(Palabras pronunciadas en el Conversatorio en el homenaje a José Emilio Pacheco promovido por Proyecto Utopía AC. Foro Cultural Amaro, 14 de junio de 2016)
José Emilio Pacheco (1939-2014) ha sido para mí una sorpresa continua desde que lo conocí en cuento y narrativa. Animal de libros, anónimo constructor de arquitecturas literarias diversas, José Emilio Pacheco tiene alma de voyeur. Me recuerda un poco a nuestro coterráneo Juan García Ponce, otro gran visualizador del mundo, espíritu aprisionado que otea desde la inmensidad de su interior la realidad que parece escabullirse, y le pone los pies en la tierra, y la ata con los grilletes de la palabra, un escritor que hace resbalar sus ojos sobre las cosas, los cuerpos, las vestimentas, los acontecimientos históricos, las pinturas, las obras literarias de otros y otras. Juan García Ponce y José Emilio Pacheco son nuestros voyeurs de cabecera, auténticas glorias literarias.
No haré yo referencia al Pacheco de la narrativa o de la crítica, ni hablaré de la legendaria columna ‘Inventario’ que José Emilio mantuviera, con inquebrantable espíritu crítico e insaciable curiosidad de investigador, durante muchos años en la sección cultural de la revista Proceso, ni hare mención de sus novelas cortas o sus libros de cuentos. No lo haré por dos sencillas razones: la primera transita por mis aficiones personales: tengo una especial debilidad por la poesía de Pacheco. Su obra narrativa, igual de sopesada y laboriosa que la poética, me sorprende y me entusiasma, pero su poesía me deslumbra, me deja sin palabras, me hace rozar, así sea por un momento apenas, el umbral del misterio, el abismo de una lucidez total y, por lo mismo, aterradora. La segunda razón es que en esta conversación hay más participantes: Romina España y Rodrigo Llanes se han referido ya, con muchas más luces que este servidor, a otros aspectos de la obra de José Emilio.
Quisiera, pues, decir unas palabras y leer algunos poemas de la vasta producción poética de JEP. Tenemos la fortuna, desde 1980, hace 36 años, de contar con una colección curada, revisada, corregida y progresivamente aumentada, de los poemas fundamentales de JEP. Se trata de 14 libros, editados a lo largo de toda su carrera, reunidos en una sola colección, cuya última edición, la de 2009 en su tercera reimpresión, ya póstuma, del 2014, pudo conseguirse en la pasada Feria Internacional de la Lectura en Yucatán (FILEY 2016). Mi intención era leer un poema de cada libro, y aunque la mayor parte de los poemas de JEP, sobre todo los de última generación, son breves, me temo que ello me haría sobrepasar el tiempo con el que cuento. Así que haré algunos comentarios y solamente leeré unos cuatro o cinco poemas que ilustren mis palabras.
El primer libro de la colección se llama Los elementos de la noche y, publicado en 1963, reúne poemas escritos entre 1958 y 1962. Se trata de los poemas juveniles de JEP, algunos de ellos escritos cuando el poeta no alcanzaba los 20 años de edad. Todavía puede encontrarse en este libro la maestría de algunos sonetos totalmente clásicos en su estructura formal. JEP liberaría su poética de las cárceles formales, siguiendo la espléndida definición de Juan Villoro en su novela El Testigo: “Los obstáculos fomentan raras soluciones. Piense nomás en lo que se ha dicho gracias al soneto, que obliga a ser libre entre catorce rejas”.
El segundo libro de JEP es El reposo del fuego que reúne los poemas escritos entre 1962 y 1964. Es este libro, me parece, el primer atisbo a los temas que se convertirán en el sello de la poética de JEP: la caducidad, el inexorable paso del tiempo, la desencantada mirada lanzada a la inútil aventura de vivir. El tercer libro de JEP, No me preguntes cómo pasa el tiempo reúne los poemas escritos entre 1964 y1968. La mirada de José Emilio se afina. El eterno testigo nombra la tragedia de 1968 y contiene al, quizá, más conocido de los poemas de JEP, recitado de memoria a lo largo de los años: “Alta Traición”, que sería un pecado no leer en este homenaje:
No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques, desiertos, fortalezas, / una ciudad deshecha, gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / -y tres o cuatro ríos.
