Hay ocasiones en que uno se topa de frente con la muerte. Cualquier cosa puede ser la ocasión: ser testigo involuntario de un accidente, conocer la enfermedad oculta de la vecina de casa, acompañar a algún amigo en su convalecencia junto a una cama o, simplemente, pasar por la puerta de una funeraria.
La muerte es una realidad que, puesta ahí en el lejano horizonte, puede sernos indiferente, pero que pensada de cerca, en la sensación de una enfermedad que te carcome, por ejemplo, se convierte en una obsesión sin remedio. Por eso es que ha sido fuente y material para innumerables obras literarias en poesía y prosa.
Presento ahora, como en paseo de destino incierto, algunos textos de gente famosa sobre la muerte. José Elías Canetti habla de la muerte como si ésta debiera ser concebida siempre como enemiga contra la que hubiera que levantarse en armas:
La extraña idea de Ha: que uno puede luchar contra todo, menos contra la muerte, como si hubiese otra cosa contra la cual deberíamos luchar.
A veces, en cambio, la pensamos como un destino irremediable que permite, cubriéndonos con la sombra de su oscuridad, atisbar la luz en lo que la precede, como insinúa Jordi Llovet:
Ante el triunfo eterno de la muerte, comprenderás que morir un poco antes porque hayas bebido o te hayas drogado, es una futilidad.
O cuando la muerte es vista como el goce final, la llegada a la casa definitiva, como señala en su oración Luis Cardoza y Aragón:
Oh Dios mío ¿por qué me das nueva vida / si una sola muerte me bastaba? / ¿Por qué me diste la vida / Oh, Dios mío, si no es eterna?
O santa Teresa de Jesús:
Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero
Hay un cierto prurito en contra de la muerte. La rechazamos de manera casi instintiva. Conozco personas que ni siquiera la mencionan, o tocan madera cuando lo hacen. De ahí que la literatura que versa sobre la muerte no sea tan popular, como lo señala Enrique Vila-Matas:
Olvidamos la muerte y, a veces, en gestos nada inocentes, olvidamos a los escritores que han situado a la muerte en el centro de su escritura. Algún día, aunque se trata de un libro infinito, alguien escribirá la larga historia de los escritores olvidados. A veces me digo que no es casual que los más rápidamente olvidados sean aquellos cuya obra entera está relacionada con un tema cuyo fantasma ha recorrido, desde los tiempos de Gilgamesh, las mejores páginas de la literatura: la muerte.
Este deseo de esconder la muerte, de hacer como que no existe, se lleva a veces a extremos que se antojan ridículos. Tal es el caso del mundo de Disney, donde se escamotea la muerte y se le trata como si no existiera, como si fuera la enemiga de la felicidad. Lejos quedamos de la manera integradora como las culturas antiguas, entre ellas destacadamente las culturas originarias de nuestro continente, lidiaban con la muerte como si del otro lado de la medalla de la vida se tratase. Así lo asevera Francoise Gaillard:
La muerte en nuestra sociedad no es solamente obscena, es asocial porque denuncia el pacto simbólico de las democracias hedonistas: la felicidad. Es condenada a la extraterritorialidad, relegándola al hospital o a esas antesalas de la muerte que son los asilos de ancianos. El mundo de Mickey no sólo respeta ese pacto: lo restaura. Su promesa de felicidad lleva consigo la inmortalidad en prenda. La cultura popular integraba la muerte. No queda nada de esa cultura en el reino mágico que expurga la muerte de la vida, ignora el sexo, tiene fobia por lo orgánico y ciertamente también por todas las funciones vitales (¡Bambi no tiene agujero en el trasero!), y es víctima de una obsesión por la higiene y la seguridad.
Hay candentes discusiones que rondan la muerte. Una de las más recientes es el de la donación de órganos. Así lo expresa Leszek Kolakowski:
Cada vez con mayor frecuencia se presentan casos de trasplante de diferentes órganos del cuerpo de los recién fallecidos; se escuchan por ahí, incluso, voces de demanda de que sea permitido realizar esos procedimientos en forma rutinaria, siempre y cuando el moribundo antes de expirar no haya expresado su negativa al respecto. Se trata, desde luego, de salvar a los vivientes, un asunto que es por encima de toda duda bueno y loable; sin embargo, confieso que a mí no me agradaría en absoluto que mis seres queridos fueran tratados después de la muerte como un simple almacén de refacciones. ¿Será éste un sentimiento irracional? Tal vez. No obstante, esconde tras él una cuestión importante. Es válido, cuando hay motivo, hablar mal de los muertos, pero tan pronto nos acostumbremos todos a la idea de que sus fragmentos materiales son como una piedra del camino, impersonales, concretos, sin ninguna remisión a nuestra vida espiritual –a pesar de que a veces podrían servir– entonces nos enfrentaremos con el peligro de que también a los vivos los vayamos a querer tratar como a simples repuestos. Y esto sería el fin de nuestra cultura.
