Iglesia y Sociedad

Vaticano II: La disputa hermenéutica

21 Mar , 2013  

La proclamación del Año de la Fe convocado por Benedicto XVI, que abarca desde el 11 de octubre de 2012 hasta el 24 de noviembre de 2013, conmemora el inicio, hace cincuenta años, del Concilio Vaticano II. Paulo Suess, teólogo germano-brasileño y especialista en misionología, se refiere en un reciente artículo a una controversia en relación con el Concilio. La llama “disputa hermenéutica”.

Quien puso sobre la mesa de discusión el tema fue, ni más ni menos, que el mismo Benedicto XVI. En un discurso dirigido a la Curia Romana el 22 de diciembre de 2005, al celebrar los 40 años de la clausura del Concilio, el Papa formuló unas preguntas: “¿Cuál ha sido el resultado del Concilio? ¿Ha sido recibido de modo correcto? En la recepción del Concilio, ¿qué se ha hecho bien? ¿Qué ha sido insuficiente o equivocado? ¿Qué queda aún por hacer?”.

La recepción del Vaticano II remitió a Benedicto XVI, y así lo mencionó en el discurso al que hacemos alusión, a las palabras que san Basilio pronunciara a propósito del Concilio de Nicea (325). San Basilio dice: “El grito ronco de los que por la discordia se alzan unos contra otros, las charlas incomprensibles, el ruido confuso de los gritos ininterrumpidos ha llenado ya casi toda la Iglesia, tergiversando, por exceso o por defecto, la recta doctrina de la fe…” (De Spiritu Sancto XXX, 77: PG 32, 213 A; Sch 17 bis, p. 524)

Las preguntas planteadas en aquel entonces por el ahora Obispo Emérito de Roma, abrieron una discusión que está lejos de haber terminado. Los llamados a “regresar a la letra del Concilio” que se han oído en los últimos meses se sitúan en medio de esta polémica. En esta discusión, Benedicto XVI parece haber tomado posición cuando sentencia que en la disputa entre la hermenéutica de la reforma o continuidad, y la hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura, señala que ésta última “corre el riesgo de acabar en una ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia postconciliar”. La hermenéutica de la discontinuidad “afirma que los textos del Concilio como tales no serían aún la verdadera expresión del espíritu del Concilio”.

Hasta aquí la posición de Benedicto XVI. Con acierto y tino, Paulo Suess argumenta que la posición del Obispo Emérito de Roma es razonable en un aspecto: Al producir teología, dice el misionólogo germano brasileño, “se debe apostar pedagógicamente a la ‘reforma’ y no a la ‘ruptura’. Cuanto mejor se consigue mostrar la continuidad de la teología contextualizada con la tradición apostólica, tanto más fácil serán recibidas las ‘profundizaciones’ latinoamericanas. Un ejemplo claro es la ‘opción por los pobres’, que obligó al sector hegemónico a asumirla formalmente, no con referencia a la Teología de la Liberación, sino con referencia a la Biblia y a la patrística”.

Quedarse en esto, sin embargo, haría del Concilio Vaticano II solamente un punto de llegada y no de partida. No hay continuidad auténtica sin discontinuidades. La vida camina también a saltos y no solamente se desliza sobre los rieles. Una muestra bíblica es, para poner un ejemplo, la Carta a los Hebreos. En este sermón sacerdotal contenido en el Nuevo Testamento se establece con claridad el trípode: semejanza – diferencia – superación. Para decirlo en otras palabras: Jesús es sacerdote, pero no lo es a la manera de los sacerdotes levíticos (ni por su origen –Jesús no era de la tribu levítica– ni por su función –Jesús era laico–), sino de una manera nueva, radicalmente distinta y superior. A demostrar cuál es esa manera distinta y superior se dedican los capítulos del 8 al 10 de la carta neotestamentaria.

De la misma manera, como bien señala Suess más adelante en su artículo, “la ‘verdadera reforma’ incluye revisión, cambio y corrección”. El mismo Benedicto XVI, párrafos más adelante de su discurso a la Curia Romana, señalaría que “el Concilio Vaticano II, con la nueva definición de la relación entre la fe de la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno, revisó o incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta aparente discontinuidad mantuvo y profundizó su íntima naturaleza y su verdadera identidad”.

Aunque no es fácil zanjar esta discusión, las posiciones de Benedicto XVI y Suess pueden armonizarse como dos matices de una posición que concuerda en lo fundamental. Hay ocasiones, y ése me parece el caso de la recepción del Vaticano II en América Latina y su derivación reflexiva conocida como Teología de la Liberación, en que la “corrección” no tiene que ver con una discontinuidad con el Depositum Fidei, sino con un verdadero retorno a una legítima tradición apostólica o, para decirlo con mayor claridad, la corrección de una tradición desfigurada. Eso me parece que ha sucedido con la opción por los pobres y con la primacía del Jesús histórico en la reflexión teológica latinoamericana.

A contrapelo de las interpretaciones conservadoras de los textos conciliares, las correcciones que se derivan del espíritu del Vaticano II no dejarán de desplegar sus posibilidades en el futuro próximo a menos que, uniéndonos a los lefevrianos, terminemos por declarar como inválido el esfuerzo más serio de renovación que la iglesia católica ha realizado en los últimos tiempos.


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