Iglesia y Sociedad

El Hermano Universal. San Carlos de Foucauld

17 May , 2022  

El domingo 15 de mayo fue proclamado santo Carlos de Foucauld. Llevo una larga, antigua relación con él. En mis tiempos de seminario (1975-1982), cuando la efervescencia postconciliar mantenía a la iglesia en perpetua búsqueda de alternativas para lograr que Dios, el evangelio, la religión (o lo espiritual), mantuviera su pertinencia y siguiera siendo fuente de gozo, inspiración y lucha por la justicia, en un mundo que había cambiado radicalmente de rostro, conversaba yo de estos asuntos con el padre Regino Sánchez, un apasionado de las reformas conciliares y prefecto del seminario en aquellos tiempos. A él fue a quien le escuché que la única experiencia de vida religiosa que él consideraba acorde con el espíritu de la reforma de la iglesia eran los hermanitos y hermanitas de Jesús, experiencia de vida religiosa inspirada en la espiritualidad de Carlos de Foucauld.

Aquella conversación y la llegada a mis manos del libro de Carlos Carretto, “Cartas desde el Desierto”, me cambiaron la vida. Obsesivo como soy, me dediqué a buscar todo lo relacionado con el Hermano Universal, me topé con René Voillaume, Jean-Francois Six y otros biógrafos y comentadores de su vida. Finalmente, en la serie “Escritos Esenciales” de la editorial Sal Terrae, llegué a la fuente misma: los escritos del santo. No he tenido suerte en conocer a muchas personas de los múltiples movimientos religiosos inspirados en el pensamiento y la experiencia del Hermano Universal: unas hermanitas de Jesús que trabajaban en las maquiladoras de Ciudad Juárez ahí en los años noventas, una comunidad de hermanitos de Jesús que trabajaban el campo en Nicaragua, y para de contar. Pero el surgimiento del internet y de las redes se convirtió pronto en la oportunidad para familiarizarme aún más con el carisma de Foucauld.

No quería dejar pasar, pues, esta fecha memorable de su ascenso a los altares después del reconocimiento universal de su santidad por parte de la iglesia católica. Reconozco que uno de los motivos de mi perseverancia en el seguimiento de Jesús es la imagen de este misionero solitario, que encarnó en su propia vida la experiencia de estar en lo que a todo mundo parecía un “wrong place, wrong time” y, sin embargo, mantenerse en fidelidad al evangelio. Creo que la historia de la espiritualidad terminará confirmando el impacto de su testimonio, a la altura de Francisco de Asís, Teresa de Jesús o Ignacio de Loyola.

Por eso he decidido compartirles la traducción de un artículo aparecido en la connotada revista semanal “The Tablet”, la más prestigiada revista católica de Gran Bretaña, que nos transmite la experiencia de una hermanita de Jesús, Kathleen McKee, de la Fraternidad de las Hermanitas de Jesús. He visto reflejada mi experiencia de búsqueda en lo que ella nos comparte en este artículo.

El domingo 15 de mayo, el Papa Francisco canonizó a Charles de Foucauld en Roma. A pesar de que murió en la más completa oscuridad, su mensaje de que el evangelio es mucho más para ser mostrado, testimoniado, que solamente proclamado, ha inspirado a un numeroso grupo de seguidores. / Por KATHLEEN MCKEE.

Tras las huellas de un santo

Nací en Francia, pero crecí en la ciudad de Londres, Ontario. Mi padre era neozelandés y mi madre francesa. Ambos fueron educados en un profundo conocimiento de su fe y tanto los libros como las conversaciones religiosas abundaban en el hogar. Cuando tenía 16 años fui enviada a México en un intercambio estudiantil. El intercambio terminó muy mal y me vi embarcando de retorno a casa nueve meses más tarde. Mis padres estaban esperándome en el aeropuerto. No hubo preguntas, solamente un sentido de gratitud porque estaba de vuelta sana y salva. En ese momento no caí en la cuenta, pero esta experiencia de retornar como la hija pródiga sería el trasfondo de una llamada que me llegaría más tarde.

