La fiesta de Pentecostés clausura el tiempo pascual. Los cincuenta días de pascua, con la fiesta de pentecostés incluida, son considerados por las iglesias cristianas, desde antiguo, como una sola fiesta, una sola jornada festiva, “el día en el que actuó el Señor”. Esta fiesta es de tal importancia, que la liturgia de la iglesia católica mantiene dos celebraciones: la vigilia pascual, que es la misa que se realiza la tarde del sábado previo a pentecostés, y la misa del día propiamente dicha.
La fiesta de pentecostés tiene antecedentes en el Antiguo Testamento. Es, en su origen, una fiesta judía que celebraba la entrega de las primicias de la cosecha en el Templo de Jerusalén, según viene descrito en Lev 23,9-22. Es conocida también como la “fiesta de las semanas” porque se celebra siete semanas después de la fiesta de la Pascua. En el judaísmo del Segundo Templo, esta festividad incluyó el recuerdo festivo del momento en que Dios entregó a Moisés, en las alturas del monte Sinaí, su santa Ley, la Torah de los judíos, equivalente a los cinco primeros libros de la Biblia, el Pentateuco. Por eso la entrega del Espíritu Santo, que es lo que celebra el Pentecostés cristiano, está narrado por san Lucas con los mismos signos que acompañaron la entrega de la Ley a Moisés: viento huracanado, truenos sonoros y fuego.
La liturgia de la iglesia católica sugiere como primera lectura para la Vigilia de Pentecostés, cuatro textos del Antiguo Testamento, entre los cuales el celebrante escogerá sólo uno para la Misa. Quiero compartir con ustedes algunos comentarios a esos cuatro pasajes: Génesis 11,1-9; Éxodo 13,3-8.16-20; Ezequiel 37,1-14 y Joel 3,1-5 y su relación con la fiesta del pentecostés cristiano. Recomiendo vivamente, desde luego, la lectura de los textos bíblicos.
Gn 11,1-9
Los capítulos del Génesis que nos traen los relatos de los orígenes (1-11) llegan a su final con este relato que ha fascinado a los lectores a través de los siglos, el relato de la torre de Babel. En esta ocasión, lo leemos como contrapunto a la fiesta que celebramos, Pentecostés, porque seguramente el autor de Hech 2 lo tenía en mente al componer el relato de la venida del Espíritu Santo. Los objetivos que tuvo el autor sagrado al redactar este pasaje pueden haber sido varios: explicar el origen de la multiplicidad de lenguas; interpretar los vestigios arqueológicos de una torre (zigurat) que estaba en Babilonia y que era comúnmente vista como una obra incompleta, que no se había terminado de construir; evocar una antigua leyenda en la que los titanes se rebelaron contra el dios Marduk e intentaron escalar hasta el cielo; mostrar la bondad de la cultura rural por encima de la construcción de ciudades… Todos estos motivos pudieron estar al origen de esta narración y quizá por eso fascina a los lectores.
En el marco de las narraciones de origen, el relato de Babel es la última vuelta de una espiral que ha ido creciendo: a partir del mal uso de su libertad y de su pretendida autonomía absoluta de Dios, el ser humano no ha hecho más que sembrar caos en su entorno, comenzando por el asesinato de Abel y pasando por la degradación social que llevó a Dios a hacer llover sobre la tierra 40 días y noches en el diluvio. A partir del capítulo 3 del Génesis se ha venido narrando la historia de la decadencia humana: el primer pecado, el primer homicidio, el diluvio como acción purificadora de Dios ante el crecimiento del mal, etc. Ese camino culmina, en el capítulo 11, con el relato de Babel: una ciudad construida a espaldas de Dios y una torre signo del orgullo humano. El Señor los dispersa, confundiendo sus lenguas.
Construir una ciudad a espaldas de Dios es la acción más soberbia del ser humano. Significa querer desaparecerlo, desplazarlo de su lugar, convertirlo en algo intrascendente y superfluo. Esta acción tiene su consecuencia: la división de las lenguas y la dispersión de las personas. El intento de destronar a Dios fracasa. Lejos de Dios, los seres humanos no pueden sino alejarse los unos de los otros. La diversidad se convierte en causa de división y de separación.
