Después de una ausencia involuntaria, esta columna retoma sus bríos y se siente obligada a tratar el tema de la muerte del Cardenal Posadas, no solamente porque su asesinato ha consternado a la opinión pública, sino porque es uno de los casos en que religión y política -tópicos preferidos del columnista- se ven mezclados de manera más estrecha.
En esta ocasión no hablaré de la verosimilitud de tal o cual explicación de los hechos. Ya Carlos Monsivais, el irreverente desmitificador de nuestras taras culturales, hablaba a propósito de la humildad a la que ha llegado la jerarquía de la iglesia católica, que ya no quiere la verdad (sería mucho pedir a organismos judiciales que se especializan en mentir), sino al menos una explicación CREIBLE, verosímil, racional. A cambio de su solicitud, la iglesia ha recibido solamente de las autoridades, fantasías prefabricadas o, como se dice vulgarmente, «cuentos chinos». Pero, como mencionamos arriba, no es el tema de hoy juzgar las versiones oficiales de los hechos.
Ahora quiero referirme a expresiones como las siguientes: «si hasta al Cardenal pueden matar… ¿quién va a estar seguro en las calles?», o también, «ahora que mataron al Cardenal, la policía antinarcóticos va a tenerse que poner a trabajar en serio». Ambas afirmaciones reflejan un menosprecio a tantas víctimas del narcotráfico (¡y también de la peculiar manera con que el ejército mejicano combate contra el narcotráfico!) que, por desgracia para ellos, no llegaron a ser Cardenales de la Iglesia Católica.
Eso me recuerda aquella anécdota acaecida en un taller sobre derechos humanos. La facilitadora daba una charla sobre la dignidad humana e insistía en la igualdad de todos los seres humanos. Un participante tomó la palabra y dijo: «Es cierto lo que Ud. dice: todos somos iguales. Pero también es cierto que hay algunos que son más iguales que otros…»
La lucha generosa de Norma Corona y su asesinato brutal todavía no esclarecido; la labor de tantos agentes de pastoral en Chiapas, Guerrero y Michoacán, que han recibido amenazas contra su vida por su destacada participación en las denuncias de abusos en la lucha contra el narcotráfico; las vidas segadas de tantos indígenas inocentes; la muerte del periodista Manuel Buendía, etc., parecen no contar en los anales de la lucha contra las drogas. La movilización policíaca puesta en marcha después del atentado contra el Cardenal, y las cuantiosas recompensas ofrecidas para localizar a gángsters que, hasta hace unas semanas caminaban libremente por las calles de Culiacán o de Tijuana (para mencionar solamente dos de las medidas recientemente adoptadas), solamente revelan la desesperación del gobierno salinista ante la pérdida de un prestigio nacional e internacional que le es más necesario que nunca, ahora que se está a las puertas del TLC y en vísperas del destape del candidato a sucesor presidencial.
Con el asesinato del Cardenal Posadas los poderosos se han puesto a temblar. Mientras los que morían eran Don Nadie y Juan sin Nombre, no había ningún problema. Como quien dice, todos somos iguales, pero el Cardenal es más igual que los otros.
No estoy en contra de la ola de indignación que se ha levantado por la muerte del jerarca eclesiástico; la comparto. Tampoco estoy en contra de las medidas adoptadas para encontrar a los culpables o para garantizar más seguridad para la población; me alegro por ellas. Solamente siento un poco de tristeza porque tuvo que morir un «pan grande» para que esto sucediera; siento pena porque la vida de los pequeños -esa que es tan preciada para el Dios bíblico que encuentra su orgullo en ser defensor de la vida de los pobres- todavía no cuenta nada en nuestros esquemas mentales y de organización social.
Para resumir: ¡qué bueno que la muerte del Cardenal Posadas haya gestado medidas efectivas de lucha contra el monstruo asesino del narcotráfico! ¡qué vergüenza que sólo la muerte de un Cardenal haya podido provocarlas y ponerlas en vigor!