Iglesia y Sociedad

Biblia, religión y COVID 19

7 Abr , 2020  

Entre la avalancha de memes y de mensajes que recibimos en relación con la pandemia COVID 19 han llegado algunos que relacionan textos bíblicos con sucesos aparentemente extraordinarios. Por lo que he podido revisar, los hay de dos clases: los que tienen que ver con fechas (“¡Qué casualidad! ¡Qué grande es nuestro Dios! El gobierno arregló el cierre el 26 de marzo de 2020 y el versículo bíblico Isaías 26,20 dice: ve a casa, pueblo mío, y cierra las puertas. Escóndete un poco hasta que pase la ira… ¿no es sorprendente?…) y los que son acrósticos (la palabra COVID y junto a cada letra mayúscula se pone una palabra que forma al final una frase bíblica).

Sería fácil, usando la simple lógica, evidenciar la ingenuidad de tales propuestas de interpretación bíblica. En el primer caso, el de las fechas, ¿por qué Isaías y no otro libro que tenga también la cita 26,20? ¿No tendría, además, que ser la cita 26,2020? El segundo caso es más evidente aún: el acróstico está formado de manera arbitraria, de manera que casi cada versículo de la Biblia podría servir para ello, bastaría que tuviera entre sus palabras algunas que comenzaran con C-O-V-I-D. Son lecturas mágicas, descontextualizadas, ingenuas… Sí, aunque sea un padre o un pastor el que las hubiera mandado. Estas líneas quieren ser también un llamado a la sensatez teológica y espiritual.

Pero no es mi propósito solamente desmentir estos mensajes que, seguramente con buena intención, intentan presentar como extraordinario algo que es una simple ocurrencia. Más bien quiero aprovechar para comentar un primer elemento que nos puedan dar garantía de que una determinada lectura o uso de la Escritura merece nuestra atención y/o podemos considerarla legítima. El desmantelamiento de una lectura ingenua, poco crítica, puede servir para que nuestra fe salga un poco más adulta de esta emergencia sanitaria que estamos enfrentando.

Una primera cosa que debemos recordar siempre es que los libros de la Sagrada Escritura no fueron escritos en español. Lo que nosotros tenemos en nuestras Biblias son traducciones hechas desde las lenguas originales: hebreo, griego y arameo. Y por muy bonita y cuidadosa que nos parezca una determinada traducción (hay decenas de traducciones de la Biblia al castellano), no hay que olvidar nunca que el texto original es el que da legitimidad última a cualquier traducción. Aún más, tal texto no puede ser traducido ni interpretado adecuadamente sin que el análisis de sus giros, accidentes y sintaxis de la época permitan que el texto original exprese su propia voz. Un texto histórico, nos recuerda James Dunn, “es como una planta; su sentido llano no puede ser sacado del texto olvidando que está arraigado al contexto en el que se generó.”

Es por eso que siempre que citamos un texto antiguo (y la Biblia es literatura antigua) tenemos que preguntarnos algunas cosas sencillas para intentar comprender su sentido. No son los textos bíblicos aerolitos caídos del cielo o salidos directamente de la boca de Dios. Por eso tenemos que preguntarnos: ¿Quién lo escribió? ¿Por qué lo escribió? ¿Para quién lo escribió? ¿Qué tipo de lenguaje usa? Y no es que las respuestas a estas preguntas nos arrojen inmediata o automáticamente el significado que el texto quiere transmitir. La Biblia es literatura antigua, sí, pero no solamente eso. Es también una palabra que tiene sentidos que se prolongan en el tiempo, mensajes válidos para todas las épocas. Es cierto. Pero también es cierto que es el texto histórico, comprendido en el contexto de su época, el límite más allá del cual las lecturas posteriores pueden volverse inverosímiles o ilegítimas.

Pero no hay que angustiarse. Eso no quiere decir que solamente las personas que dominan el hebreo y el griego antiguos puedan comprender la Biblia. Afortunadamente, los equipos de traducción que están detrás de casi todas las Biblias que pueden conseguirse en las librerías religiosas, han hecho un valioso trabajo de investigación para ofrecernos una traducción que respeta el sentido del texto original y su contexto. Y cuando no pueden hacerlo en el texto mismo, incluyen alguna nota explicativa que nos lo aclara a pie de página. Pero debe quedar claro que es del todo ilegítimo andar tomando uno u otro versículo de la Biblia para afirmar que es una revelación que tiene que ver con el COVID 19 y que fue escrito justamente para explicar un suceso que está ocurriendo hoy. Eso es ignorar las normas básicas de la interpretación y sólo favorece una fe infantil y supersticiosa.

