Empujada desde diferentes frentes y con el rostro de los muchos dolores que embargan a las y los habitantes de este país y los nombres de aquellos y aquellas que han muerto, segadas sus vidas antes de tiempo por la violencia que proviene de los dos bandos en guerra, la Marcha Nacional por la Paz con Justicia y Dignidad llegó al Zócalo de la ciudad de México y a una buena parte de las Plazas de las principales ciudades del país.
Era difícil que una marcha silenciosa fuera cooptada por partidos e ideologías variopintas. No dejó de haber, sin embargo, sus intentos. En la mayor parte de los casos, la limpidez del origen ciudadano y el dolor que nos convocó a los que decidimos participar hizo que la marcha saliera a flote sin que ningún grupo pudiera medrar políticamente con ella.
¿Podrán las y los políticos que nos gobiernan, aquellos que dirigen los partidos políticos, los que comandan las distintas secretarías, escuchar el clamor que se ha despertado a lo largo y a lo ancho de todo el territorio nacional, ese clamor que quiere ser minimizado por los monopolios de información electrónica, pero que –usando bíblicas palabras– clama al cielo?
Como dijera Javier Sicilia, el dolorido convocante, quizá sea ésta la última oportunidad que tengamos para revertir el sinsentido en el que se ha convertido este país, para callar los sainetes partidistas que apuntan a una elección que no será otra cosa sino –Sicilia dixit– las elecciones de la ignominia. ¿Qué habría que hacer? nos espetan a la cara quienes nos acusan de marchar “sin propuestas”. Una única verdad va saliendo a flote: no importa si los marchantes sabemos o no qué es lo que toca hacer, importa que quienes están en el gobierno no lo saben. Y eso es justamente lo peligroso, porque ha llevado la situación al extremo insostenible en el que nos encontramos.
Una enorme paciencia histórica parece estar llegando a su fin. La mayor sorpresa de la marcha fue detenernos en varios lugares, en Mérida cinco lugares, para ser precisos, y experimentar el horror de que no se nos acabaran los nombres de nuestros muertos. Desgranados con ternura, con delicadeza, casi en un susurro lastimero, fueron sonando los nombres de los 49 niños asesinados de la guardería ABC de Hermosillo, los nombres de los mineros de Pasta de Conchos, los de los migrantes secuestrados y asesinados, los de los jóvenes civiles que fueron sorprendidos por las balas al salir de su casa, del centro de diversión o de su escuela, los nombres de las y los activistas de derechos humanos que osaron confrontar a las autoridades y levantar la voz contra la complicidad de las autoridades. Todos estos muertos, nuestros muertos, fueron víctimas de delincuentes: de aquellos que delinquen desde las bandas ilegales y de aquellos otros que delinquen amparados en la impunidad que les otorga un cargo público.
Causa espanto pensar en los cientos, miles de personas a quienes ni siquiera podemos nombrar, porque sus cadáveres no fueron nunca identificados y yacen en alguna fosa oculta o en un sepulcro común. Quien defienda acríticamente la estrategia que sigue la Presidencia para combatir el crimen organizado, que vaya a argumentarla a los oídos de los padres y madres que han quedado con los brazos vacíos de hijos, a la casa de las familias de los niños calcinados en Sonora, a los transeúntes que no pueden ya salir a las carreteras con la seguridad de que retornarán sanos y salvos a su casa.
La distancia entre el sentir de los ciudadanos y ciudadanas y los intereses y la retórica gubernamentales, parece infinito. Quiera Dios que esta multitudinaria manifestación nacional siente las bases de un pacto nacional que nos permita comenzar a reconstruir el tejido social roto y a convertir este girón del planeta, por fin, en una casa donde quepamos todas y todos.
Me solidarizo con las palabras y reclamos de Sicilia, pero, me parece que le falta el decir abiertamente a cada ciudadano mexicano el compromiso que tiene de actuar con justicia, con responsabilidad, con respeto a la dignidad humana, por mantener la paz. Lo que se ve es lucha por poder y por dinero. No estoy de acuerdo en que el estar en la pobreza sea la justificación de matar, mas bien veo ambición desmedida y falta de encontrar a gentes respetuosas, ciudadanos justos, responsables, hacedores de paz.
¿Nos va a compartir su nota en La Otra Chilanga, padre?