Conocí a Alberto Athié en mis años de estudio en Roma. Vecinos de piso, platicábamos con frecuencia y no tengo sino recuerdos agradables de nuestras conversaciones. Él era algunos años mayor que yo. Había entrado al seminario después de estudiar algún tiempo en la facultad de medicina.
Después de nuestra convivencia en Roma volví a encontrarlo en la ciudad de México. Él trabajaba ya en la Comisión Episcopal de Pastoral Social, mientras que yo pertenecía a un equipo de derechos humanos y coincidimos en un encuentro promovido por la organización del Episcopado Alemán, Misereor, que financiaba proyectos de desarrollo en países del Tercer Mundo.
Fue un reencuentro amistoso que, además, podría haber tenido resultados de colaboración en nuestros respectivos trabajos, pues la oficina del Episcopado Mexicano en la que él trabajaba estaba interesada en entablar contactos con las organizaciones de derechos humanos que fueran de la iglesia católica o que, como en el caso de mi organización, estuviera basada en principios cristianos, de manera que pudiera provocarse una sinergia que aglutinara esfuerzos en una misma dirección.
Yo me manifesté un poco escéptico ante la propuesta. Mi experiencia con las altas autoridades eclesiásticas no había sido del todo satisfactoria en el campo de la defensa de los derechos humanos. Entonces volví a escuchar al Viejo Athié y su alma conciliatoria. Como en nuestras antiguas conversaciones en el Colegio Mexicano de Roma, él me tomó del brazo y me dijo que confiara en la buena voluntad de los obispos. Que a pesar de las dificultades que yo hubiera podido tener en mi trabajo con algún o algunos obispos, debía tener la confianza de que muchos otros pastores mexicanos estaban dispuestos a asumir el trabajo de la defensa de los derechos humanos como parte integral de la evangelización.
Hubiéramos querido continuar nuestra conversación, pero las premuras de los trabajos del encuentro nos lo impidieron. Aunque no puedo asegurarlo con certeza, creo que para ese tiempo estaba ya él implicado en la exigencia de justicia en favor del padre Juan Manuel Fernández Amenabar, sacerdote que fue abusado durante mucho tiempo por el pederasta fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel Degollado. No obstante, con tono paternal, me había insistido en que no abandonara yo la esperanza en relación con los obispos católicos. De ese tamaño fue siempre su fidelidad a la iglesia.
Sólo cuando la historia de los abusos cometidos por el fundador de la Legión de Cristo fue ya inocultable, a pesar del contumaz ocultamiento por parte de muchos jerarcas eclesiásticos, vine a tener nuevas noticias de Athié. En algunos de los cursos que suelo sostener con agentes de pastoral hispana en la arquidiócesis de Chicago, me enteré que Athié había estado en esa ciudad norteamericana durante algún tiempo, justo en la época en que las acusaciones de pederastia en muchos países demostraron que la depredadora conducta de Marcial Maciel, sostenida por la complicidad de la cúpula legionaria y de muchos obispos y cardenales, no era un hecho aislado, sino muestra de un grave desorden estructural dentro de la iglesia.
Alberto Athié, fiel a su conciencia, llevó su personal batalla hasta las más altas esferas eclesiásticas, convencido de que el perdón no está reñido con la búsqueda de la justicia. Su testimonio de coherencia lo llevó a la dolorosa decisión de dejar el ministerio sacerdotal cuando todas las puertas se le cerraron y comprendió que para ciertas cúpulas en el Vaticano, la protección del prestigio de la iglesia estaba por encima de los derechos humanos de las víctimas. Entonces, decidió dejar de ser sacerdote para poder seguir siendo cristiano.
He vuelto a encontrarme con Athié, pero esta vez no ha sido un encuentro personal, sino con su testimonio escrito, valiente y dolorido, en el libro «La voluntad de no saber», una invaluable colección de documentos que Athié firma junto con los doctores José Barba y Fernando González. Reconozco su voz grave y conciliadora detrás de esas líneas en las que también se dibuja su dolor de años. Y siento que lo aprecio más que nunca.
El libro publicado por la editorial Grijalbo es demoledor. La herida que el caso de Marcial Maciel y sus cómplices, en la Legión y fuera de ella, ha causado a la iglesia y a su credibilidad es inmensa. No sé cuánto tiempo llevará para que esta herida cicatrice. Sobre todo porque muchos de esos cómplices no han reconocido aún su culpa ni han pedido perdón.
Estoy convencido de que la cicatrización no ocurrirá sino hasta que nos confrontemos con el esplendor de la verdad y nos reconciliemos, comunitariamente hablando, con el evangelio de Jesucristo. El libro de Athié, Barba y González por duro que sea, es lectura imprescindible para quienes seguimos creyendo, tercamente, que una reforma de la iglesia es indispensable e ineludible.
Seguramente valdrá la pena conseguir el libro y leerlo. Y eso que "el perdón no está reñido con la búsqueda de la justicia". ¡Gracias por la recomendación!
Muchas gracias por esta reflexión que nos muestra la gran falta de justicia que nos hace falta al interior de la Iglesia. Es lamentable que hombres valiosos como Athié tengan que dejar la Iglesia, practicamente obligados, para continuar con sus ideales de justicia. Un abrazo
Y regresamos a lo que tanto condenó Jesus en su época, los fariseos cubriendo hipócritamente las formas y sacrificando la dignidad y los derechos del ser humano, lo bueno es que aun hay muchos Jesús, muchos Cristos, aunque a veces son injustamente sacrificados.
Honesto y admirable escrito, igualmente, gracias Raul.
Y regresamos a lo que tanto condenó Jesús en su época, la hipocresía de los fariseos……
Padre Raúl, muchas gracias.