De su quinto libro, Desde entonces, que reúne los poemas que van de 1975 a 1978, uno de los libros que más me gusta, he elegido un poema, Cerdo ante Dios, que revela la extraordinaria manera en que JEP desgrana el drama del dolor inocente y sus ribetes religiosos y entre acentos satíricos expone el sufrimiento… de un cerdo. Un poema que sería del gusto (o del disgusto) de los veganos actuales:
Tengo siete años. En la granja observo / por la ventana a un hombre que se persigna / y procede a matar un cerdo. / No quiero ver el espectáculo. / Casi humanos, escucho / alaridos premonitorios. / (Casi humanos es, dicen los zoólogos, / el interior del cerdo inteligente, / aún más que perros y caballos.) / Criaturitas de Dios los llama mi abuela. / Hermano cerdo, hubiera dicho san Francisco / Y ahora es el tajo y el gotear de la sangre / y soy un niño pero ya me pregunto: / ¿Dios creó a los cerdos para ser devorados? / ¿A quién responde: a la plegaria del cerdo / o al que se persignó para degollarlo? / Si Dios existe ¿por qué sufre este cerdo? / Bulle la carne en el aceite. / Dentro de poco / tragaré como un cerdo. / Pero no voy a persignarme en la mesa.
El siguiente libro, Los trabajos del mar, es apasionante. Reúne los poemas que van de 1979 a 1983. Un poema, el que encabeza el libro, me subyuga de manera particular. Se llama “El pulpo” y no puedo olvidarlo. Lo recuerdo lo mismo cuando leo en la prensa la noticia del inicio de la veda del molusco, que cuando en el bar de mediodía me sirven en un plato, como botana, el pulpo recién capturado. En ambos casos no puedo desprenderme de la imagen soberbia que me legó José Emilio. Leo el poema
Oscuro dios de las profundidades, / helecho, hongo, jacinto, / entre rocas que nadie ha visto, / allí en el abismo, / donde al amanecer, contra la lumbre del sol, / baja la noche al fondo del mar y el pulpo le sorbe / con las ventosas de sus tentáculos tinta sombría.
Qué belleza nocturna su resplandor si navega / en lo más penumbrosamente salobre del agua madre, / para él cristalina y dulce. / Pero en la playa que infestó la basura plástica / esa joya carnal del viscoso vértigo / parece un monstruo. Y están matando / a garrotazos / al indefenso encallado.
Alguien lanzó un arpón y el pulpo respira muerte / por la segunda asfixia que constituye su herida. / De sus labios no mana sangre: brota la noche / y enluta el mar y desvanece la tierra / muy lentamente mientras el pulpo se muere.
El poema describe como anillo al dedo el talante del poeta. La imagen genial: el pulpo que se traga la noche en el fondo del mar, vampiro interoceánico, chupador de penumbra. Después, la aparentemente ingenua pregunta que subyace al poema y que revela la pasión del poeta por la oscuridad: ¿adónde se va la noche cuando el sol, sin pudor, abre sus rayos? La noche emigra al fondo del mar, a esperar de nuevo su tiempo de grisura y negritud. Y mientras dura la permanencia obligatoria de la noche ignorante que espera distraída, bajo el mar, la hora de su venganza de sombras, el pulpo, escondido entre las rocas, realiza su obra mayor: se roba el corazón de la noche y se llena de su negra tinta.
