(Le ha sido concedido el Premio “Gilberto Bosques” a nuestro querido amigo Fray Tomás González, director del equipo de “La72 Casa-Refugio para personas migrantes”, por su trabajo de defensa de los derechos humanos de migrantes centroamericanos en su paso por México. El reconocimiento, que me llena de júbilo, es ocasión para compartir en este espacio, como un homenaje a Fray Tomás, este estudio sobre la migración en la Biblia Judía)
Los relatos bíblicos iniciales son una reflexión sapiencial sobre los orígenes de Israel. Estos relatos incluyen en variadas ocasiones el fenómeno de vivir errantes. Adán y Eva son expulsados del paraíso y tienen que abandonarlo, después de haber desobedecido las órdenes de Dios (Gen 3,23-24). Caín es también condenado a vagar después de que asesina a su hermano Abel (Gen 4,14): el Señor le marca la frente para evitar que fuera asesinado por otros, pero no le dispensa el permanecer en estado de errante. Curiosamente el texto dice que Caín “habitó en Erets Nod, al este del Edén” (Gen 4,16), ciudad cuyo nombre es altamente simbólico porque quiere decir Vagatierra o “Tierra de Vagancia”, no en el sentido de estar ocioso y sin oficio, sino en el sentido de “andar por varias partes, sin sitio o lugar determinado o sin especial detención en ninguno” (1). La prehistoria bíblica termina también con una imagen de emigración. Se trata del relato de la torre de Babel (Gen 11,1-9), que termina en un decreto divino: “confundamos su lenguaje, de modo que o se entiendan los unos a los otros. Así Adonay los dispersó sobre la superficie de la tierra…” (Gen 11,7-8). En la prehistoria bíblica, pues, la migración aparece como fruto de un error humano, de una rebeldía contra Dios. El estado ideal perdido, en cambio, es el de un paraíso fijo, estable, tierra de felicidad.
Pero, a contrapelo de esta concepción sapiencial, construida en tiempos del exilio en Babilonia, la historia bíblica, ya desde sus inicios históricos más remotos, está marcada por el abandono de una tierra y el viaje hacia otra. Las narraciones patriarcales reflejan un ambiente de pueblos pastores nómadas, que se mueven a través de territorios organizados en ciudades-estado. El clan semita de Abrahán, que habita en tiendas, procede de Jarán (Gen 12,4) y, más remotamente de Ur de los Caldeos (Gen 11,31). La movilidad de Abrahán es digna de llamar la atención: Siquem, Betel, Négueb, Egipto, regreso a Betel, Hebrón, etc. Todo el territorio israelita es recorrido por este viajero incansable. Perpetuamente emigrante, Abrahán no encuentra reposo sino hasta comprar un pedazo de tierra para enterrar a su esposa (Gen 23), acción relatada en un texto de indudable significación simbólica.
El nomadismo es, pues, el ambiente en el que surgió la primitiva revelación de Dios según la Biblia (Dt 26,6-10). Algunas costumbres del nomadismo permanecieron incluso cuando Israel se hizo un pueblo sedentario, como la venganza de la sangre (Go’el). En su lenguaje coloquial, los hebreos conservaron muchas marcas de este pasado nómada: la palabra “tienda” para designar a la casa (Jue 20,8; 1Sam 13,2; 1Re 12,16). El caso es que los patriarcas del Génesis son presentados como extranjeros en Canaán. Son unos marginados con relación a las ciudades cuyos santuarios frecuentan de manera episódica. Son pastores de ganado menor en vías de sedentarización, de costumbres complejas que tienen afinidades con otros pueblos circunvecinos.
Así pues, en la historia antigua de Israel puede decirse que hay dos concepciones que miran de distinta manera al fenómeno de la emigración: una visión que acusa poca estima de la vida nómada, como en la historia de Caín y Abel en la que el pastor tiene las simpatías del autor, mientras que Caín, el agricultor, termina errante en el desierto, refugio de sedentarios decaídos y de gente fuera de la ley. Lo mismo puede decirse de la visión negativa del desierto, como morada de animales salvajes (Is 13,21-22) y lugar en el que se soltaba al macho cabrío con los pecados del pueblo (Lev 16).
