La experiencia mística es el culmen de cualquier fe religiosa. Todas las religiones de tradición histórica larga, secular, cuentan con místicos y místicas. Es curioso observar cómo, en este campo, tradiciones religiosas lejanas en la geografía y en el origen, tienen admirables coincidencias. Bajo distintos nombres: iluminación, encarnación mística, samadhi, santidad… todas las religiones reconocen aquellas experiencias de contacto con el Misterio que son capaces de transformar la vida de las personas y hacerlas una sola cosa con el objeto de su contemplación o meditación.
La tradición cristiana cuenta con numerosos místicos en su milenaria historia. Algunos de ellos son mundialmente conocidos, como Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola, Teresa de Lisieux, Charles de Foucauld, debido a que no solamente han alcanzado la iluminación o santidad, sino han tenido la capacidad de hacer una escuela de pensamiento y oración, de manera que su experiencia es seguida por muchos seguidores y seguidoras de su camino espiritual.
Una semejanza entre todas las tradiciones místicas de distinto origen religioso es la inefabilidad de la experiencia mística. Se recurre, para trasmitir lo experimentado, a lenguajes simbólicos. En la literatura judía, las teofanías contadas en la Biblia traslucen experiencias místicas que, de otra manera, no conoceríamos y no alcanzaríamos comprender.
El testimonio bíblico sobre Moisés es, en esto, ejemplar. La Biblia judía nos refiere su primer contacto con Dios de manera harto simbólica: Moisés, pastoreando el rebaño de su suegro, se encuentra con una zarza que arde sin extinguirse con un fuego que ilumina, pero parece no quemar la planta. Cuando Moisés se acerca, escucha una voz que le invita a quitarse las sandalias “pues el sitio que pisas es terreno sagrado” (Ex 3,5), después de lo cual se enfrasca en una larga conversación con Dios, que le revela su nombre.
Más tarde, habiendo encabezado la rebelión de los esclavos hebreos y su salida del país de Egipto, Moisés tiene una nueva experiencia mística. En esta ocasión, narrada a partir de elementos simbólicos distintos de la primera, Moisés habla con Dios “cara a cara, como habla un hombre con un amigo” (Ex 33,11) y, después de estas conversaciones, no sabía que su rostro quedaba “radiante, por haber hablado con el Señor” (Ex 34,29), de manera que tenía que cubrirse la cara con un velo cuando hablaba con sus compañeros, para no deslumbrarlos.
Algunos detalles de este relato son hondamente simbólicos: Moisés le pide a Dios “Enséñame tu gloria”, a lo que Dios le responde: “mi rostro no lo puedes ver porque nadie puede verlo y quedar con vida” (Ex 33,18-23), por lo que Dios, después de mostrarle una hendidura en la roca del monte donde Moisés podrá esconderse, le promete cubrirle con la palma de su mano hasta que hubiera pasado “y cuando retire la mano podrás ver mi espalda, pero mi rostro no lo verás”. Que esta mística experiencia profundiza la anterior queda claro en la manera como Dios se nombra a Sí mismo: ya no con el acertijo “Yo soy el que seré”, sino con un nombre nuevo que supera con mucho su anterior autodenominación y expresa el nuevo nivel de comprensión que Moisés ha alcanzado: “El Señor, el Señor, el Dios compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel, que conserva la misericordia hasta la milésima generación…” (Ex 34,6)
Otros profetas judíos nos transmitirán su experiencia revistiéndola de lenguaje simbólico: la brisa que acaricia suavemente el rostro de Elías (1Re 19,12-13) o el carro de fuego que se lo lleva al final de su vida (2Re 2,1-15); la visión de Dios y las tenazas de fuego con que el serafín quema los labios de Isaías (Is 6,1-13); la conversación con Dios y la mano con que el Altísimo toca la boca de Jeremías (Jer 1,4-9) y así podríamos seguir con cada uno de los profetas que aparecen en la Biblia judía.
En la Biblia cristiana, los cuatro evangelios son unánimes en señalar que el momento del bautismo de Jesús representa la primera experiencia mística que le conocemos y que transforma su vida, al punto que no regresa más a su aldea natal, sino comienza una travesía itinerante que lo lleva a proclamar por todas los poblados de Galilea que Dios está ya irrumpiendo en el mundo, con un nuevo orden de cosas y una nueva manera de mirar la vida que el Maestro de Nazaret denomina “reinado de Dios”: sólo hace falta abrir los ojos y los oídos del corazón para descubrirlo.
Los elementos que usan los evangelistas para narrar esta experiencia son indudablemente simbólicos: el cielo que se abre, la voz de Dios que llama a Jesús “tú eres mi hijo muy amado, en ti me complazco” y la experiencia de sentirse lleno del Espíritu de Dios que posee a Jesús de una manera suave, como la de una paloma (Mc 1,9-11). Nunca, después de esta experiencia, se dirigirá Jesús a Dios más que con la palabra Abbá, Papito querido.
Otro elemento, presente en la tradición judeocristiana, pero también en otras espiritualidades, es el silencio. Siendo una experiencia inefable en sí misma, la experiencia mística tiene al silencio como su compañero connatural. No es casual que muchos profetas, Jesús entre ellos, fueran poetas. Esto se repite en la tradición zen, en la sufí y en otras muchas corrientes espirituales de oriente. Es una constante también en la mística cristiana, donde es justamente la experiencia mística la que ha generado alguna de las cumbres de la poesía castellana, como aquella de Juan de Yepes. Como si la poesía fuera la única estrategia verbal para escuchar el silencio.
Y uno escucha estos poemas, o escudriña los relatos simbólicos. Y se pregunta qué hondura vivencial se esconde detrás de sus imágenes, cuán poderosa ha de ser la cercanía del Misterio que sella los labios de místicos y místicas con una belleza, la del poema o de la teofanía, cuya aspiración, acaso quimérica, es pronunciar algo que no puede ser pronunciado ni trasmitido por ningún medio, y mucho menos por la pobre evocación de palabras pobres y desnudas. Y uno termina por consumirse, especialmente en este tiempo santo de la Navidad, de santa envidia…