Pero la sombría belleza del molusco que navega centelleante por las nocturnas aguas se ve interrumpida por su apocalipsis personal. Su belleza se torna monstruosa cuando, en el marco de una playa devastada por los signos del ‘progreso’ desenfrenado, aparece atravesado por el arpón. Y la imagen del Armagedón se concentra como en una fotografía: el pulpo muere a garrotazos en medio de desteñidas botellas de plástico no degradable. ¿Hay acaso imagen más cruda del fin del mundo que todos nos venimos preparando, de este asesinato cruel del ecosistema, que este molusco que se retuerce ante el embate de una doble violencia: la basura eterna y el golpe brutal?
Es entonces que el pulpo deja escapar de la boca su tesoro resguardado. El pulpo recibe muerte y a cambio, en inusitada muestra de obligada generosidad, nos devuelve la noche que se había robado. El molusco se convierte de víctima en verdugo, cuando la oscuridad que vomita en su agonía, llena de oscuras sombras el mar y hace que la tierra desaparezca en medio de la noche.
José Emilio Pacheco es así: profeta del desastre, mirada vigilante ante el derrumbe, lamentación que brota desde el caos. Su poesía es acuciosa, penetrante, devastadora. Ya en El reposo del fuego clamaba con voz adolorida:
¿Para qué estoy aquí, cuál culpa expío, / es un crimen vivir, el mundo es sólo / calabozo, hospital y matadero, /ciega irrisión y afrenta al paraíso?
Y después de la experiencia de Tlatelolco, en que el autoritarismo tomó la forma de bala asesina, escribía:
Muchachas y muchachos por todas partes. / Los zapatos llenos de sangre. / Los zapatos sin nadie llenos de sangre. / Ya todo Tlatelolco respira sangre.
José Emilio Pacheco no es otra cosa que un testigo lúcido de nuestro tiempo.
Después de tres libros más, Miro la tierra (Colección 1984-1986), Ciudad de la memoria (Colección 1986-1989) y El silencio de la luna (Colección 1985-1996) llega otro de mis libros preferidos: La arena errante (Colección 1992-1998). Nunca como en este libro, el más extenso y hondo de su producción poética, había notado en José Emilio Pacheco esta especie de culto a la fugacidad de la vida, al tiempo que se escapa, al presente que un día será memoria. Ya de Pompeya había dicho antes, en un breve poema:
La tempestad de fuego nos sorprendió en el acto / de la fornicación. / No fuimos muertos por el río de lava. / Nos ahogaron los gases. La ceniza / se convirtió en sudario. Nuestros cuerpos / continuaron unidos en la piedra: / petrificado espasmo interminable.
Ahora dice:
Advierto que también este día se ha de volver algún día / la más remota prehistoria. / Y en la Pompeya futura, / nuestra ciudad de ahora mismo, / otro equipo de excavación / rescatará las cosas humildes / que gastamos gastando la triste vida / -sin pensar nunca / en que también serán a largo plazo vestigio, / ruinas de lo impensable inmemorable.
La consideración del tiempo es una de las obsesiones de las mentes lúcidas, cómo se juegan las relaciones íntimas entre lo que hoy llamamos ayer y mañana, qué sobrevivirá y nos sobrevivirá, cuánto de vida puede llevarse en el puño cerrado el cadáver del amigo más próximo. ¿Algo se salva? La mirada de José Emilio Pacheco no quiere ser complaciente. Desde el epígrafe de Jorge Luis Borges con el que inicia el libro aparece el desencanto: “Todo lo arrastra y pierde este incansable / hilo sutil de arena numerosa. / No he de salvarme yo, fortuita cosa / de tiempo, que es materia deleznable”.
JEP observa insomne las señales del deterioro del mundo y de las cosas. Sabe que el tiempo es fugaz, veloz, que todo será devorado y que la eternidad es solamente un deseo, la proyección ilusoria de todo lo que quisiéramos detener. José Emilio es implacable:
El tronco de aquel árbol en que un día / inscribí nuestros nombres enlazados / ya no perturba el tránsito en la calle: / ya lo talaron, ya lo hicieron leña.