Pero existe también una visión ideal del nomadismo: el desierto es lugar de los desposorios del pueblo con Dios (Jer 2,2; Os 13,5; Am 2,10), mientras que la vida urbana está llena de peligros por el lujo y la comodidad (Am 3,15; 6,8). La civilización urbana guarda el riesgo de la corrupción moral y la perversión religiosa. Comienza a crearse una mística del desierto que se prolongará en la experiencia de la secta qumramita (2).
Los relatos del Éxodo nos dan una nueva faceta del fenómeno de la emigración en la Biblia. Los historiadores no alcanzan aún a ponerse de acuerdo en si los HAPIRU o HABIRU, nombre del que después de derivará HEBREOS, era una etnia o una clase social. Parece ser que el origen del vocablo es peyorativo, algo así como el equivalente de “merodeador o bandido”, pero documentos extrabíblicos nos los muestran con jefes a la cabeza, aunque se hace difícil seguirles la pista en cuanto grupos. La última vez que aparecen en algún documento, es sirviendo como trabajadores forzados en el Alto Egipto. Es por eso que, actualmente, casi todos coinciden en que el término hebreo usado en los relatos del Éxodo no es un término nacional o racial, sino que viene designando a los asiáticos a quienes los egipcios mantienen en relación de servidumbre. Eso hace conveniente distinguir entre hebreo e israelita (una denominación mucho más tardía) e identificar a los hebreos de la Biblia con los HAPIRU (3). No se trata, pues, de una denominación de origen étnico, sino social. Lo que parece unir a personas de procedencias diferentes es su posición en la escala social egipcia: su calidad de siervos pobres, esclavos sin defensa. Es precisamente por esta característica que Moisés puede servir de punto de confluencia entre todos.
Después de salir de la esclavitud de Egipto, el pueblo comienza la marcha por el desierto, recordada por los textos bíblicos en una doble interpretación: el tiempo de las relaciones más puras, del primer amor entre Dios e Israel (Jer 2,1-3), ya que Israel estaba abandonado completamente en los brazos de Adonay, y ningún Baal se había metido entre ellos dos, como después sucedería en el establecimiento agrícola. En el desierto, Dios ha alimentado, vestido y calzado a Israel (Dt 29,5). Pero también una visión menos idealizada que recuerda la travesía por el desierto como dolorida consecuencia de sus culpas. El pueblo de Dios en el desierto aparece en los textos como una chusma obstinada, terca e incrédula (Sal 78,8.17.32.40.56; Sal 136; 106; 78): el desierto como sinónimo de prueba, tipo del juicio futuro (Ez 20,35) (4). Finalizada la marcha por el desierto, los textos miran la entrega de la tierra de Canaán como la última acción salvífica de Dios. La mal llamada conquista de Canaán es una muestra más de la difícil convivencia e interrelación entre un pueblo inmigrante y los habitantes naturales de un territorio.
Una vez terminado el tiempo del exilio, después del triunfo de Ciro sobre los babilonios y habiendo sido aplicada una política de tolerancia, los judíos emprenden el camino de vuelta a su tierra, un regreso progresivo y reducido, lo que quiere decir que muchas familias judías decidieron quedarse en lo que era su lugar de exilio y hacerlo su nueva patria, pero manteniendo lazos de unidad con su cultura madre. Una cara de la migración que suele ser soslayada.
