A las Hermanas Irma, Mary y Sarita, asiduas lectoras
A Víctor Káter, por las coincidencias
No hay capítulo que haya sembrado más escozor en la Exhortación “La alegría del Evangelio” del Papa Francisco, que el capítulo segundo. Se le ha tachado de ingenuo, de poco informado, de ignorante en economía y otros epítetos más. En realidad, el capítulo no ofrece un análisis detallado y completo sobre la realidad de nuestros días. Ofrece algo, a mi juicio, mucho más pertinente: un discernimiento evangélico. Se trata de echar una ojeada atenta, con la información que viene de la experiencia de los pobres y no de los análisis de escritorio, a las grandes tendencias de nuestra época y los desafíos que plantean a nuestra fe. En pocas palabras, “estudiar los signos de los tiempos”.
Supongo que el Papa habrá molestado a aquellos especialistas en economía que afirman tener una mirada “neutra y aséptica sobre la realidad”. Creo que les haría bien leer algo más que sus propios textos de especialización, porque parece que para ellos Gadamer y Derrida no hubieran existido. No existe tal mirada neutra y aséptica. Toda mirada está coloreada por un entramado de intereses, de trasfondos educativos y culturales. La mirada del Papa reconoce su particular sesgo pastoral: “esclarecer aquello que pueda ser fruto del Reino y también aquello que atenta contra el proyecto de Dios”, dicho esto, desde luego, a partir de la manera como los cristianos católicos entendemos a Dios, dado que la Exhortación está dirigida a los fieles católicos.
Entre los desafíos que el Papa descubre en el momento que vivimos sobresale su rotundo no a una economía de la exclusión. Afirmar que “hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al débil” no podía gustarle a quienes sacralizan el actual sistema económico y niegan, como ciegos que no quieren ver, la exclusión y marginación que este tipo de organización económica generan. El Papa no se limita a exponer esta realidad sino que va a las raíces: “algunos todavía defienden las teorías del “derrame”, que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los pobres siguen esperando.” ¿Cómo podría gustarle esto a los apologistas del neoliberalismo, a la más derechista cadena de noticias en el mundo, Fox News, o a los intelectuales sostenedores del actual sistema de inequidad?
Con energía, el documento pontificio señala que la crisis financiera no es un acontecimiento fortuito, sino que tiene en su origen una profunda crisis antropológica: la negación de la primacía del ser humano, porque lo reduce a una sola de sus necesidades: el consumo. Y este desequilibrio no puede explicarse sin las ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera y que terminan negando todo derecho de control a los Estados. Una nueva tiranía invisible, la llama el documento papal.
A estos desafíos propios del sistema económico imperante, el documento añade algunos otros de orden cultural: la primacía de lo exterior, lo inmediato, lo visible, lo rápido, lo superficial, lo provisorio. Se trata de la “cultura televisa”, como algunos jóvenes rebeldes la llaman: lo real cede su lugar a la apariencia. Menciona también el desafío de una sociedad de la información que nos satura indiscriminadamente de datos, pero los coloca todos en el mismo nivel, llevándonos a una tremenda superficialidad cuando se trata de juzgar las cosas. Reconoce la crisis por la que pasa la familia y el peso de un individualismo que favorece un estilo de vida que debilita los vínculos de solidaridad entre personas y pueblos.
Hacia dentro de propia iglesia, el documento plantea algunos desafíos que conlleva la inculturación del evangelio: el acento en cierto cristianismo de devociones o supuestas revelaciones privadas, que descuida la promoción social y la formación de los fieles; la ruptura en la transmisión generacional de la fe; la ausencia de acogida cordial en las parroquias e instituciones católicas, etc. Una mirada especial le merece la cultura urbana, invitando a imaginar espacios y estructuras renovadas para ofrecer a los habitantes de las ciudades posibilidades de vida plena, partiendo de aquellas personas y grupos que son víctimas de segregación y de violencia: los “no ciudadanos”, los “ciudadanos a medias” y los “sobrantes urbanos”.
