Hace algunos años se publicó “En qué creen los que no creen”, un interesante intercambio epistolar entre un representante de la cultura laica, Umberto Eco, y un ministro religioso de singular talante, Monseñor Carlo María Martini. Ambos escritores tratan en sus respectivas cartas numerosos temas, pero subyace en el fondo de la conversación una cuestión fundamental: ¿es posible crear un piso ético común entre creyentes y no creyentes? ¿Hay lugar en este tiempo para una ética de mínimos compartidos entre quienes profesan alguna religión y quienes organizan sus vidas al margen de ella?
La pregunta conserva toda su actualidad en nuestro tiempo, cuando vemos estallidos de violencia de origen fanático, amparados en tal o cual doctrina religiosa. Los grandes problemas de la humanidad: la desigualdad, la discriminación, el hambre, el deterioro medioambiental, la violencia… requieren para su solución mucho más que de acciones aisladas de grupos humanos, por numerosos que sean: es necesaria una toma de posición en cuanto humanidad frente a estos problemas. Y en esta humanidad, coexistimos creyentes y no creyentes. Y en este proceso de secularización en el que vivimos, es necesario encontrar plataformas comunes que nos ayuden a entendernos y llegar a consensos mínimos, con argumentaciones racionales, sopesadas, que se presenten como visiones en diálogo y no como irreductibles posiciones del “todo o nada”.
Durante muchos años he cultivado una amistad singular: yo, ministro religioso, con un expatriado no creyente que escogió venir a vivir en esta ciudad de Mérida. Lamento que la frecuencia de nuestros intercambios haya disminuido por razones ajenas a nuestras voluntades. Recuerdo, con afecto y algo de nostalgia, una de nuestras conversaciones. Emulando al Cardenal Martini, le preguntaba yo a mi amigo cuál era la fuente de su comportamiento ético, cuál la razón más honda de su exitoso matrimonio, mantenido con amor y esmero durante cerca de 40 años, cómo enfrentaba problemas tan espinosos como la tortura, el aborto, la amenaza nuclear, de dónde partía cuando debía hacer juicios de valor a los distintos sistemas sociales y económicos. Las charlas podían prolongarse por horas y no podría describir aquí todas las enseñanzas que me proporcionaban aquellas largas tertulias que compartíamos.
En aquella conversación, mientras discutíamos sobre el tema de la interrupción del embarazo hasta antes de las doce semanas, era el momento de una acción legislativa al respecto en el entonces Distrito Federal, mi amigo me ofreció un punto de vista que me pareció harto interesante. Me dijo que cuando llegaba a conflictos de una finura tal, además de informarse para tener a la mano elementos que le permitieran tomar una posición determinada, recurría a un principio que él había convertido en una perspectiva indispensable en su vida. Él encontraba que evitar el sufrimiento humano era una motivación fundamental, aunque no fuera la única, para las decisiones morales.
Evitar el sufrimiento (como referente ético fundamental, claro, no quiero decir que haya que evitar el sufrimiento a toda costa o que no haya sufrimientos que valga la pena aceptar), a pesar de ser un descubrimiento humano significativo, tiene todavía una perspectiva de ética de mínimos. Tiene su contraparte mítica en el relato guaraní de “La Tierra sin Males”.
El foro realizado la semana pasada, en el que se argumentó públicamente a favor y en contra de los matrimonios entre personas del mismo sexo, me ha permitido encontrar una nueva perspectiva en esta vieja discusión. Se trata de la aportación de Antonio Salgado Borge, que argumentando desde el pensamiento de Phillip Kitcher, sostiene que en la búsqueda de un proyecto ético de la humanidad, uno que camine hacia la igualdad y la justicia, son indispensables dos actitudes vitales fundamentales: la empatía y el altruismo, es decir, aprender a ponerse en los zapatos de las otras personas y ser solidarios con sus problemas y sufrimientos. La empatía y la solidaridad (algo muy parecido a lo que desde el ámbito de la fe cristiana llamamos misericordia) como referentes éticos para la humanidad, nos ofrecen, me parece, un punto de vista positivo que amplía la búsqueda de la felicidad en la especie humana, mucho más allá de la lucha por la desaparición o mitigación del sufrimiento. En el campo de los mitos fundacionales, encontraría su equivalente en el mito andino del “Sumak Kawsay”, el buen vivir.
Podrá decir alguno que tanto una como otra de las razones esgrimidas para una ética laica, evitar el sufrimiento y provocar mayor empatía y solidaridad, tienen cierto ribete religioso, dado que puede ser materia de encendida discusión si la experiencia humana se decanta “naturalmente” (para meter un elemento conflictivo más en la disquisición) hacia esos principios (una razón más para desconfiar de los apelativos natural y antinatural, digo yo). La historia de la especie humana, es desde cierto punto de vista, una historia de violencia y estupidez, y no parece haber tenido esos dos principios como rectores de su actuación a lo largo de los siglos. Pero cuando hablamos de ética nos referimos a una apuesta de sentido. Y esta apuesta de sentido es siempre una especie de fe no religiosa. El uruguayo Juan Luis Segundo, probablemente el más lúcido teólogo de la liberación del continente, se refería a este tema en el primer volumen de su obra de tres tomos “El hombre de hoy ante Jesús de Nazaret”, un libro medular en la reflexión teológica latinoamericana. Ahí distingue con meridiana claridad la relación entre fe, religión, dogmas, ciencia, razón, ideología (ahora que las ideologías se han convertido en chivos expiatorios y espantajos para asustar infantes) y se refiere a la ‘fe antropológica’, es decir, la apuesta de valores que una persona hace, independientemente de cualquier credo o aproximación religiosa.
Hay, sí, una apuesta de sentido en pugnar porque las instituciones, costumbres, tradiciones, se iluminen con estos valores humanos (aunque enraizados en nuestra pertenencia al ecosistema) de empatía y solidaridad. La ‘fe antropológica’ de Salgado Borge puede ser un camino de encuentro para que, tanto el pensamiento laico como la perspectiva que proviene de la fe, puedan tener un punto de encuentro. Así dejaríamos de convertir los debates de nuestro tiempo en campos de batalla irreductibles y podríamos abonar, desde distintas perspectivas, a hacer de este mundo un lugar con menos sufrimiento y donde todos nos hagamos capaces de ponernos en el lugar de los otros, para tender la mano a quienes están en posiciones de desventaja social. Para esto, como bien apunta Salgado Borge, es necesario reconocer que los seres humanos somos esencialmente iguales… pero eso ya es motivo de otra conversación.