En 1543, el año mismo de la muerte del autor, fue publicada la obra “De revolutionibus orbium coelestium”, de Nicolás Copérnico. Esta obra representó una ruptura con la ideología religiosa medieval, que sostenía que el ser humano era el centro de un cosmos cerrado y jerarquizado. El modelo heliocéntrico propuesto por Copérnico significó para sus contemporáneos el resquebrajamiento de la mentalidad dominante. Por eso suele usarse la expresión “revolución copernicana” cuando se habla de una transformación que implica un cambio de paradigma.
En la colaboración de la semana pasada mencionaba yo algunas de las ideas que sostienen y justifican el actual modelo de relación con la naturaleza, que nos ha llevado a una crisis ecológica de proporciones gravísimas. Insinuaba yo que, para enfrentar este problema a cabalidad, se hacía necesario pugnar, no solamente por remedios que atendiendo sólo a los síntomas no hacían más que prolongar y agudizar la crisis, sino por cambios sustanciales en el nivel de las ideas y las prácticas que nos permitan modificar, mientras hay tiempo para hacerlo, el paradigma dominante de la relación ser humano – naturaleza. Por eso es que hablo de revolución ecológica copernicana.
Pues bien, la Agenda Latinoamericana propone algunos cambios de actitud para llegar a una mentalidad ecológica integral o “profunda”, como muchos especialistas gustan de llamar. Simplificando, hago una lista:
– Buscar el bien, no sólo de los seres humanos, sino de toda vida, por su propio valor intrínseco.
– Privilegiar el cambio de estilo de vida, de autocomprensión de nosotros mismos y de valores éticos, por encima de acciones paliativas.
– Aplicarse a la ecología interior, es decir, aquella que no pretende solamente el cambio de la naturaleza, sino el cambio de la mentalidad humana frente a ella.
– Superar el antropocentrismo, que considera que todo existe en función del ser humano, para poner en el centro la vida (biocentrismo) y al ser humano en una valoración justa entre los demás seres.
– Reconsiderar la “supremacía” del ser humano que infravalora la naturaleza y lo coloca como su dueño y señor absoluto.
Las hondas raíces filosóficas y religiosas que subyacen a estas ideas, convierten a este cambio de paradigma en una auténtica revolución copernicana. Se trata de un cambio radical del lugar desde el cual miramos y entendemos las cosas. Acaso lo entenderemos mejor si apelamos a lo que ocurrió en la teología cristiana con el surgimiento de la teología de la liberación (TdL). La propuesta de la TdL era, justamente, que el teólogo (y el cristiano/a) cambiara su lugar social, es decir, que optara por los pobres, y no por el sistema y sus injustas normas, como el lugar desde el cual vivía y experimentaba su fe. Este cambio, que los filósofos llamarían “epistemológico”, produjo una nueva manera de vivir la fe, de relacionarse y organizarse, produjo prácticas propias en la pastoral y en la liturgia, una revisión y nueva acentuación de los contenidos de la fe, etc.
El reto ahora es mucho mayor. No se trata de un cambio de “lugar social”, sino un cambio de “lugar cósmico”. Hablamos de la superación de una mentalidad que nos ha acostumbrado a vernos a nosotros mismos como fuera de la naturaleza y por encima de ella. No nos consideramos naturales, sino sobre-naturales, lo que nos ha llevado a un desprecio de la historia cósmica, como si los 13.700 millones de años previos a la aparición del ser humano no significaran gran cosa. El cosmos soy yo, parece decir el ridículo dictador racional.
Para pasar de este antropocentrismo al nuevo paradigma, es necesario que comencemos a considerarnos cosmos, polvo de estrellas, naturaleza evolutiva, Tierra que, en nosotros, toma conciencia de sí misma. Esto implica muchas transformaciones. Menciono algunas:
– Un auto-destronamiento, que nos baje del endiosamiento en el que hemos puesto al ser humano y supere la incomunicación con la naturaleza.
– La superación del antropocentrismo para pasar al biocentrismo y la valoración de todas las formas de vida por sí mismas.
– Asumir que formamos parte de una historia cósmica de la que somos un resultado final, para aprender a valorar la nueva cosmología que la ciencia nos va develando y para evitar reducir la Historia, con mayúscula, a la historia de los últimos tres mil años.
– La revalorización de lo natural, superando la idea de que las cosas se estropearon primordialmente y que todo es “peligroso” para la supervivencia humana, lo que nos ha llevado a negar en la práctica, que todo, incluyendo el mundo material, el sexo y el placer, son bendiciones originales.
Estas transformaciones operarán en nosotros la revolución copernicana que se traducirá en acciones concretas para frenar y solucionar de manera definitiva el deterioro del ecosistema. Implica, como he señalado, comenzar a mirar las cosas desde el todo (la naturaleza) y dejar de mirarlas desde la parte (el ser humano). Aunque pueda parecer ocioso, es preciso recordarlo: la naturaleza se las arregla muy bien sin el ser humano, pero no viceversa. La visión que sostiene que es el ser humano el único portador de valores y de significado ha terminado por ponernos en guerra contra la naturaleza, y debe ser erradicada. No se trata de cuidar la naturaleza sólo porque nos interese o porque su descuido amenace nuestra vida, o por motivaciones económicas o en vista de la catástrofe que se avecina. Se trata más bien de una “conversión ecológica”, un cambio en nuestra mentalidad y nuestro estilo de vida e, incluso, en nuestra espiritualidad, volviendo a la naturaleza como Casa Común, de la que nos autoexiliamos. Es la única manera de dejar de ser los eternos Sísifos, empeñados en llevar la enorme piedra del “desarrollo” hacia alturas mayores, pero condenados a ser arrollados por ella.
Colofón: Esta columna no se publicará los lunes faltantes del mes de agosto. El columnista se toma unos días de reposo. Nos veremos aquí el lunes 6 de septiembre,
Son muchas vacaciones!!!
descansa la pluma, las ideas no!