O la subsistencia de la pena de muerte en algunos países, como señala Vicente Verdú:
En Europa todavía se piensa en la cárcel como un paso para la reinserción, mientras en Estados Unidos es una forma de punición absoluta. Así se explica la existencia de la pena de muerte en Estados Unidos y el rechazo a ella en Europa. El muerto en la silla eléctrica es, en Estados Unidos, un bien para defender a la sociedad de un enemigo. El muerto es, para la justicia europea, el máximo fracaso de la reinserción.
A mí me gusta, en cambio, una actitud positiva ante la muerte. Me encanta la expresión de Silvio cuando, hablando de la muerte dice: “qué decirle a la muerte tantas veces llamada a mi lado que, al cabo, se ha vuelto mi hermana”. Aceptar que la muerte es solamente el otro lado de un mismo misterio, el de la Vida con mayúscula, me parece la más sabia actitud con que puede enfrentársela. Por eso quiero terminar este paseo con dos citas, la primera del escritor Enrique Serna, y la segunda del admirado poeta Eduardo Lizalde. Quisiera que formaran parte de mi credo personal:
En los instantes de mayor placer espiritual o físico –el sueño, el orgasmo, el éxtasis místico, el chispazo de creatividad– la impresión de haber abolido el tiempo rompe efímeramente las cadenas del alma. En cambio, el sufrimiento físico y la depresión agudizan nuestra conciencia del tiempo y, junto con ella, el deseo de la muerte, en la medida en que nos hace ver la vida como un castigo. Un enfermo de cáncer y un enfermo de hastío pueden soportar el dolor con valentía: lo que no soportan es la humillación de verse convertidos en un cronómetro de cuenta regresiva. Más que la edad, lo que define si alguien es joven o viejo es la mayor o menor atención prestada a ese conteo perentorio: quien lo ignora vive a plenitud hasta el final, quien lo escucha con morbosa curiosidad, como Xavier Villaurrutia o los poetas del siglo de oro, fallece muchos años antes de exhalar el último aliento.
No somos dioses, lo único que nos queda es el disfrute pasajero de los humanos contingentes. En toda actividad poética hay, involuntaria y fatalmente, metafísica: existe el deseo de ser eternos. Sabemos que no podemos serlo, pero los ateos como yo nos conformamos con este espacio reducido, la vida, en el que nos conducimos como condenados a muerte. Todos somos mortales, pero podemos decidir ser vitales, disfrutar de este espacio.
Alguna otra vez retomaré esta discusión conmigo mismo. Al fin y al cabo, y prometo que ésta será la última cita, como bien señalara el poeta nicaragüense Rubén Darío:
La poesía existirá mientras exista el problema de la vida y de la muerte.
Dicen por allá que la muerte tiene un record impresionante 1 de cada 1 se muere. No estoy seguro pero creo en Dzemul había hace años no se ahora, un letrero en el arco del cementerio que rezaba, «A QUE ACABAN TODOS LOS SUEÑOS DE GRANDEZA», yo pienso que la muerte nos ayuda a ver muy claramente el juicio de Dios que nos aguarda, la muerte en esta vida nos recuerda cuan pequeños somos. Un baño de humildad que tanta falta nos hace, pero tambien para los escogidos es de alegria como muy atinadamente expreso la madre Teresa de Calcuta.
Alcé los ojos y vi la Muerte en su trono y a los lados muchas muertes. Estaba la muerte de amores, la muerte de frío, la muerte de hambre, la muerte de miedo y la muerte de risa, todas con diferentes insignias. La muerte de amores estaba con muy poquito seso. Mucha gente vi que estaba ya para acabar debajo de su guadaña y a puros milagros del interés resucitaban. En la muerte de frío vi a todos los obispos y prelados y a los más eclesiásticos, que como no tienen mujer ni hijos que los quieran, sino a sus haciendas, estando malos cada uno carga en lo que puede, y mueren de frío. La muerte de miedo estaba la más rica y pomposa y con acompañamiento más magnífico, porque estaba toda cercada de gran número de tiranos y poderosos. Estos mueren a sus mismas manos y sus sayones son sus conciencias y ellos son verdugos de sí mismos, y solo un bien hacen en el mundo, que matándose a sí de miedo, recelo y desconfianza, vengan de sí propios a los inocentes. Estaban con ellos los avarientos, cerrando cofres y arcones y ventanas, enlodando resquicios, hechos sepulturas de sus talegos y pendientes de cualquier ruido del viento, los ojos hambrientos de sueño, las bocas quejosas de las manos, las almas trocadas en plata y oro.
La muerte de risa era la postrera, y tenía un grandísimo cerco de confiados y tarde arrepentidos. Otros hay que están enfermos, y exhortándolos a que hagan testamento, que se confiesen, dicen que se sienten buenos y que han estado de aquella manera mil veces. Estos son gente que están en el otro mundo y aún no se persuaden a que son difuntos. Maravillóme esta visión, y dije, herido del dolor y conocimiento:
-¿Diónos Dios una vida sola y tantas muertes?; ¿de una manera se nace y de tantas se muere? Si yo vuelvo al mundo, yo procuraré empezar a vivir.(Quevedo)