Y, sin embargo, los poemas de José Emilio, en su deslumbrante lucidez, son también cánticos celebrativos del único privilegio que nos es concedido a todos y a todas, aunque sea por un breve espacio de tiempo: estar vivos. Cuando canta al desvanecimiento de la memoria, a la posibilidad cierta de ser solamente un momento fugaz en una historia que nos sobrepasa y que nadie controla sino el azar, las imprevisibles coincidencias, los acontecimientos sin causa y sin efecto, no puede uno dejar de celebrar el momento presente, el único en el que en verdad somos lo que somos:
La luz dibuja el mundo en el rocío. / De las tinieblas brota el nuevo sol. / Es la hora en que se nace / y acaban su trabajo los mataderos.
La poesía de José Emilio, desde el reverso de la medalla, se hace eco de aquella reflexión de Luis de la Barreda, primer Ombudsman del entonces Distrito Federal: “No lo registran los periódicos, las revistas ni los noticiarios. No está publicado en ningún libro de historia contemporánea ni de sucesos actuales insólitos. No lo explican los psicólogos, los antropólogos ni los sociólogos. No lo curan los médicos. No aparece en mi currículum. Pero está aquí, me acompaña siempre, indeleble, omnipresente, trémulo. Lo guarda un ángel de sueño. Echa a tañer al viento sus legiones de luz. Traza en el cielo naranja amores en diluvio. Está en el aire de mi voz. Es como una respiración de flautas y un aleteo de violines. Es como una bruma de magnolias. Es un alborozo delirante que penetra los secretos del mundo, un júbilo que por su intensidad y sus alcances pareciera que no podrá durar sino un instante, pero que consigue la hazaña diaria no sólo de continuar, sino de llegar cada vez más alto. Sé de qué magnitud es el prodigio de estar vivo”.
Cuando miro hacia atrás el siglo en que nací, el siglo pasado, cuando sigo detalladamente su cauda de infamias y de sangre, me digo que ningún programa televisivo puede sintetizar la experiencia que ha cincelado un dolor tras otro. No hay descripción histórica que pueda transmitir, en su acumulación de datos exactos y de nombres impronunciables, la sensación de vorágine que nos coloca desnudos y desarmados ante el sinsentido de las pasiones humanas y el caos que produjeron las ideologías. No es casual que la mayor parte de los poemas de José Emilio haya visto la luz cuando estábamos en la transición entre dos siglos, hacia el final de una de las etapas más sangrientas de la historia de la humanidad.
Pero ojalá hubiera sido cosa solamente del pasado siglo. El actual, el XXI, va atravesando su segunda década, en medio de un mar de degradación y de sangre. Se trata de la tragedia de Ayotzinapa y de Tlatlaya, pero también de los infames asesinatos de periodistas en el Veracruz de Duarte, o los gays masacrados en Orlando. Todos acontecimientos que desangran la esperanza y ponen diques al florecimiento de la utopía. Se lo dijo, con nostalgia, Fernando del Paso cuando, al recibir el premio que lleva el nombre de JEP, le mandó una carta al más allá donde le decía: “Quiero decirte que a los casi ochenta años de edad me da pena aprender los nombres de los pueblos mexicanos que nunca aprendí en la escuela y que hoy me sé sólo cuando en ellos ocurre una tremenda injusticia; sólo cuando en ellos corre la sangre: Chenalhó, Ayotzinapa, Tlatlaya, Petaquillas…. ¡Qué pena, sí, qué vergüenza que sólo aprendamos su nombre cuando pasan a nuestra historia como pueblos bañados por la tragedia! ¡Qué pena también, que aprendamos cuando estamos viejos que los rarámuris o los triques mazatecas, son los nombres de pueblos mexicanos que nunca nos habían contado, y que sólo conocimos por la vez primera cuando fueron víctimas de un abuso o de un despojo por parte de compañías extranjeras o por parte de nuestras propias autoridades!