Durante las siguientes semanas, tomé un ejemplar de las Cartas desde el Desierto, de Carlos Carretto. Apenas comencé a leeerlo tuve el vago sentimiento de estar entrando en una orden de claustro. Pero Carretto hablaba de una contemplación en medio de la plaza pública. Fue al mismo tiempo un shock y una llamada. ¿No habían vivido Jesús, María y José en la pequeña aldea de Nazaret? ¿Podrías tú tomar una decisión mejor que la suya? La encarnación había convertido el bullicio de la vida cotidiana en un lugar de encuentro con el Padre.

Quedé particularmente intrigada y desconcertada por el personaje principal del libro. Su nombre era Carlos de Foucauld. Este francés, ex-oficial de caballería, parecía una personalidad extraña en medio de un relato fascinante. Carretto escribió que Foucauld “estaba convencido que el más efectivo método de predicar el evangelio, era vivirlo. Especialmente hoy, la gente ya no quiere seguir escuchando sermones. Quieren ver el evangelio en acción”.

Decidí investigar sobre las comunidades inspiradas en la vida de Foucauld y finalmente, me uní en 1981 a las Hermanitas de Jesús en Montreal. Ellas vivían en una pequeña casa en medio de un vecindario de clase obrera. Una de las hermanas trabajaba en la kindustria del vestido y otra en trabajos de limpieza. Las otras dos permanecían en casa para poder estar a disposición de vecinos y otras personas que, con cierta frecuencia, se dejaban caer por la casa. Yo estaba encantada. El ruido de la calle se colaba dentro de la capilla a través de las ventanas. Lejos de distraerme, se convirtió en parte de mi oración, transformándola y asemejándola a las condiciones que el mismo Hijo de Dios había escogido.

Durante mis años de formación aprendí mucho sobre nuestra Fundadora, Madeleine Hutin, que tomó el nombre de la pequeña hermana Magdalena. Ella era fácil de querer, pero el hombre cuya vida la había inspirado, Carlos de Foucauld, era un hueso duro de roer. No tuve mi primer profundo encuentro con él sino hasta un poco antes de que tomara mis votos últimos votos. Para entonces, conocía ya a mi comunidad y me conocía a mí misma mucho mejor. Era un momento de crisis. ¿Debía o no seguir adelante y asumir este importante compromiso? La castidad era una dolorosa cuestión que me preocupaba. Estaba yo en París, pasando unos días con mi abuela antes de unirme al grupo que se estaba preparando para dar este paso decisivo, cuando decidí levantarme temprano una mañana y caminar hasta la majestuosa iglesia de san Agustín, en el octavo distrito. Fue el lugar en el que Carlos de Foucauld experimentó un encuentro con el Abad Henri Huvelin que le cambió la vida. Ahí estaba todavía aquel mismo confesionario. Me senté en el escalón por un buen rato desahogando mi corazón. Aquel día, dio inicio mi relación con Foucauld.

Comencé a desempacar a aquel hombre y su mensaje. Nacido en una familia aristocrática en Estrasburgo en 1858, Foucauld había rechazado la iglesia cuando era adolescente y se unió después al ejército francés. Después de su conversión, se unió a un Monasterio Trapense en Ardeche, Francia, y más tarde se cambió a otro situado en Akbes, Siria. Dejó el monasterio en 1897 y se fue a trabajar de jardinero y sacristán para las religiosas Clarisas Pobres, en Nazaret primero y más tarde en Jerusalén. Pasó después 15 años de su vida entre el pueblo tuareg, de religión musulmana, en el Sahara argelino. En 1905 llegó a Tamanrasset, donde vivió una vida pacífica y oculta. No atrajo compañeros. No hubo conversiones. Escribió reglas para unas congregaciones que nunca llegaron a nacer y murió solo en el Sahara, asesinado por rebeldes tuaregs el 1 de diciembre de 1916.

René Voillaume, el sacerdote francés que fundó a los Hermanitos de Jesús en 1933, llevó mi comprensión de Foucauld a un nivel más profundo. Consciente de que las meditaciones de Foucauld sobre el evangelio podían llegar a ser aburridas y repetitivas, sugirió que pusiéramos nuestra atención menos en el contenido y mucho más en la consistencia y celo con que las emprendía. “Constantemente se esforzó por conocer a Jesús mejor, porque no puedes amar aquello que no conoces”. Esta frase arrojó sobre las meditaciones de Foucauld en una luz totalmente diferente.

