Para Paco Marín
Es curioso que el adjetivo efímero no tenga el sustantivo correspondiente. De finito puede encontrarse finitud; de caduco puede encontrarse caducidad; de fugaz, fugacidad. Pero la palabra efímero no tiene sustantivación. Como si su fuente etimológica (del griego bizantino ephemerós, ‘que dura un solo día’) se estrechara aún más y no le alcanzase ni siquiera el tiempo de pasar del adjetivo al sustantivo.
La condición humana está sujeta al tiempo y al espacio. Nunca antes, como en esta época de avances tecnológicos, habíamos tenido tan en cuenta el paso del tiempo. Yuval Noah Harari, un escritor de moda, señala con acierto lo bizarro que resulta que en nuestros días tengamos presente la cuenta del tiempo por doquier: en el teléfono, en el reloj de mano o de pared, en la grabadora, en la radio, en el automóvil y hasta en el horno de microondas. Vivimos como impasibles observadores del paso inexorable del tiempo. La experiencia de nuestra caducidad está siempre a la mano. Nos vamos junto con el tiempo. Como menciona José Emilio: “Mi único tema es lo que ya no está / Y mi obsesión se llama lo perdido / Mi punzante estribillo es nunca más / Y sin embargo amo este cambio perpetuo / este variar segundo tras segundo / porque sin él lo que llamamos vida sería de piedra.”
Dicen que el deseo de aprisionar el tiempo es tan fuerte que ha hecho nacer tecnologías avanzadas para suspenderlo, para no dejarlo ir, para eternizarlo. Eso y no otra cosa es la escritura, prisión de la palabra. O los discos, que preservan voces y música. O la pintura y la fotografía, que intentan enjaular el instante supremo de belleza. El arte como remedio de la finitud, como vacuna contra la caducidad. Lo efímero tiene una hija ilegítima: la nostalgia.
“El de edad quisiera ser un niño / y el rapaz se raspa sus pelusas en flor”, suena Silvio en su canción. Vivimos entre el pasado y el futuro, lo que fuimos y lo que queremos ser. Porque el presente es efímero y no se puede aprisionar, se desvanece de nuestras vidas como el agua se desliza entre las manos. Quizá por eso los budistas apuntan a la iluminación como a forma más elemental y consagrada de “estar en el presente”. Con extraordinaria simplicidad lo dice Osho: “Compréndelo: eres incapaz de moverte en el presente. En el presente no existe el tiempo. El presente siempre es un único instante. Nunca estás en dos momentos al mismo tiempo.”
Hay artes que, a diferencia de otras, consagran el momento presente. Las obras maestras de estas artes no pueden conservarse porque son efímeras, finitas, caducas. No existen en sí mismas, solo acontecen. Me refiero a las artes escénicas: danza, música y, entre todas ellas, la celebración del presente único e irrepetible: el teatro. Me dirán que la partitura, la coreografía y la dramaturgia remedian la fugacidad de la obra artística. No estoy de acuerdo. Estoy contento, sí, de que la dramaturgia vaya conquistando el espacio literario que le corresponde, que las detalladas instrucciones de los coreógrafos intenten establecer las normas de la danza y que las limpias páginas pautadas se llenen con las pulcras notas musicales y sus anotaciones marginales. Pero ningún manuscrito pautado es igual a un concierto ejecutado un viernes por la noche en el recinto del Peón Contreras, ni se repite igual el Lago de los Cisnes aunque se monte cinco sábados seguidos en el Lago de Chapultepec. El teatro, paradigma de las artes escénicas, es –con todo– un mundo aparte. El acontecimiento teatral es único e irrepetible. Tiene que ver no solo con el texto, sino con la conjunción de dirección, actuación, sonido, desplazamientos, gestualidad y muchas cosas más. Por eso es la celebración por excelencia del presente, de lo efímero. Para ser fieles a la honda significación que una obra de teatro ha tenido en nuestra vida, tendríamos que mencionar no solamente que hemos visto la obra, sino qué día preciso, con qué actores, en qué teatro, bajo qué dirección. Cada puesta en escena es una epifanía.
El pasado 20 de noviembre recibió la Medalla Yucatán el actor, director, dramaturgo y poeta Paco Marín. La medalla se ofrece, a decir de la Secretaria de Gobierno, que fue quien entregó el reconocimiento, a personas cuya trayectoria enaltecen el nombre de Yucatán. La vida artística de Paco Marín está llena de méritos conquistados a pulso y ha logrado acuñar un nombre, que se pronuncia siempre relacionado con el arte teatral, conocido y valorado más allá de las fronteras peninsulares. De mirada amplia y horizonte generoso, Paco Marín convirtió su premiación personal en una evocación poética del valor del teatro, esa casa abierta para todos y todas, que ofrece espacio a la emoción y a la denuncia, al recogimiento y a la explosión de gozo, al sueño y a la crueldad de nuestra realidad cotidiana.
De las puestas en escena surgidas del talento de Paco Marín podría decirse lo que José Emilio dice de la poesía: “Otros hagan aún el gran poema, / los libros unitarios, las rotundas / obras que sean espejo de armonía. // A mí sólo me importa el testimonio / del momento inasible, las palabras / que dicta en su fluir el tiempo en vuelo. // La poesía anhelada es como un diario / en donde no hay proyecto ni medida.”
Con su estética propia, su dirección atinada, su palabra poética al vuelo, Paco Marín es un icono del teatro en Yucatán y México y es un hombre entrañable, para quienes tenemos la fortuna de ser sus amigos. Estoy muy contento por el reconocimiento que se le ha otorgado. Estoy contento por Paco, estoy contento por Yucatán, estoy contento por el teatro.
Muy bello texto, como dramaturgo agradezco lo que dice del teatro. Felicito de nueva cuenta a Paco Marín. Tomás Urtusástegui