Ante un tiempo como el nuestro, síntesis del azoro contemplativo ante la belleza, pero también de los hondos abismos a los que puede llegar la estupidez humana, sólo la poesía puede dar al ser humano un asomo, tan breve y tan endeble como lo es la palabra misma, pero al mismo tiempo tan certero y deslumbrante, de lo que significa la honda experiencia de existir. Lo dice con mejores palabras Joseph Brodsky: “En ciertos períodos de la historia, sólo la poesía –la suprema versión del lenguaje– es capaz de tratar con la realidad gracias a que la condensa en algo asible, algo que la mente no podría captar de otra manera”. La poesía, pues, no los programas informativos de la televisión.
Permítanme decir una última palabra sobre la poesía de JEP, quizá, el poeta mexicano que más ha reflexionado en sus poemas sobre el oficio poético. En este campo también sus conclusiones son lúcidamente desalentadoras:
Escribir / es vivir / en cierto modo. / Y sin embargo todo / en su pena infinita / nos conduce a intuir / que la vida jamás estará escrita.
O cuando, en un hermoso poema mínimo que titula Oficio de poeta afirma:
Ara en el mar. / Escribe sobre el agua.
O, finalmente, cuando en su poema titulado Escrito con tinta roja afirma:
La poesía es la sombra de la memoria / pero será materia del olvido. / No la estela erigida en la honda selva / para durar entre sus corrupciones, / sino la hierba que estremece el prado / por un instante / y luego es brizna, polvo, / menos que nada entre el eterno viento.
Este podría ser el inicio de otra larga perorata que voy a ahorrarles. He hablado ya de más. Quiero terminar con un poema de Arena Errante, que me viene muy bien ahora que, cumplidos mis 58 años, comienzo a encaminarme hacia la muerte. Y lo hago, contento de trabajar los últimos 25 años en el Equipo Indignación, a quienes he llamado en otras ocasiones las hormigas de los derechos humanos. Para ellas y ellos, insomnes forjadores de futuro, consigno como homenaje este poema que JEP titulara Hormiguedad:
Prefiero ser hormiga. / En las inmensas columnas / nada que me distraiga de mi deber en la tierra. / No hay lugar para el yo, / para el amor más terrible que es el amor propio. / La vanidad resulta impensable. / No queda espacio / para rivalidades o querellas de grupo. // Carezco de importancia: tengo misión. / Cumplo con mi papel aunque soy consciente / de que me esperan la vida brutal y breve, / el final absurdo (como individuo) / pero la gloria absoluta / en tanto hormiga triunfante, / especie que nada o nadie / podrá borrar de este mundo. // Menos que nadie / esos gigantes lamentables, obsesionados / con gasearnos y pisotearnos. / La invulnerabilidad colectiva / es nuestro don, y no / -lamento decirlo- el suyo. // Aquí estamos y seguiremos / las invisibles hormigas. / Los humanos, en cambio, nunca / podrán hablar así de ellos mismos.
Agradezco a Proyecto Utopía que me haya permitido participar en este homenaje a uno de los poetas mayores y más entrañables de México y manifestar, así, el afecto a toda prueba que siento por José Emilio Pacheco (que se puede querer de manera entrañable a las personas sólo por las palabras que brotan de sus manos, ¿verdad Cortázar?), la alegría que me produce el que hayamos coincidido, él y yo, en esta hendija entre dos siglos, el gozo inefable que experimento al leer su poesía. En realidad, todo este rollo era para que todos y todas supieran que me enorgullezco de que José Emilio Pacheco sea mexicano, yo que soy tan poco dado a la patriotería, y que le deseé a México y al mundo, cuando el poeta cumplió 75 años, (y lo sigo haciendo) como se le desea al oído al festejado en un cumpleaños, ‘muchos poetas como éste’.
Gracias.