Después que hice mis últimos votos, fui enviada a Polonia. Me pidieron conducir una serie de sesiones sobre Carlos de Foucauld, y después de unos pocos años llegué a conocer todos los detalles de su vida, pero la pregunta siguiente era siempre: ¿Qué significa esta vida para mí? Encontré respuestas parciales a partir de mis conversaciones con otras personas… mis propias hermanas religiosas, los hermanitos de Jesús, sacerdotes y laicos. Pero aún permanecía sin develarse mi experiencia como Hermanita de Jesús. Las intuiciones de Carlos se fueron haciendo reales en cada casa en la que viví. Es ahí donde terminé de aprender a ser “pequeña”, a ser “hermana” y, la parte más difícil, a ser “de Jesús”.

Hoy vivo en Walsingham, “en Nazaret de Inglaterra”, donde la comunidad ha tenido presencia por cerca de 50 años. Llegué aquí después de pasar 10 años como parte del equipo de formación que se encuentra en Roma. Fue un cambio abrupto encontrarme de vuelta en un pueblo pequeño. Yo había comenzado mi noviciado precisamente aquí en Walsingham 35 años antes, así que fue para mí mucho más un asunto de regresar a mis inicios “y conocer el lugar por primera vez”. Y ahora, en lugar a hablar sobre Foucauld, como había hecho en Roma, me encuentro viviendo su mensaje de nuevo. Foucauld se refería frecuentemente al pasaje de la Visitación de María a su prima Isabel como una especie de icono de su vocación. Fue, antes que nada, una cuestión de “desinstalación”, lo que María experimentó. El Papa Francisco frecuentemente habla de desinstalarnos de nuestras zonas de confort para dirigirnos a las periferias. A la edad de 59 años tuve mucha suerte de encontrar trabajo como mucama en un hotel con vista al mar que está a cinco millas de la casa donde vivo con la comunidad. Esto ha significado para mí una “desinstalación” total en todo el sentido de la palabra: viajo allá en bicicleta bajo todo tipo de climas, pero es también una salida en el sentido de que encuentro muchas personas que son diferentes a mí, con unas vidas marcadas frecuentemente por la pobreza rural.

Hay muchas formas de “estar-con” la gente, pero trabajar con ellos te pone lado a lado de una extraña selección de personas, que tienen diferentes procedencias y maneras de pensar. Todos aquellos con los que trabajo en el hotel saben que soy una religiosa, pero ¿qué es lo que significo para ellos? Foucauld solía decir: “el bien que tú haces no depende de qué es lo que dices o haces, sino de lo que tú eres”. No estoy segura de aparecer ante ellos como un ejemplo luminoso de vida evangélica. Pero mi oración es que a través de mi presencia la gente pueda descubrir el amor y el cuidado que Dios les tiene. Ninguna de las personas con las que trabajo suelen ir a la iglesia y ninguna ha comenzado a hacerlo desde que comencé a trabajar ahí. En esto, no he tenido mayor éxito que el que tuvo Foucauld. Pero me he dado cuenta de que mucha gente tiene un sentido innato de Dios que, aunque a menudo se ve ensombrecido por la sensación de que están viviendo de una manera que no está a la altura de lo que Dios quiere para ellos. Yo creo que compartiendo sus vidas y usando el lenguaje de sus existencias cotidianas, puedo vivir otra imagen de Dios. En la historia de la Visitación, María no dice nada. Ella simplemente lleva a Jesús a la casa de Isabel, y aquel a quien ella carga en su seno le habla a quien la otra lleva dentro del suyo. En la tumba de Foucauld está grabada esta frase: “Quiero gritar el evangelio con mi vida”. Yo creo que algo así acontece. Quizá aquellos que son más conscientes de su condición pecadora tienen mayor oportunidad de descubrir un amor como el de Dios. Ciertamente, esta fue la propia experiencia de Carlos de Foucauld.

