El pasado 12 de julio se cumplieron 450 años desde que Fray Diego de Landa, primer provincial de la Provincia Franciscana de Yucatán, diera cumplimiento a la sentencia final del proceso inquisitorial que tuvo lugar en 1562 en el poblado de Maní. El resultado es conocido: cientos de imágenes de culto, objetos sagrados y códices de la cultura maya fueron quemados como castigo a los hombres y mujeres mayas que, a pesar del proceso obligatorio de cristianización, conservaron sus prácticas religiosas de manera clandestina.
Aunque todavía sobreviven trasnochados discursos que intentan justificar la barbarie perpetrada por el provincial franciscano (el “resumen” presentado por Wikipedia es poco menos que exculpatorio), no hay argumentación sensata que la sostenga actualmente. El auto de fe de Maní es el más conocido, pero fuentes históricas cuentan más de 40 destrucciones similares realizadas en distintos lugares de la península. El nombre oficial de esa intolerancia era Tribunal de la Santa Inquisición. Representa una mentalidad que, por desgracia, aún no termina por desaparecer en muchas iglesias cristianas, ni institucionalmente, ni en las cabezas de muchos jerarcas religiosos.
Pero el pueblo maya y su cultura están lejos de haber desaparecido. De Chiapas a Honduras, con variantes lingüísticas, la gran nación maya está más viva que nunca. Por eso me ha dado una alegría especial la manera como la Escuela de Agricultura Ecológica U Yits Ka’an de Maní, Yucatán, en la que me honro de trabajar, ha conmemorado la efeméride de los 450 años del auto de fe: acompañando la inauguración de un centro de resistencia, donde las y los mayas podrán intercambiar sus saberes, ofrecer al público sus productos, realizar sus ritos ancestrales, ofrecer cursos para compartir sus conocimientos y habilidades. El lugar ha recibido el nombre de U Tuch Lu’um, que quiere decir ‘el ombligo del mundo’ y se encuentra a poco más de una cuadra de distancia del centro de Maní.
Hace algunos años, un congreso internacional de especialistas sobre el cambio climático llegó a una conclusión bastante simple: la debacle ecológica que se acerca amenaza la sobrevivencia de la especie humana. Para remontarla habrá que cambiar muchos de los paradigmas actuales de convivencia. En el mensaje que el congreso hizo público al final de sus sesiones de estudio, los científicos aseguraron que solamente sobrevivirían los grupos humanos que se ajustaran a tres condiciones: producir su propia comida, usar la menor cantidad de energía y mantener un sólido tejido social de convivencia.
Como se ve, las características profetizadas por los estudiosos del mencionado congreso son insostenibles si seguimos el modelo de los grandes conglomerados urbanos y del desenfrenado consumismo al que nos hemos acostumbrado. La misma noción de desarrollo, tan ligada a la productividad y la competitividad, está en cuestión. Se antoja una carrera desgastante, interminable, condenada de antemano al fracaso. Vivir con menos se convertirá muy pronto en el único paradigma de sobrevivencia.
Pues bien, yo creo que la sabiduría de siglos que ha hecho sobrevivir a los pueblos indígenas de todas partes del mundo los convierte en los primeros sujetos aptos para el nuevo comienzo. Lo que hoy representa una desventaja, ante la avalancha de productos que quedan lejos del alcance de sus bolsillos, se va convirtiendo en su principal activo de cara al irreversible proceso de descomposición del equilibrio del ecosistema.
Bendigo por eso a Dios por estar siendo testigo cercano de este proceso de reapropiación que hace el pueblo maya de su propia cultura y de su historia, de los pasos –pequeños pero sostenidos– hacia la soberanía alimentaria, hacia la producción y el consumo de alimentos orgánicos, hacia la revitalización de sus costumbres y de sus paradigmas religiosos. El trabajo en la Escuela de Agricultura de Maní es una privilegiada oportunidad para atisbar, así sea como insomne vigía, la manera en que la resistencia toma nombres y caminos diversos y se transforma en prácticas más respetuosas del entorno, en una nueva clase de armonía entre seres humanos y naturaleza.
A la destrucción que hace 450 años liderara un jerarca católico con el objetivo de acabar con una cultura y una religión que consideraba ‘paganas’, las y los mayas de hoy responden con la construcción de nuevos espacios en los que su cultura no solamente se mantiene, sino que se recrea en una perspectiva inclusiva mucho más amplia. La mentalidad que quiere desaparecer al pueblo maya o reducirlo a un atractivo turístico productor de divisas ha sido derrotada una y otra vez. Su destino es el fracaso. En los rincones de Maní, de muchos poblados mayas de la península, lo mismo que en las montañas guatemaltecas o en el preñado silencio de las comunidades zapatistas, en el Totonacapan o en la sierra tarahumara, sopla el viento de la resistencia. Y esa, lo aseguro convencido, no será nunca derrotada.
Esta nota me ha levantado el ánimo. Nada más conmovedor y esperanzador que la resistencia de nuestras comunidades indígenas. Ejemplos como éste nos motiva y nos recuerda que es posible vencer -con la perseverante fuerza de la solidaridad y la inclusión- cualquier sistema religioso, político o económico por muy aplastante que parezca. Y esa lucha, como dicen, la hacemos todos y todas desde múltiples trincheras, pero siempre "desde abajo y a la izquierda".