Finalmente, hay un subtítulo en el análisis que llama la atención: las tentaciones de los agentes pastorales. La mirada crítica del documento se extiende a los propios trabajadores de las iglesias: agentes pastorales excesivamente preocupados por sus propios espacios de autonomía y de distensión, agentes con un complejo de inferioridad que ahoga su alegría misionera, agentes que viven un relativismo práctico que los hace vivir como si los pobres no existieran. La exhortación propone también algunas soluciones: sacudirse de esa especie de flojera que nos impide entregarnos con fervor al trabajo evangelizador; rechazo al pesimismo estéril que nos convierte en “quejosos y desencantados con cara de vinagre”; correr el riesgo que implica el encuentro con el rostro del otro, con su dolor y sus reclamos; ofrecer una espiritualidad que sane, que libere, que llene de vida y de paz.
Muchos temas más abarca el análisis de la realidad que se ofrece en el segundo capítulo de la exhortación. Mencionaré solamente uno más, particularmente pertinente para las y los católicos de hoy en Yucatán, porque el propósito de este artículo no es sustituir la lectura, sino invitar a las y los lectores a acercarse al documento. Me refiero a la mundanidad espiritual. Escojo este tema, no solamente porque encuentro en él muchos puntos de contacto con lo que, a lo largo de más de dos décadas he sostenido en muchas de estas columnas, sino porque creo que es uno de los pilares de la urgente reforma de la iglesia a la que nos llama el Papa. Además, este tema nos dará a todos la oportunidad de gustar de la prosa directa y cuestionadora de Francisco, en este breve extracto con el que doy punto final a esta reflexión semanal. Quede como renovada invitación a la lectura.
“Esta oscura mundanidad se manifiesta en muchas actitudes aparentemente opuestas pero con la misma pretensión de «dominar el espacio de la Iglesia». En algunos hay un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero sin preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo fiel de Dios y en las necesidades concretas de la historia. Así, la vida de la Iglesia se convierte en una pieza de museo o en una posesión de pocos. En otros, la misma mundanidad espiritual se esconde detrás de una fascinación por mostrar conquistas sociales y políticas, o en una vanagloria ligada a la gestión de asuntos prácticos, o en un embeleso por las dinámicas de autoayuda y de realización autorreferencial. También puede traducirse en diversas formas de mostrarse a sí mismo en una densa vida social llena de salidas, reuniones, cenas, recepciones. O bien se despliega en un funcionalismo empresarial, cargado de estadísticas, planificaciones y evaluaciones, donde el principal beneficiario no es el Pueblo de Dios sino la Iglesia como organización. En todos los casos, no lleva el sello de Cristo encarnado, crucificado y resucitado, se encierra en grupos elitistas, no sale realmente a buscar a los perdidos ni a las inmensas multitudes sedientas de Cristo. Ya no hay fervor evangélico, sino el disfrute espurio de una autocomplacencia egocéntrica… nos entretenemos vanidosos hablando sobre « lo que habría que hacer » —el pecado del « habriaqueísmo »— como maestros espirituales y sabios pastorales que señalan desde afuera. Cultivamos nuestra imaginación sin límites y perdemos contacto con la realidad sufrida de nuestro pueblo fiel.
Quien ha caído en esta mundanidad mira de arriba y de lejos, rechaza la profecía de los hermanos, descalifica a quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos y se obsesiona por la apariencia. Ha replegado la referencia del corazón al horizonte cerrado de su inmanencia y sus intereses y, como consecuencia de esto, no aprende de sus pecados ni está auténticamente abierto al perdón. Es una tremenda corrupción con apariencia de bien. Hay que evitarla poniendo a la Iglesia en movimiento de salida de sí, de misión centrada en Jesucristo, de entrega a los pobres. ¡Dios nos libre de una Iglesia mundana bajo ropajes espirituales o pastorales! Esta mundanidad asfixiante se sana tomándole el gusto al aire puro del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una apariencia religiosa vacía de Dios. ¡No nos dejemos robar el Evangelio!”