No cabe duda de que uno de los acontecimientos que marcarán nuestro siglo es el crecimiento y maduración del fenómeno que llamamos «feminismo» o «revolución de la mujer». Como saliendo de un prolongado letargo, las mujeres del mundo han despertado para recuperar la voz perdida, la memoria pisoteada, la dignidad arrojada al cesto de la basura; al despertar se han contemplado a sí mismas: mujeres en un mundo de dominio masculino… y no se han resignado a ello.
Puede, sin embargo, distingirse dos clases de feminismos. El primero es aquél que hace de la reivindicación de la mujer su punto de partida y de llegada; son los movimientos en los que las mujeres giran siempre en torno a sí mismas, como pendular reacción a las mujeres que, antaño, giraban en torno a los hombres. Hostil a los hombres, este feminismo prolonga la opresión de las mujeres en una especie de autoenajenación, de apartamiento voluntario, de competencia desgastante con los varones.
Hay, en cambio, otro tipo de feminismo: el que parte de la mujer, de su reivindicación, de su peculiar manera de ser, pero que se expande hasta convertirse en un movimiento transformador de las familias, de las comunidades, de la sociedad toda. En esta tarea, las mujeres entran en contacto fecundo con los hombres, les hacen descubrir nuevos horizontes, les aportan la visión femenina de la vida y reciben de ellos su contraparte. Es el feminismo que no se concibe como un fin en sí mismo, sino como la herramienta que permitirá a las mujeres, a todas las mujeres, participar en la construcción de una patria nueva, más humana y fraterna.
Hay grandes mujeres que iluminan hoy al mundo. Dos premios Nobel de la paz han sido otorgados, a pocos años de distancia, a dos grandes mujeres promotoras y defensoras de los derechos humanos; una es birmana y la otra guatemalteca. Ellas han aportado a una lucha, ya de por sí desgastante, su inalterable paciencia, su voluntad de reconciliación, su ternura hecha trabajo cotidiano junto a los que más sufren. Ellas han hecho que esta lucha en contra de los privilegios y de los privilegiados, esta batalla en favor de que todos los derechos sean para todos sin distinción, sea una lucha un poco más dulce, menos pesada, más llena de sentimiento y de corazón.
En Méjico, Norma Corona (+), Mariclair Acosta, Rosario Ibarra de Piedra, Conchita Hernández, Teresa Jardí y otras tantas y tantas mujeres heroicas, siguen pariendo esperanza en un país en el que los derechos humanos parecen ser un lujo fuera del alcance de los pobres. Señoras de la ternura indomable, estas mujeres han sacado fuerzas de su propio sufrimiento, para regalarnos una lucha sin rencores, una pasión por la justicia que rebosa perdón y reconciliación, una caricia femenina en el momento del cansancio y del desánimo.
Tengo el privilegio inmerecido de trabajar muy cerca de algunas mujeres de esta magnitud. Hace unos días que cumplimos dos años juntos en el trabajo en favor de los derechos humanos en Yucatán. A esas mujeres incansables, constructoras de un Reino diferente a los reinos de este mundo, las que no han permitido que se me muera entre las manos la esperanza; a ellas, quizá únicas lectoras fieles de esta columna, vaya mi admiración y mi cariño.