Si Foucauld se ha desinstalado hacia el Sahara para llevar el evangelio a la gente de ahí, su primera tarea era aprender su lengua. Él había llegado a Tamanrasset con una traducción del evangelio, pero pronto descubrió qué poco útil era. Un amigo que era especialista en lenguaje bere-bere, le enseñó a comenzar a escuchar. UN lenguaje es mucho más que palabras. Pasaron horas alrededor de la hoguera escuchando a las personas cantar, recitar poesía y narrar sus hazañas valerosas. ¿No es acaso lo que Jesús hizo durante 30 años en Nazaret, donde aquel que es la Palabra de Dios guardó silencio y escuchó? La gente de Nazaret le dio a Jesús un lenguaje en el que pudo hablar de Dios: historias acerca de hijos que huyen a las grandes ciudades, y mujeres que barren sus hogares para encontrar monedas perdidas. Más tarde, la gente quedaría asombrada y cautivada escuchando a Jesús hablar del Reinado de Dios en términos arrancados de su propia vida.

Quizá el regalo especial de ser un contemplativo viviendo entre los pobres, en el bullicio de la vida diaria, es descubrir precisamente cuán abundantemente amó Dios al mundo. Y sentir un amor como el de Dios, bien adentro, y tocar a la gente que nos rodea.

Kathleen McKee es integrante de la Fraternidad de las Hermanitas de Jesús en Walsingham. Es autora de “El Hermano Universal: Carlos de Foucauld nos habla hoy» (ed. New City Press). La traducción es mía. Y, como seguramente tiene muchos errores, les dejo abajo el artículo en inglés, que apareció en la revista The Tablet en su edición del 14 de mayo de 2022.

In the footsteps of a saint

I WAS BORN in France but grew up in the city of London, Ontario. My father was a New Zealander and my mother French. My parents were deeply educated in their faith and religious books and conversations abounded at home. At 16, I was sent to Mexico on a student exchange. It ended rather badly, with me being shipped home nine months later. My parents were at the airport waiting for me. There were no questions, just a sense of gratitude that I was back safe and sound. I didn’t realise it at the time but the experience of the prodigal daughter would be the background on to which a call would be grafted.

During the following weeks, I picked up a copy of Letters from the Desert by Carlo Carretto. Until I began to read it I had vaguely thought of entering a cloistered order. But Carretto spoke of contemplation in the marketplace. It was a shock and a call. Hadn’t Jesus, Mary and Joseph lived in the small town of Nazareth? Could you make a better choice than theirs? The incarnation had made the bustle of everyday life a meeting place with the Father.

I was particularly intrigued and disconcerted by the central character. His name was Charles de Foucauld. This former French cavalry officer seemed oddly out of sync with the rest of an otherwise riveting book. Carretto wrote that Foucauld “was convinced that the most effective method of preaching the Gospel was to live it. Especially today, people no longer want to listen to sermons. They want to see the Gospel in action.”

I decided to seek out the communities inspired by the life of Foucauld. Eventually, in 1981, I joined the Little Sisters of Jesus in Montreal. They lived in a small house in a working-class neighbourhood. One of the sisters worked in the garment industry and another did cleaning jobs. The other two remained at home, so they could be available for neighbours and others who would often drop by. I was enchanted. Noise from the street would pour into the chapel through the window. Far from distracting me, it became part of my prayer, shaping it according to the conditions the Son of God himself had chosen.

During my years of formation, I learnt about our founder, Madeleine Hutin, who had taken the name Little Sister Magdeleine. She was easy to like, but the man whose life had inspired her, Charles de Foucauld, was a harder nut to crack. I only had my first profound encounter with him just before I took my final vows. By then I knew my community and myself much better. But it was a time of crisis. Should I or shouldn’t I go ahead with making this commitment? Chastity had a painful bite to it. I was in Paris, staying with my grandmother for a few days before rejoining the group preparing for this decisive step, when I got up early one morning and walked to the magnificent Church of Saint-Augustin in the 8th arrondissement. This was where Foucauld had had his life-changing encounter with Abbé Henri Huvelin. The same confessional was still there. I sat on the step for a long time, unburdening my heart. And that day a relationship began.

