Tengo un amigo que cambió su vida al conocer a Jesucristo; de él escuché una vez este ejemplo que me llamó mucho la atención: «Nuestra vida es como una casa. Tiene muchos cuartos. Algunos de ellos están bien arreglados y listos para ser visitados por los demás; los mostramos con orgullo. Pero hay también otras partes de la casa que escondemos: el baño, la cocina, o algún cuarto de trebejos, no están nunca listos para ser visitados. Los escondemos porque nos avergüenzan. Siempre habrá un pretexto para mantenerlos así, y pasarán días, meses, años, sin que nos atrevamos a limpiarlos o a dejar entrar en ellos a alguien.
«Cuando yo conocí a Jesucristo -prosigue mi amigo- le abrí las puertas de mi casa; quise, sin embargo, reservarme aquellos cuartos sucios y vergonzantes. Lo dejé entrar a mi sala y a mi comedor, pero le prohibí la entrada al baño y a la cocina. Pronto comprendí que mi conversión no era otra cosa que una farsa. Si no era capaz de abrirle a Jesús todos los rincones de mi casa, mal podía llamarme cristiano. Entonces pasé por la experiencia de la humillación; hubo alguien a quien -por fin- le enseñé mis miserias. Y no me arrepiento… al fin y al cabo, la limpieza de esos cuartos se la debo a él. Ahora me esfuerzo por mantener mi casa limpia y sé, en lo profundo de mi corazón, que toda ella le pertenece a Jesús…»
Hasta aquí el ejemplo de mi amigo. Recurro a él porque algo similar puede decirse del campo de la conversión, ya no personal, sino social. Nuestra sociedad es una casa de muchos cuartos. Si pretendemos que esté animada por el espíritu cristiano, debemos dejar que los valores del evangelio la permeen totalmente. Es muy fácil ser cristiano en lo privado, pero vivir como si no hubiera Dios en lo público. No hay que olvidar que los torturadores suelen ir a Misa los domingos.
Uno de los cuartos de la vida social en el que casi nunca dejamos que entren los valores cristianos es la economía. Nos parece a veces que es un campo al que el evangelio no tiene nada qué decir. Es el engaño de la serpiente, la exclusión de Dios de nuestro horizonte, el secularismo que nos convierte en ateos prácticos. No estoy abogando por una economía CONFESIONAL, que se presente como abanderada de los valores evangélicos o de la civilización del amor. No. Me refiero a lo mismo a lo que el Papa Juan Pablo II se ha referido en sus cartas sociales (Laborem Exercens y Centessimus Annus) al hablar de PRIMACIA DEL HOMBRE SOBRE EL DINERO, DEL TRABAJO (trabajador) SOBRE EL CAPITAL. Es decir, que una economía cristiana no será la que se ostenta como tal, sino aquella que es capaz de organizarse en beneficio de todo el hombre y de todos los hombres.
Cuando, en cambio, la economía se rige solamente por las fuerzas de la oferta y la demanda, y el mercado se ve como una especie de dios al que hay que sacrificar todo. Cuando el desarrollo se identifica con crecimiento económico, independientemente de la distribución equitativa de los bienes entre los verdaderos creadores de la riqueza productiva, estamos de frente a un mostruo idolátrico que excluye la justicia y la fraternidad de la organización económica.
Este dejar la economía en manos de la competencia de los más fuertes o en manos de la oferta y la demanda, termina siempre por acumular de manera desmedida los bienes en manos de unos pocos; suprime la participación del comercio y de la industria en pequeño y termina por hacer una sociedad de asalariados, con una exigua minoría de potentados. A este fenómeno social, que excluye los valores de la fraternidad, la justicia, la compasión, del mundo de la producción económica, le llamamos NEOLIBERALISMO.
Es cierto que el NEOLIBERALISMO ha sido propuesto como alternativa a un modelo de organización económica que falló: el modelo de organización estatal al que durante algún tiempo llamamos SOCIALISMO REAL; también es cierto que la caída de los regímenes de la Europa Oriental ha hecho que el NEOLIBERALISMO aparezca como la única solución válida a los problemas de la producción de riqueza y de organización de la sociedad. Se dice, incluso, que el NEOLIBERALISMO no es más que la LIBERTAD en cuanto dinamismo económico.
Sin embargo, la realidad es cruda. En nuestro país, la cruzada neoliberal encabezada por el gobierno actual, ha significado mayor miseria para la mayoría de la gente. Es curioso escuchar hablar de una «recuperación económica» que se advierte sólo en las cifras oficiales y no en las mesas de las casas pobres: en ellas no hay recuperación ninguna. Asombra oír hablar de «apoyos productivos» y ver a Méjico convertirse en un país maquilador, de mano de obra barata. Un país en el que los ricos son cada vez más ricos, a costa de pobres cada vez más pobres. Incluso los más arduos defensores de que la libertad se identifica con el dominio de las fuerzas del mercado, dan marcha atrás cuando contemplan las consecuencias de miseria que trae la aplicación de los planes neoliberales. Surgen entonces los programas correctivos de asistencia social, de combate a la miseria. Y, con ellos, nos vuelve otra vez la duda: ¿no será que estamos creando los enfermos, y después les construímos los hospitales?
La caída del régimen soviético nos enseñó que la IGUALDAD es un ideal inalcanzable a no ser que se aplique por la fuerza, lo que implica despotismo. La actual avanzada del neoliberalismo nos enseña que, al menos en el campo económico, la LIBERTAD tiende a convertirse en tiranía de los más poderosos sobre los más débiles y que, por lo tanto, debe tener un límite. Como dice Octavio Paz, «el puente entre ambas es la fraternidad, la gran ausente de las sociedades democráticas capitalistas. La fraternidad es el valor que nos hace falta, el eje de una sociedad mejor» (Vuelta 195, pag. 28).
No habremos permitido, pues, la entrada de Jesucristo y sus valores al campo de la economía, mientras no organicemos la sociedad de manera que no sea productora de pobreza para las mayorías, sino de vida, y de vida abundante para todos.