No es casual que la misa de la vigilia de Pentecostés contenga entre sus lecturas el texto de la Torre de Babel. Para quien conoce la tradición del Antiguo Testamento es imposible no caer en la cuenta de las relaciones existentes entre este pasaje y la fiesta de Pentecostés. El relato, justificación etiológica del surgimiento de la variedad de idiomas, se sitúa en el tiempo mítico en que ‘la tierra tenía una sola lengua y unas mismas palabras’ (Gen 11,1). En Babel, la dispersión es causada por el pecado de orgullo, por construir el camino de desarrollo humano al margen del querer de Dios. Dispersión por el mundo (migración) y confusión de las lenguas (diversidad) aparecen aquí como acciones punitivas, castigos de Dios.
Hoy también hay tendencias que apuntan a la uniformidad monolítica: gente que piense de la misma manera, que vista de la misma manera, que use la misma clase de perfume y beba la misma clase de gaseosa, que lleve el mismo corte de pelo y consuma la misma marca de tenis. Un mundo unicolor, unipolar, unidimensional. La consecuencia lógica es la promoción y justificación de las exclusiones: “éste no, porque no es de los nuestros”.
La fiesta de Pentecostés celebra todo lo contrario. No solamente que a Dios le gusta la diversidad, sino que la diversidad es obra suya, obra de su Espíritu, “que reparte sus dones a cada uno como Él quiere” (1Cor 12,11). La fiesta del Espíritu Santo nos recuerda que las diversidades no son obstáculos para la unidad, sino elementos que la constituyen y la enriquecen. En Babel, la diversidad es vista como fuente de desunión y división. El Espíritu Santo viene a revertir lo ocurrido en Babel para producir, con su acción, la unidad en la diversidad.
Éxodo 19,3-8.16-20
Un segundo acontecimiento del Antiguo Testamento que nos ayuda a comprender la hondura del misterio que celebramos en Pentecostés es la teofanía narrada en Ex 19. El pueblo de Dios ha sido sacado de la casa de la esclavitud, Egipto, y ha atravesado el Mar Rojo para entrar a un camino de libertad. Después de unos pocos acontecimientos que ponen a prueba al pueblo en su peregrinar a la tierra prometida, se llega al momento crucial, al acontecimiento que da sentido a la salida de Egipto: en las faldas del Monte Sinaí, Dios establecerá con el pueblo una alianza.
Los hebreos no serán ya más una serie de tribus unidas solamente por un pasado común de opresión. Comenzarán, a partir de ahora, a ser un verdadero pueblo. Esta transformación, de ‘no pueblo’ a ‘pueblo’, será lograda por la benevolencia de Dios que los hará pueblo de su propiedad. Es aquí donde el pueblo recibirá de Dios la oferta de la alianza: para ser el especial tesoro de Dios entre los pueblos y constituir la nación consagrada que Dios quiere para sí, el pueblo deberá aceptar las cláusulas de la alianza, la Ley de Moisés, y encontrar en ella su gozo. Esta propuesta tiene como mediador a Moisés, el libertador, el que habla cara a cara con Dios y manifiesta su voluntad al pueblo reunido en el Sinaí. La alianza convertirá al pueblo en propiedad de Dios, comunidad consagrada a su servicio. Las palabras de Dios son cariñosas en extremo: el pueblo será su “especial tesoro”.
Leer este pasaje en el marco de la fiesta de Pentecostés establece un vínculo entre ambos acontecimientos. En el Monte Sinaí Dios baja a la cumbre para entregar su Ley, prenda de la alianza que quiere establecer con el pueblo. La entrega de la Ley a Moisés está precedida por esta manifestación de Dios que combina, entre sus elementos, vientos fuertes, fuego abrasador, truenos y relámpagos, de manera que todo el monte humeaba ‘pues el Señor descendió en medio de ellos’. Estos signos son los mismos que se repiten en Pentecostés: fuego ardiente, ruido de viento impetuoso, temblor de tierra. Es imposible no reparar en la extrema coincidencia: en Jerusalén, el día de Pentecostés, están presentes todos los signos de la bajada de Dios en el Sinaí para entregar a Moisés las tablas de la Ley.
