La frase griega que da título a esta nota está tomada del evangelio de San Mateo (10,8) y es una de las frases que corresponde leer hoy, en la Misa del 24 de mayo de 2013, en las misas católicas de todo el mundo, según ordena el calendario litúrgico romano.
La frase aparece pronunciada por Jesús en el marco de la elección y envío de los apóstoles. De hecho, forma parte de una instrucción del Maestro de Nazaret que acompaña la elección del grupo de los Doce. En alguno de sus detalles (no llevar sandalias o bastón…) parece reflejar las costumbres de una de las aceptaciones más radicales del mensaje de Jesús que parece no haber sobrevivido por mucho tiempo. Me explico.
Los textos evangélicos son la amalgama de tradiciones provenientes de distintas recepciones del mensaje de Jesús. El anuncio del Reino fue recibido de maneras diversas según las características de las comunidades o pueblos que lo fueron aceptando. El libro de los Hechos de los Apóstoles y las cartas neotestamentarias nos muestran con claridad que no es lo mismo recibir el evangelio siendo judío que siendo griego o samaritano, siendo judío palestino o judío de la diáspora. El evangelio produjo prácticas distintas de acuerdo con el molde cultural que lo fue recibiendo. Así, por poner un ejemplo, los círculos de mujeres nos transmitieron una visión de Jesús que los discípulos varones difícilmente habrían conservado.
Hecha esta brevísima aclaración queda por decir que, una vez que Jesús murió y resucitó, se reprodujeron distintas formas de discipulado. Algunos discípulos y discípulas comenzaron a reunirse semanalmente en casas (iglesia domésticas), otros hicieron una experiencia de vivir en comunidad permanente (las experiencias de comunismo primitivo relatadas en los cinco primeros capítulos del libro de los Hechos de los Apóstoles), otros más, motivados por las persecuciones, se hicieron misioneros en la diáspora judía y algunos más, como Pablo y Bernabé, terminaron rompiendo con fronteras geográficas y culturales y ensayando formas nuevas de organización y de culto en comunidades ya no rurales, sino urbanas.
Uno de los movimientos que desaparecieron después de algunos años fue el movimiento radical itinerante, discípulos y discípulas que continuaron durante algún tiempo la experiencia misma de Jesús: ir de una aldea a otra sin ninguna seguridad económica, repitiendo la itinerancia del Nazareno que, junto con un buen grupo de varones y mujeres, se desplazaba de un lugar a otro, comían lo que les regalaban, dormían en las afueras del pueblo o en el centro de los poblados, padecían hambre –que a veces lograban saciar tomando de los frutos de plantaciones vecinas– y, como reza el texto del evangelio, no manejaban dinero ni tenían en donde reclinar la cabeza.
Esta recepción del mensaje evangélico, que trataba de calcar la radicalidad de la vida itinerante de Jesús, pronto dejó de ser operativa. Terminó triunfando un modelo estable de seguimiento de Jesús que implicaba la reunión semanal comunitaria en alguna casa que se ofrecía como sede (“la iglesia que se reúne en casa de María…”) y la asamblea dominical cultual y festiva que aparece en las cartas paulinas, sobre todo Romanos y Corintios. Sin embargo, la experiencia de estos primeros seguidores radicales del Jesús vagabundo e itinerante, no se perdió. Cuando, hacia finales del primer siglo, se puso por escrito la memoria de los cristianos y cristianas de la primera generación en los textos evangélicos, fueron rescatados los recuerdos de aquellos intrépidos misioneros itinerantes. El texto de Mateo 10,5-15 es un reflejo de estas prácticas que, para el tiempo en que el evangelio fue redactado (80-90 d.C.) estaban ya, seguramente, en proceso de desaparición. Ese tipo de seguimiento radical no volvería a verse en la iglesia sino hasta que, por distintos motivos, surgieran los movimientos mendicantes, como el franciscanismo.