I BEGAN TO UNPACK the man and his message. Born into an aristocratic family in Strasbourg in 1858, Foucauld had turned away from the Church as a teenager and joined the French army. After his conversion, he had joined a Trappist monastery in Ardèche, France, and later transferred to one in Akbes, Syria. Leaving the monastery in 1897, he worked as gardener and sacristan for the Poor Clare nuns in Nazareth and later in Jerusalem. He would spend the last 15 years of his life among the Muslim Tuareg in the Algerian Sahara. In 1905, he came to Tamanrasset, where he lived a peaceful, hidden life. He attracted no companions. There were no conversions. He wrote rules for congregations that never came to birth and he died alone in the Sahara, killed by Tuareg rebels on 1 December 1916.

René Voillaume, the French priest who founded the Little Brothers of Jesus in 1933, took my understanding of Foucauld to a deeper level. He acknowledged that Foucauld’s gospel meditations could be dull and repetitive, but suggested we pay attention less to their content than to the consistency and zeal with which he undertook them. “He constantly strove to know Jesus better because you cannot love what you do not know.” That phrase cast all those meditations in a completely different light.

After I took my final vows, I was sent to Poland. I was asked to lead sessions about Charles de Foucauld, and after a few years I knew the details of his life story inside out. But the next question was: “What did that life mean for me?” I found the answer partly in conversations with other people … my own sisters, the little brothers, priests and laypeople. But it also lay in unpacking my own experience as a Little Sister. Charles’ intuitions were realised in the very house in which I lived. It’s there I was being taught to be “little”, to be a “sister” and, the hardest part, to be “of Jesus”.

Today I live in Walsingham, “England’s Nazareth”, where the community has had a presence for over 50 years. I arrived after more than 10 years as a member of the community’s formation team in Rome. It was an abrupt change to find myself back in a small town. I had begun my novitiate in Walsingham 35 years earlier, so it was very much a question of going back to the beginning “and knowing the place for the first time”. And now, rather than talking about Foucauld as I had done in Rome, I found myself living the message again. He often referred to the Visitation of Mary to her cousin Elizabeth as a kind of icon of his vocation. This was first of all a question of “setting out” as Mary had. Pope Francis often speaks of leaving our comfort zone in order to set out for the “peripheries”. At age 59 I was lucky enough to get a job as a housekeeper in a seaside hotel five miles away from the community’s home. It is a “setting out” in every sense of the word: I travel there by bicycle in all kinds of weather, but it is also a departure in the sense that I meet people who are very different from me, their lives often marked by rural poverty.

THERE ARE many ways of “being with” people, but taking a job puts you side by side with a random selection of people from very different backgrounds. All those I work with in the hotel know that I’m a nun, but what do they make of me? Foucauld liked to say: “The good you do depends not on what you say or do but on what you are.” I’m not sure that I come across as a shining example of an evangelical life. But my prayer is that through my presence people might discover God’s love and care for them. None of the people I work with is a churchgoer, and none has become a churchgoer since I started there. In this, I’m no more successful than Foucauld. But I have noticed that many people have an innate sense of God, though it is often overshadowed by a sense that they are living in a way that falls short of the life God wishes for them. I believe that through sharing their lives and using the language of their daily existence, I can live another image of God. In the story of the Visitation, Mary says nothing. She simply brings Jesus into Elizabeth’s house, and what she carries speaks to what the other carries deep within. Etched on Foucauld’s grave are the words: “I want to cry the Gospel with my life”. I believe that something like that happens. Perhaps those who are more aware of their sinfulness have a better chance at discovering a love of the kind God is. Certainly, that was Charles de Foucauld’s own experience.

If Foucauld had set out for the Sahara to bring the Gospel to the people there, his first task was to learn their language. He had arrived in Tamanrasset with a translation of the Gospel but soon discovered how worthless it was. A friend who was a specialist in Berber dialects taught him to begin by listening. A language is bigger than words. They spent hours around the campfire listening to people sing, recite poetry and narrate their valiant deeds. Isn’t that what Jesus did for 30 years in Nazareth, where the Word of God kept silence and listened? The people of Nazareth gave Jesus a language in which to speak about God: stories about sons that ran away to the big cities, and women who swept their homes to find lost coins. Later, people would be amazed and enthralled to hear Jesus speak of the Kingdom of God in terms of their own lives.

Perhaps the special gift of being a contemplative living among the poor, in the hubbub of the everyday, is to discover just how much God loved the world. And to feel a love of the kind that God is, well up inside, and to touch the people around us.


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