Si se mira la totalidad del Antiguo Testamento, a pesar de la buena respuesta del pueblo en el Sinaí (“haremos cuanto ha dicho el Señor”), el lector sabe que el pueblo no permaneció fiel a la alianza, defraudó la confianza de Dios y no pudo cumplir con sus leyes. Pudo más su debilidad que sus buenas intenciones. Pentecostés nos muestra ahora la otra cara de la medalla: Dios ha decidido convocar a su nuevo pueblo pero le dará ahora, en lugar de una larga lista de mandamientos, la fuerza del Espíritu Santo para que pueda mantenerse como pueblo de la alianza. Por la acción del Espíritu somos nosotros el pueblo consagrado, propiedad de Dios, elegidos por Él.
Hemos dicho ya que la fiesta de Pentecostés (o ‘fiesta de las semanas’) tiene un origen campesino: es la fiesta del inicio de las cosechas y de la entrega de las primicias. Ya para tiempos de Jesús, sin embargo, había adquirido un nuevo sentido: era la fiesta de la entrega de la Ley, que Dios hizo a Moisés para garantizarle al pueblo un sendero por el que pudiera caminar en justicia y libertad. Nosotros los cristianos, le ponemos un tercer significado: es la fiesta del don del Espíritu Santo, de esa ley del amor que ya no viene escrita en tablas de piedra, sino en los corazones. Como los hijos e hijas de Israel nosotros también le decimos hoy al Señor: ‘haremos cuanto ha dicho el Señor’.
Ezequiel 37,1-14
Los capítulos 33-37 del libro de Joel contienen oráculos de esperanza y consolación. Esta página de Ezequiel es una de las más famosas visiones del profeta. Habiéndose posado sobre él la mano de Dios y trasladado su espíritu hasta un valle, el vidente se encuentra en medio de una escena dantesca: miles de huesos secos lo rodean. El primer actor de esta visión son estos huesos áridos, calcinados, listos para convertirse en polvo. Junto a este primer actor se planta el segundo: la palabra del Señor que le ordena al profeta hablarle a los huesos secos. La voz de Dios apunta al sentido último de la visión: se trata de la vida, de revitalizar esos huesos secos a través de un tercer elemento: el viento, aliento de vida.
El profeta, en obediencia a las indicaciones de Dios, convoca a los huesos que, en medio de un temblor de tierra se van juntando los unos con los otros. Una imagen casi macabra centra la atención del vidente: los huesos juntos comienzan a llenarse de nervios y se van cubriendo de carne. Pero les falta algo: el aliento de la vida. De nuevo es el profeta el que convoca a los vientos desde los cuatro puntos cardinales. Los huesos dejan de serlo y se convierten en seres vivientes. La acción creadora del soplo divino rememora aquel aliento que dio vida al primer ser humano, hecho del barro de la tierra (Gn 2,7). El resultado es una multitud de personas, allí donde antes solamente hubo huesos. La escena ha sido sobrecogedora. El proceso de revitalización de los huesos se lleva a cabo en presencia del profeta, quien ha sido testigo de cómo el Espíritu llena de nuevo los huesos de carne y nervios. Son ahora personas vivientes.
El profeta nos comparte, además de la visión de los huesos vivificados, la interpretación que alcanza a descubrir en el momento que le toca vivir. El año 587 había sido la destrucción de Jerusalén y la culminación del proceso de destierro de los líderes del pueblo. Israel quedó convertido en una colonia insignificante del imperio babilónico. ¿Podrá volver a levantarse de sus cenizas?
