueblos mayas de la península de Yucatán. Se trata de una celebración comunitaria a la que está invitado todo el pueblo, con el propósito de pedir a las fuerzas de lo Alto lluvia para las sementeras. El rito genera lazos de comunitariedad entre las personas que participan, ya que es una celebración que implica una compleja organización desde varios días antes de su realización: preparación del terreno, preparación del altar, quiénes cocinarán, quiénes prestarán sus utensilios para la cocina, etc., lo que implica un proceso de comunicación y de organización muy amplio.
Este rito maya de petición de la lluvia, dado que implica a todo el pueblo y genera muchos gastos, se ha ido rezagando y en muchas comunidades se ha dejado de hacer. Otro factor que provoca que su realización sea menos frecuente que antes, es la escasez de sacerdotes mayas (J’Meno’ob) que lo presiden.
El rito puede tener muchas variantes, según la zona en que se realice. Sin embargo, una columna vertebral de tres partes lo configura como una de las expresiones cumbres de la espiritualidad maya.
Preparación:
La comunidad de reúne para limpiar el terreno. El rito se realiza en el monte. Se busca al J’Men que acompañará y ofrecerá los rezos y la comida. Desde 24 horas antes la comunidad se reúne para estos preparativos. Los varones limpian y arreglan el lugar, hacen los huecos para cocinar los alimentos, preparan el altar, que debe tener trece arcos hechos con bejucos y plantas, y adornan el sitio para que al amanecer del día siguiente comiencen los rezos. Colocan pequeñas jícaras en cada uno de los 13 arcos, donde, llegado el momento, el J’Men ofrecerá bebida sagrada a los vientos.
En tanto que las mujeres, al mismo tiempo, recogen las ofrendas, organizan quiénes molerán el maíz y quiénes sacrificarán los animales, preparando de antemano el lugar y los utensilios que se requerirán para cocinarlos. Una antigua tradición, que se ha ido perdiendo en algunos pueblos mayas, es la invitación a los niños y niñas, que en el marco del rito tendrán una participación importante.
Realización:
Al amanecer, desde muy temprano, comienza una larga jornada de trabajo coordinado y con responsabilidades bien definidas. Los participantes se dividen en varios grupos. El J’Men y sus auxiliares comienzan las oraciones. Un grupo de varones enciende la leña que se coloca en el hueco hecho para la cocción de los alimentos. Otro grupo de varones hace los pibes de masa de maíz que se cocerán bajo tierra: una especie de tortillas gruesas de masa con incrustaciones de pepita. Un grupo de mujeres comienza a cocinar el pollo y el cerdo que acompañarán la comida ritual. Paulatinamente van llegando los pobladores e invitados y se van integrando a los distintos grupos de trabajo.
El J’Men tiene, durante todo ese día, diversos momentos de oración. Convoca a los vientos de los cuatro puntos cardinales, llama a los dueños del monte y guardianes de los lugares sagrados (Yuumo’ob) y pide al Dios de la vida la gracia de la lluvia para los campos, de manera que se logre buena cosecha. Mientras el J’Men reza, la participación de los niños es importante: acuclillados y con un pie atado a los arcos del altar comienzan a hacer sonidos guturales como imitando el croar de las ranas que claman por la lluvia. Algo así como “lek lek lek lek lek… lek lek lek lek lek…”.
Llegado el momento, se ofrendan las tortillas y se ponen a cocer. Al terminar su cocimiento, se sacan las tortillas ofrendadas y, ya cocidas, se amasan hasta convertirlas en un material colado que se revuelve con achiote. Se comparte a todos los participantes hacia el mediodía ya con la comida realizada por las mujeres.
Distribución:
queda Terminado el rito y la comida ritual que lo finaliza, viene la repartición. Después de agradecer a la Divinidad su intervención para que la lluvia caiga, de manera que haya siembra y cosecha y alimento para los animales, la comida restante, que es abundante, se divide equitativamente entre las familias participantes, para que cada una pueda llevar algo a sus casas y compartirlo con las personas que no pudieron asistir. Esto subraya que la bendición de la lluvia que se implora, y que queda significada en la comida que se comparte, no es solamente para los que estuvieron en el rito sino que, generosamente, se comparte con las demás familias. Casi se puede oír el eco de aquella cita evangélica: “Así serán dignos hijos de su Padre del cielo, que manda la lluvia sobre justos e injustos y hace salir su sol sobre buenos y malos…” (Mt 5.45)
La riqueza espiritual de esta práctica religiosa ancestral tiene, seguramente, muchos matices que no me siento autorizado a desgranar. Vayan estas líneas solamente como signo de mi profunda admiración por el pueblo maya y sus símbolos. Y como denuncia, claro, de la ignorancia y estulticia de quienes hablan de los mayas como si de un pueblo desaparecido y extinto se tratara.