Al lado de este fenómeno está el planteamiento de nuevos problemas para los deportados que regresan a su tierra. Particularmente dolorosa es la relación con los que se habían quedado en la tierra sin haber sido deportados (Zac 5,1-5; Ag 1,2-11; Ez 33,23-39). Con la vuelta del destierro y la reconstrucción del templo, la comunidad judía se fue haciendo cada vez más cerrada. La observancia de la Ley de Moisés se convierte en signo privilegiado de identidad y en fortalecimiento de un sentimiento nacionalista que irá creciendo cada vez más. ¿Cómo tratar ahora a los no judíos? ¿qué tipo de relación se entablará con los extranjeros? Hay dos tendencias para responder a esta problemática: la expresada en los libros de Esdras y Nehemías, que pugnan por el aislamiento de la comunidad y la conservación escrupulosa de la identidad nacional. Por otro lado están los libros de Rut y de Jonás, que muestran la posibilidad de refundar la identidad judía en el marco de una gran apertura a los otros pueblos. Esta tendencia, lamentablemente, quedó en desventaja histórica frente a la primera.
Tener una tierra propia plantea el reto del trato a los extranjeros inmigrantes. Había dos clases de extranjeros: los MOKRI, que eran extranjeros que se encontraban de paso por el país, viajeros o comerciantes. Eran protegidos por la Ley de Moisés y se tenía con ellos deber de hospitalidad, pero no podía entrar en el Templo (Ez 44,7.9), ni ofrecer sacrificios (Lev 22,25), ni comer la cena de pascua (Ex 12,43). La segunda clase era el GUER o extranjero residente, con quienes había una especial obligación de hospitalidad. Era especialmente apreciado si se convertía al judaísmo. Abrahán había sido GUER en Hebrón (Gen 23,24), Moisés lo fue en Madián (Ex 2,22), un hombre de Belén se va de GUER a Moab y se casa con Rut (Rut 1,1), los israelitas fueron GUERIM en Egipto (Ex 22,20). Al llegar a Canaán los hebreos eran GUERIM hasta que se convirtieron en los dueños del país y los extranjeros comenzaron a ser los otros.
En relación con estos inmigrantes, las leyes eran de defensa total (Lev 19,34): Dios no hace acepción de personas y proporciona pan y vestido al extranjero (Dt 10,18; Lev 19,33). El amor al extranjero está mandado a Israel, que sufrió la misma situación en Egipto (Dt 10,19). No puede violentarse el derecho del extranjero residente (Dt 27,19) y deben ser juzgados con equidad por los jueces locales (Dt 1,6). Como recibían muchos desprecios y estaban en situación de desventaja, la Ley de Moisés los colocaba en la categoría de marginados a quienes la ley les concedía ciertos privilegios. Se les enumera junto con “las viudas y los huérfanos” (Jer 7,6), se les ofrece asilo en las ciudades de refugio (Num 35,15); se les concede el derecho de rebuscar en el terreno de cosecha (Lev 19,10) y de comer de la cosecha del año sabático (Lev 25,6), etc. No es, sin embargo, tratado igual que el judío, porque al extranjero sí se le puede exigir interés en los préstamos (Dt 23,20) y estaban obligados a hacer ciertos trabajos (1Cr 22,2). Normalmente, aunque eran libres, no podían tener propiedades (Dt 24,14). Si se circuncidaban, adquirían obligaciones y derechos religiosos (Ex 12,48) y los profetas anuncian que entrarían a formar parte del pueblo de Dios en el reino del Mesías (Is 14,1; Ez 47,22) (5).
NOTAS:
1. Diccionario Porrúa de la Lengua Española, Voz VAGAR (México 1993)
2. DE VAUX Roland, Instituciones del Antiguo Testamento (Barcelona 1976) pp. 41-43
3. Así piensa CAZELLES H, Introducción Crítica al Estudio de la Biblia, Vol I (Estella 1990) pp. 47-48
4. Cfr. VON RAD, Teología del Antiguo Testamento (Salamanca 1982) pp. 352-361
5. Cfr. A.A.V.V. Enciclopedia de la Biblia, Voz “Extranjero” (Barcelona 1969) p 396
Muy interesante! y si…TOD@S ESTAMOS MUY CONTENT@S con el justo reconocimiento dado a Tomás!!
Gracias Raúl, por tu indignación, por tu ciencia, por tu cercanía.