Los huesos de la visión son la casa de Israel, secos por el castigo del destierro, recobrarán la vida para iniciar un nuevo éxodo: el retorno a su tierra. El símbolo, sin embargo, tiene una virtualidad mayor y queda abierto para sucesivas reinterpretaciones. Una de ellas es mirar en el aliento de vida la presencia del Espíritu Santo, fuerza que llena de vida plena al nuevo pueblo de Dios, la iglesia. Para los cristianos, se trata de un texto de profundas resonancias pascuales, que nos habla del don del Espíritu, fruto del misterio pascual.
Los cristianos y cristianas confesamos que somos el nuevo Pueblo de Dios. La acción del Espíritu Santo nos ha constituido en pueblo de la nueva alianza. A veces, sin embargo, vamos por la vida como si estuviéramos muertos y sin esperanza. La fiesta de Pentecostés nos hace recordar que es la acción del Espíritu, y no nuestras leyes y normas internas, la que nos hace iglesia. Somos iglesia del Espíritu, iglesia de la esperanza: no tenemos permiso para el desaliento.
Joel 3,1-5
Profeta que desempeñó su ministerio entre los años 400 y 350 a.C., Joel es conocido como el profeta “del Día del Señor”, tema central en el que se concentran sus cuatro capítulos. La efusión del Espíritu, anunciada en el pasaje que nos toca escuchar, se realiza a través de medios diferentes: profecías, visiones, sueños. A esto tiende la profecía: a subrayar que todo el pueblo recibirá el Espíritu y será capaz de conocer a Dios.
Hay un texto, del libro de los Números 11,27-29, que es una buena referencia para comprender a fondo el anuncio del profeta Joel. Moisés acaba de hablar con Dios y el soplo o aliento de Dios fue compartido, además de a Moisés, a setenta jefes elegidos por Dios. Dos de ellos recibieron el soplo divino aunque no estaban presentes en el campamento. Esto enojó a Josué, hijo de Nun, que vio que el Espíritu se derramó a través de un medio no convencional, fuera de la norma. Entonces, lleno de celos, pidió a Moisés que a aquellos dos jefes les fuera prohibido profetizar. Moisés le responde con una frase que quedó grabada en el corazón de Israel: ¡Ojalá Dios derramara su Espíritu sobre todo el pueblo y que todas las personas profetizaran!
Deuteronomio 19,18 es otra referencia que nos ayuda a entender el texto de Joel: Dios promete a Israel levantar en medio de Israel a un profeta, distinto y superior a los otros profetas, que comunicará al pueblo la palabra del Señor. El deseo de Moisés no llegará a su cumplimiento definitivo sino hasta la aparición del Mesías, ‘el profeta’ por excelencia.
Bajo estas dos referencias, la palabra de Joel resuena poderosa: ese tiempo anunciado llegará a su cumplimiento. El Señor derramará su Espíritu sobre toda carne y todas las personas, sin diferencias de edad, clase social o género, llenas del aliento de Dios, podrán ser profetas. Aunque la venida del Espíritu del Señor ocurre entre signos catastróficos (el sol se oscurece, la luna se tiñe de sangre, hay fuego y columnas de humo), este texto fue citado por el apóstol Pedro en el discurso después de Pentecostés, según el libro de los Hechos 2, porque contiene algunas ideas que pueden servir para comprender mejor el misterio de Pentecostés y muestra cómo la entrega del Espíritu está en la línea del cumplimiento de las promesas antiguas.
En primer lugar, que el Espíritu se derrame ‘sobre toda carne’ es, para el Nuevo Testamento, el anuncio de que las fronteras de Israel ya no son diques para la acción de Dios. Las fronteras del pueblo de Dios no tienen ya que ver con la adscripción racial, sino con la fe en la presencia del Resucitado. También las manifestaciones extraordinarias (sueños, visiones, etc.) formaron parte del ambiente de las primeras comunidades cristianas. El Espíritu Santo es la fuerza que convoca y reúne a la nueva familia de las hijas e hijos de Dios. En la iglesia, deberemos abolir cualquier división basada en la edad, el género, la lengua, la orientación sexual o la clase social. El Espíritu Santo es principio de una vida (y una sociedad) totalmente reconciliada, donde todos tienen cabida.