Me encanta la sensatez de Jesús de Nazaret. La parábola leída este domingo en todas las iglesias católicas del mundo me parece sobria, inteligente, cuestionante (Lc 12,32-48). Puesta por el evangelista en el contexto de una solicitud, rechazada por Jesús, de constituirse en mediador en asuntos de herencia, la parábola tiene una resonancia especial. Es una experiencia común, no sólo en la época de Jesús sino también en la nuestra, que la herencia pueda dar al traste con la armonía familiar. Familias antes unidas se desmoronan ante los pleitos que las herencias suelen suscitar. Jesús no quiere ser administrador de herencias. Prefiere concentrarse en lo esencial: recomendar a sus discípulos tener un corazón libre ante los bienes de este mundo.
La parábola de Jesús se comprende mejor si conocemos cuál era la situación de desigualdad social que campeaba en su tiempo en Israel, de manera particular en la zona de Galilea. Menciona Antonio Pagola en su reflexión dominical que, mientras en las ciudades de Séforis y Tiberíades crecía la riqueza, en las aldeas aumentaba el hambre y la miseria. Los campesinos se quedaban sin tierras y los terratenientes construían silos y graneros cada vez más grandes. El texto de la parábola a la que hacemos alusión no es la única ocasión en que Jesús se refiere a esta dolorosa situación: también lo hace en la parábola conocida como de los “empleados de última hora”, ésta de tradición mateana (Mt 20,1-15), en la que se ve a un propietario que sale a buscar trabajadores en ¡cinco ocasiones! Y siempre encontró a gente esperando empleo. La dura realidad era que los propietarios, unos pocos latifundistas, acumulaban la tierra que, según una vieja tradición israelita, debería estar repartida entre todas las familias.
La situación de desigualdad que se trasparenta en el evangelio era producto de uno de los azotes más grandes de la época de Jesús (y también de la nuestra): las deudas. Familias enteras perdían su patrimonio ahogados por la implacable falta de piedad de los prestamistas. Cuando una familia terminaba perdiendo todas sus propiedades, no había más remedio que vender la propia fuerza de trabajo e, incluso, vender la libertad de la propia familia, como lo muestra la parábola de Mt 18,21-37, que señala cómo el acreedor determina que “como (el deudor) no tenía con qué pagar, el señor (acreedor) mandó que lo vendieran a él, con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara con eso”.
A esta luz, la actitud del hombre que tiene una cosecha sobreabundante y que solamente piensa en cómo agrandar sus graneros, resulta profundamente insensible. Volvamos a Pagola: “Un rico terrateniente se ve sorprendido por una gran cosecha. No sabe cómo gestionar tanta abundancia. ‘¿Qué haré?’. Su monólogo nos descubre la lógica insensata de los poderosos que solo viven para acaparar riqueza y bienestar, excluyendo de su horizonte a los necesitados. El rico de la parábola planifica su vida y toma decisiones. Destruirá los viejos graneros y construirá otros más grandes. Almacenará allí toda su cosecha. Puede acumular bienes para muchos años. En adelante, solo vivirá para disfrutar: ‘túmbate, come, bebe y date buena vida’… Este hombre reduce su existencia a disfrutar de la abundancia de sus bienes. En el centro de su vida está solo él y su bienestar. Dios está ausente. Los jornaleros que trabajan sus tierras no existen. Las familias de las aldeas que luchan contra el hambre no cuentan. El juicio de Dios es rotundo: esta vida solo es necedad e insensatez… La desigualdad es, sencillamente, la última consecuencia de la insensatez más grave que estamos cometiendo los humanos: sustituir la cooperación amistosa, la solidaridad y la búsqueda del bien común de la Humanidad por la competición, la rivalidad y el acaparamiento de bienes en manos de los más poderosos del Planeta”.
A la atinada reflexión de José Antonio Pagola quisiera añadir un dato que no emerge de los evangelios, sino del conocimiento actual de lo que conocemos como “crisis ecológica”. Una lectura de la parábola del rico insensato hecha desde la situación actual de catástrofe del ecosistema en la que nos encontramos, podría darle a la parábola una nueva óptica.
