Iglesia y Sociedad

A PROPOSITO DEL PODER

19 Jul , 1993  

«El poder corrompe, y el poder absoluto, corrompe absolutamente». Con estas palabras Lord Acton señalaba la muy común opinión de que el poder es como un demonio que engulle a la persona humana y le hace perder el sentido de la realidad. Que el poder -al menos en muchas ocasiones- corrompe, es una constante en la experiencia humana. Baste recordar los regímenes represivos y totalitarios que la Europa del Este padeció en el presente siglo, o las dictaduras militares que caracterizaron el espectro político latinoamericano, o los escándalos de Watergate en los EE.UU. y de corrupción en el financiamiento de los partidos en Italia. En nuestro país podemos constatar la corrupción del poder todos los días, pero se hace más patente en el último año de cada sexenio.
No podemos negarlo: el poder tiene sus riesgos. La revelación bíblica tiene como una constante la denuncia de los abusos del poder, de parte de quienes gobiernan los ámbitos político y religioso. Los reyes y pastores eran severamente juzgados por los profetas que, desde la perspectiva de Dios y del pueblo pobre, criticaban la actuación de los gobernantes: «Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos… se comen su enjundia, se visten con su lana; matan a las más gordas y a las ovejas no apacientan; no fortalecen a las débiles, ni curan a las enfermas, ni vendan sus heridas; no recogen a las descarriadas, ni buscan a las perdidas; y maltratan brutalmente a las fuertes…» (Ez 34,2-5).
Más tarde, llegada la revelación definitiva, es el ejemplo mismo de Jesucristo y no sólo su palabra, lo que nos da la más grande lección acerca del uso del poder. Inspirado en la profecía de Zacarías 9,9-15, Jesucristo entra a Jerusalén como el príncipe de la paz, el destructor de aquellos poderes que se basan en la fuerza de las armas o de la injusticia. Más tarde, en la cena con sus amigos, asume la posición de esclavo para recalcar que el poder sólo tiene sentido cuando se convierte en servicio a los demás. Al final de su vida, Jesús muere crucificado a mano de los poderosos, indefenso, Dios del no-poder.
Pronto serán las elecciones locales; dentro de no mucho tiempo más, todo el país comenzará a sacudirse con los dolores de parto sexenales. Los cristianos tenemos el reto de hacer que el valor evangélico del servicio modifique las actuales prácticas de poder.
¿Cómo evangelizar el poder político? A esta pregunta responde la iglesia latinoamericana con la proclamación insistente de los valores de una genuina democracia pluralista, justa y participativa. Dice el Papa Juan Pablo II en la encíclica «Centessimus Annus», que «la iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica» (CA 46).
En nuestro continente, la sustitución de los regímenes dictatoriales militares por democracias formales ha sido, indudablemente, un avance. Sin embargo, recientes fenómenos ocurridos en Brasil y Argentina nos muestran que las democracias pueden ser carcomidas por el fenómeno de la corrupción. Por otra parte, el ideal de democracia formal inspirado en el modelo estadounidense no termina de satisfacer las aspiraciones de nuestros pueblos a la justicia distributiva y a la igualdad de oportunidades.
En nuestro país se ha convertido en una obsesión hablar de democracia. Se habla de democracia imperfecta, incompleta, perfectible, formal, transparente, etc.; hay hasta quienes quieren suprimirle todos los adjetivos. Sin embargo, el paraíso democrático mejicano está más cerca del infierno que del cielo. Las aperturas democráticas verbales no encuentran correspondencia en el plano de la práctica. Junto a rimbombantes declaraciones de «esta vez sí habrá limpieza», hay vergonzantes leyes electorales y se enseñorea todavía por el país la cultura del fraude electoral.
La hegemonía de un solo partido en el poder, es signo de primitivismo político y muestra clara de la imperfección de nuestra democracia. Por eso, la llamada de los Obispos en Santo Domingo tiene importantes resonancias para los cristianos de nuestra patria: «(Hay que) iluminar y animar al pueblo hacia un real protagonismo. Crear las condiciones para que los laicos se formen según la Doctrina Social de la Iglesia, en orden a una actuación política dirigida al saneamiento, al perfeccionamiento de la democracia y al servicio efectivo de la comunidad… orientar a la familia, a la escuela y a las diversas instancias eclesiales, para que se eduquen en los valores que fundan una auténtica democracia: responsabilidad, corresponsabilidad, participación, respeto a la dignidad de las personas, diálogo, bien común» (DSD 193).
Pero, en esta tarea, no hay que olvidar el ejemplo del Maestro: la más grande y penetrante crítica al poder, la única que puede motivar su transformación, se hace desde la perspectiva del no-poder, es decir, desde los de abajo, los débiles, los sin-defensa. Sólo así lograremos que el poder sea servicio.


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