En fin, que toda esta introducción tiene como único fin remarcar que el mandato dado por Jesús a los apóstoles en el texto mateano al que nos referimos no refleja solamente una serie de instrucciones suyas a los Doce, cuanto esta experiencia itinerante de seguimiento de Jesús que funcionó los primeros años postpascuales. Uno de los aspectos, al que quiero referirme con el título, es la gratuidad de la tarea apostólica. Por eso el título de este artículo podría traducirse: “gratis lo han recibido, dénlo gratis”, refiriéndose a la misión de predicar la buena noticia y sembrar el bien curando a los enfermos y liberando a los oprimidos.
Más tarde se desataría entre las comunidades una discusión a propósito de cómo se sostendrían los ministros del evangelio. El capítulo 9 de la primera carta a los corintios es un testimonio de esta discusión que debe haber sido ardua. El mismo texto de san Mateo al que aludimos (Mt 10,10: áxios gar ho ergátês tês trofês) lo muestra: el trabajador es digno de su alimento, es decir, se lo ha ganado con su trabajo. San Pablo, sin embargo, a pesar de reconocer la necesidad de que la comunidad provea el sostenimiento del ministro del evangelio (1Cor 9), insiste en no recibir salario alguno por su tarea de predicación y se ufana, en la línea de esta experiencia itinerante de la primera generación y de cierta tradición farisea en boga, de ganarse el sustento con su trabajo manual. Todo para que no hubiera confusión entre el valor de la predicación y el sostenimiento del predicador.
La tradición cristiana que proviene de la reforma de Lutero retomó este elemento en su organización. La mayor parte de las denominaciones reformadas, aunque prevén cierta ayuda económica para el ministro, insisten en que éste debe ganarse la vida con otro tipo de trabajo. Así, muchos pastores protestantes que conozco trabajan como médicos o ingenieros, maestros o peluqueros, y además se dedican al ministerio de la predicación. En el campo católico, esto se ha retomado en la renovada experiencia del diaconado permanente, abierta para varones casados o célibes, que deben tener un sustento garantizado que no dependa de la tarea de la evangelización, pero no se extendió a los presbíteros y obispos, salvo las ya extintas experiencias de los curas obreros.
El asunto es que la frase dôrean elábete, dórean dote sigue presente en el evangelio con su carga cuestionadora que se extiende a nuestros tiempos a propósito de las quejas que se escuchan provenientes de las y los fieles, a quienes molesta mucho las “tarifas” por la celebración de servicios religiosos: que si cuánto cuesta una misa, que si cuánto por la celebración de un bautismo, introduciendo un lenguaje comercial (hoy diríamos neoliberal) en los servicios evangelizadores. Es cierto que ha habido experiencias llamadas de “mayordomía” (yo crecí en una de ellas, en la parroquia de san José de la Montaña, en mis años de infancia) que han tratado de separar el sostenimiento del clero de la celebración de los sacramentos, para colaborar a quitar la impresión de que los sacramentos se venden y se compran, pero ni se han propagado ni han permanecido por mucho tiempo.
Cobrar por la celebración de los sacramentos no es una práctica que ayude a liberar de ataduras la predicación del evangelio. Habrá que ser creativos para encontrar fórmulas que permitan el sostenimiento del culto y del clero por otras vías menos comerciales. Es para muchos algo escandaloso que exista una lista anual de precios (aunque les llamemos elegantemente aranceles o estipendios) por la celebración de sacramentos. Pero lo es aún más que haya diferencias entre los cobros (lo que hace que existan templos de primera y de segunda) o que comience ya a cobrarse por los servicios evangelizadores que, además, son exigidos como requisitos sine qua non por la misma institución que los ofrece, como aquellos que se atreven a cobrar por las pláticas presacramentales. Creo que es hora que todos en la iglesia, ministros y laicos, comencemos a discutir de estos asuntos y a promover soluciones acordes con nuestros tiempos.
Fé de erratas:
«Que no hay amor ni fraternidad, si no se acepta la pobreza»
» Id a predicar el Reino, no lleveis más que lo puesto…» Esto se lo dijo a los discípulos, al Papa, a los cardenales, a los obispos, a los sacerdotes.
Francisco, un Papa como Dios manda, aboga, asi nos lo ha dicho, por una Iglesia pobre. Que la preocupación por la conservación de las riquezas, no distraiga la atención de los que quieren predicar el Reino de amor y fraternidad, que no hay amor ni fraternidad en la aceptación de la pobreza.