Iglesia y Sociedad

HUERFANOS DE SUEÑOS

12 Jul , 1993  

Creo que debí haber nacido en otro tiempo y en otro lugar. Una constante sensación de incomodidad me acompaña cuando veo el rumbo actual de la historia y las «verdades», aparentemente inobjetables, a las que el mundo en su conjunto va llegando gracias a la maravillosa red de intercomunicación que nos dan los medios tecnológicos actuales. El mundo de la modernidad no parece estar hecho para mí.
Me gustan la televisión y las computadoras (más las últimas que la primera), me gusta el ahorro de tiempo y de incomodidades que significa viajar en avión, me gustan algunas modas y la música moderna. Pero algunas otras cosas y, sobre todo, algunas otras ideas de nuestra modernidad, reviven en mí esa desazón de vivir a destiempo.
Creo que esta radical incomodidad se acentuó con la caída de los regímenes de Europa Oriental. El final del conflicto este-oeste despertó el ideal de la libertad, pero sepultó consigo algunos de nuestros más amados sueños juveniles.
Yo crecí, al amparo de maestros izquierdosos y curas progresistas, afirmando que la pobreza no es un destino fatal e irremediable, sino el producto de una mala e injusta organización de la sociedad. Crecí pensando que la persona era más importante que los negocios, que el desarrollo económico real se medía en las mesas de los campesinos pobres, y que era un pecado mortal abandonar el sueño de una sociedad en la que no hubiera privilegios ni privilegiados.
De repente, el mundo se me puso de revés. Parece que ahora, a lo más que podemos aspirar, es a conseguir y conservar un trabajo que nos impida morirnos de hambre; a contemplar con resignación histórica el descarado proceso de acumulación de los pocos ricos de nuestro país; a mirar el campo morirse y ver a los campesinos engrosando las filas de los vendedores ambulantes de las ciudades; a medir el crecimiento económico del país en las frías cifras de Wall Street y no en la canasta básica. Hasta los maestros de izquierda reniegan de su pasado para alcanzar algún puesto en gobierno y, en la iglesia, los aires de Medellín y de Puebla van muriendo de muerte natural (o provocada).
Pero todo lo anterior no sería más que un análisis de la realidad, hoy más cruda e injusta que antes, pero simplemente un análisis. Lo grave del asunto es que ahora tenemos que aceptar, no que las cosas SON así, sino que DEBEN ser así. Es lo que algunos intelectuales llaman «la muerte de las utopías» y que ha reducido a nuestra generación a la orfandad de sueños. El mundo del mercado, de la oferta y la demanda, del despilfarro junto a la miseria, de las joyas relucientes al lado del hambre campesina, el mundo de la deshumanización, es presentado como el UNICO mundo posible.
¡Y uno todavía con ganas de escuchar nueva trova, y cantar Mercedes Sosa! Y seguir allí, tercos, en la prometeica tarea de robarnos el fuego. Continuar viviendo en este mundo ajeno, en el que no hay ya más lugar para los sueños, ni para la justicia, ni para la hermandad. Y remar así, contracorriente, y ser el bicho raro, el pre-moderno, la nota discordante.
Llevar, como Caín, una marca en la frente, grabada a sangre y fuego por el Dios de los débiles. Llevar colgada al cuello la leyenda: «sobreviviente del país de los sueños», o llevarla -como Otro- en la parte superior de dos maderos.
Creo que debí haber nacido en otro tiempo y en otro lugar. No tengo soluciones, sólo un hambre insaciable de que las cosas no sigan siendo como hasta ahora. No sé que podría hacerse, pero esta clase de mundo me parece un producto desechable, listo para el basurero. Pero cada vez encuentro más de esos «ajenos», emisarios del pasado (¿o del futuro?), expatriados de la tierra de las utopías, exiliados en el destierro de la modernidad sin corazón. Entonces sí, acompañado, puedo cantar la canción de Fito Páez: «¿quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón».


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