Para comprender el mensaje de Isaías 26,20, volviendo a nuestro ejemplo inicial, es indispensable situarlo en la sección del libro profético al que pertenece: el apocalipsis de Isaías (caps. 24,1 al 27,13), que es una serie de oráculos e himnos que se refieren a acontecimientos de los siglos V y IV a.C. (¡no al coronavirus!) y que insisten en la infidelidad del pueblo, la acción de los enemigos de Israel y cómo el pueblo encuentra su salvación solamente cuando pone su confianza en el Señor. Is 26,20 no puede leerse como un verso aislado, sino como parte de este conjunto que, por cierto, continúa con la reparación de las culpas del pueblo y la proclamación de la reivindicación que realizará Dios: “Vienen días en que Jacob echará raíces, Israel florecerá, producirá frutos y sus productos llenarán el mundo” (Is 27,6). No es, pues, un mensaje de condena o de castigo, sino una experiencia del pueblo antiguo de Dios de la que también nosotros podemos sacar una enseñanza.

Queremos que la Biblia, en especial el evangelio, siga siendo para nosotros alimento de vida plena. Es posible superar estas lecturas ingenuas y acercarnos con una mirada más crítica y menos mágica a los textos bíblicos. Tenemos que permitirle al texto que nos hable, con toda su riqueza de contenido, y en esa actitud de escucha profunda podremos entablar con él un diálogo que enriquezca nuestras vidas y les dé un nuevo sentido. Pero es un diálogo que solo será posible si estudiamos un poco el texto, si nos acercamos a él con mirada crítica, si nos disponemos para aprender de la sabiduría antigua sin pretender manipularla. Provocar ese diálogo integral tendría que ser la tarea de la pastoral bíblica, es decir, de todo acompañamiento que se pueda ofrecer al pueblo de Dios para una la lectura bíblica más completa.

Esta reflexión nos lleva a plantear también un problema más amplio, espinoso, pero de abordaje indispensable. Se trata del papel mismo de la religión ante contingencias como la que estamos viviendo. Hasta los no creyentes estarían dispuestos a aceptar que ciertas ideas religiosas pueden ser eficaces para apuntalar actitudes constructivas. Se supone, por decir algo, que una persona religiosa tendría que estar más proclive a las acciones de solidaridad humana, que tendría una actitud permanente de cuidado hacia sus semejantes y hacia la naturaleza… pero ya sabemos que no siempre es así.

A nuestra fe cristiana le hace falta evangelio, le hace falta aprender de la osadía de Jesús frente a la religión de su época. Ya al principio de la pandemia, cuando la iglesia tomó la decisión de dar la comunión en la mano, como acto de prevención contra el contagio, pudimos encontrarnos con algunos grupos, afortunadamente minoritarios, que por un falso sentido de respeto se negaban a recibir la comunión de esa manera. Hay quienes prefirieron, incluso, dejar de recibir el sacramento por conservar una costumbre litúrgica de menor importancia. Más tarde, ya con las disposiciones de reclusión obligatoria en las casas, se han difundido a través de la red mensajes religiosos que revelan una concepción de la enfermedad que Jesús mismo había declarado superada: que la enfermedad es una especie de castigo por los pecados (Jn 9,2-3). Entiendo que en el fondo de tales discursos se encuentre un deseo de aprovechar la enfermedad para promover un cambio de vida, pero eso no deja de desnudar que todavía creemos en un Dios que, desde el cielo y lleno de ira, reparte enfermedades al por mayor y se regocija en mandar pestes y desgracias. Un Dios muy lejano al Dios de amor que Jesucristo anunció en el evangelio.

Quizá por eso me gustó tanto la manera como Leonardo Boff, se refirió a la función de la espiritualidad en su artículo más reciente: “Somos seres con espiritualidad. Descubrimos la fuerza del mundo espiritual que constituye nuestro estrato más profundo, donde se elaboran los grandes sueños, se hacen las preguntas últimas sobre el significado de nuestra vida y donde sentimos que debe existir una Energía amorosa y poderosa que impregna todo, sostiene el cielo estrellado y nuestra propia vida, sobre la cual no tenemos todo el control. Podemos abrirnos a Ella, acogerla, como en una apuesta, confiar en que Ella nos sostiene en la palma de su mano y que, a pesar de todas las confrontaciones, garantiza un buen final para nuestro universo, para nuestra historia, a la vez sapiente y demente, y para cada uno de nosotros. Cultivando este mundo espiritual nos sentimos más fuertes, más cuidadores, más amorosos, en fin, más humanos.”

Si la religión sirve para esto, para hacernos más cuidadores y más amorosos, sea bienvenida. Si, en cambio, sirve solamente para infundir miedo y reforzar nuestras actitudes discriminatorias, sirve para muy poco y más le valdría ser barrida de la historia. No lo olvidemos: no es cualquier Dios en el que creemos, sino en el Dios de aquel judío de Nazaret al que llamamos mesías y salvador.


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