En efecto, los cambios monumentales que tendrían que hacerse por los países para frenar el deterioro del ecosistema se antojan imposibles en el marco del sistema económico neoliberal en el que vivimos. Ya Antonio Turiel lo señala con acierto: “Es evidente que en el marco de un sistema de economía de mercado, el capital privado no acometerá una inversión tan grandiosa y de tan dudosa o nula rentabilidad”. Jorge Reichmann (Agenda Latinoamericana 2013, pp. 142-143) expone con lucidez que las exigencias de rentabilidad propias de un sistema socioeconómico basado en el lucro y la acumulación terminan siendo incompatibles con la preservación de una biósfera habitable. Y esto por un dato muy sencillo: la naturaleza intrínsecamente expansiva del capitalismo choca con los límites de una biósfera finita. El capitalismo es, en palabras de Reichmann, “una máquina infernal… con su sueño de crecimiento indefinido de la producción y del consumo, es una revuelta contra los principios de la realidad… nos ha situado ya a un paso del colapso civilizatorio”.
Hace algún tiempo, los que trabajamos en la Escuela de Agricultura Ecológica “U Yits Ka’an”, de Maní, Yucatán, fuimos acusados de encubrir nuestra filiación socialista bajo el ropaje ecológico. Nos llamaban sandías: verdes por fuera y rojos por dentro. Me temo que no andaban tan desencaminados, ellos en sus críticas y nosotros en el camino que desde hace muchos años decidimos seguir. La realidad va demostrando cada vez más que para hacer frente a la grave crisis ecológica a la que hemos empujado al planeta se necesita, de manera indispensable, poner límites al libre mercado, reducir el poder del capital, desterrar la mercantilización de la naturaleza. La economía no puede estar exenta de criterios de sustentabilidad y de justicia. Y el sistema neoliberal en el que vivimos es intrínsecamente depredador.
Ha llegado la hora de reconocer, junto con el investigador belga Daniel Tanuro, que el calentamiento climático y, más en general, la crisis socio-ecológica en la que estamos metidos, pone inevitablemente sobre la mesa la cuestión del cambio del sistema socioeconómico. Es indispensable comenzar a hablar claramente de un necesario ecosocialismo o “civilización de la sobriedad compartida”.
Una primera consecuencia de esto sería el ensayo de nuevas prácticas de consumo, personales y colectivas. Consumo responsable, le llaman los especialistas. No soluciona el problema, pero nos coloca en la vía correcta. Y de nuevo los clásicos revelan su profundidad. San Juan Crisóstomo subrayaba con énfasis: esos zapatos que tienes en tu armario y que te sobran, se los estás robando a un pobre. Sí, aunque los hayas comprado con un dinero legítimamente obtenido. Porque Dios hizo todas las cosas para todas las personas y tú posees de sobra algo que a alguna persona le está haciendo falta. Un principio que, de aplicarse, haría que desaparecieran tantos ricos insensatos como los de la parábola de este domingo pasado.
P.D. Desde este rincón del Mayab, este oscuro y mínimo espacio de opinión perdido en la selva cibernética, saluda a la escuelita zapatista. Una oportunidad más para que todas y todos aprendamos de la lucha indeclinable de los pueblos por la libertad.
Un saludo afectuoso para el equipo Indignacion.
En la lectura de la epistola a los Colosenses del mismo domingo, el Apostol nos invita a deshacernos de la avaricia que es idolatria. Nuestra actual estructura economica capitalista es avara y por ende idolatra al darle la primacia al capital sobre la persona humana. Y esta frase lapidaria de Pablo me recuerda la otra, igualmente fuerte y clara, pre~nada del espiritu de Jesus -y del Magnificat de Maria – «La raiz de todo mal es el amor al dinero».
Me dio gusto escuchar de U Yitz Ka`an que siempre he querido visitar. Igualmente me agrado la mencion de la escuelita zapatista. Aqui en Hastings tenemos un rinconcito zapatista, incluyendo dos milpitas de maiz revolucionario zapatista. Abrazos.
Jenaro