Iglesia y Sociedad

La huella de doña Socorrito

21 Dic , 2019  

A: 26 de octubre de 1922

Z: 18 de diciembre de 2019

El legado

De mi madre aprendí a caminar, no sólo en el sentido de que ella me tomó de la mano cuando quise, en mi primer gesto de audacia infantil, dejar de gatear y convertirme en uno de aquellos animales que caminan sobre dos pies, sino que me enseñó a hacer de la caminata un ejercicio placentero. Fue así caminando, a los seis años, colgado de su mano y apoyando mi sien en sus caderas, que me pregunté por vez primera por qué las mujeres caminaban con una cadencia distinta de la de los hombres. Hacerme esa pregunta y mirar a otras mujeres caminar fue una sola y la misma cosa. Desde ese entonces quedé fascinado por las mujeres, para decirlo con las palabras de Joaquín Sabina, “en cuyas caderas no se pone nunca el sol”.

La recuerdo ahora, valiente y luchadora, buscando cómo hacerle para ayudar a su marido en el gasto, para comprar los libros, para pagar las deudas. La miro hacer gelatinas y queso napolitano, vender ropa para niños, luchar consigo misma para poner los precios sin que los pobres dejaran de comprarle. La miro zurciendo calcetines, marcando las ropas de sus hijos para que no se le confundan, inventando modas con retazos de tela de cortina, ahorrando a duras penas para celebrar los quince años de su primogénita.

De ella aprendí el amor filial. La vi gastarse y desgastarse en el servicio de su madre anciana, criarla y bañarla cuando el peso de los años convirtió a su madre en la abuelita de la canción de Cri Cri. La miré llorar cuando en la penumbra de la estancia se acercó a su madre anciana y ésta no la reconoció: “¡qué vas a ser mi hija… si yo no me he casado!” Y, aun en medio de los peores momentos de la demencia senil de su madre, nunca descubrí una falta a la exquisita caridad con que la atendió en sus últimos años.

Fue también ella la que me contagió el amor fraterno, no sólo por su preocupación por sus propios hermanos, sino por aquellos días en que, a las seis de la mañana, me levantaba de la hamaca y me arrastraba poniéndome un regalo entre las manos, para cantarle las mañanitas al hermano que cumplía años. Pero esas desagradables desveladas se compensaban cuando el del cumpleaños era uno, y me dormía entonces desesperado porque ya fueran las seis de la mañana y mis hermanos me despertaran con sus cantos y sus regalos.

De ella aprendí el amor a Dios y a la vocación sacerdotal. También tomado de sus callosas manos fue que dije por vez primera a un sacerdote ejemplar: “yo quiero un traje como el de usted”, para escuchar de respuesta: “pues tienes que entrar al seminario”. La recuerdo sentada en la hamaca, meciéndose con los pies, mientras sus manos desgranan el rosario, con cincuenta penas ocultas, cincuenta dolores de esos que solamente conocen las que son madres. La miro haciendo “La caminata de la Encarnación” o alguna otra de esas devociones antiguas de desconocidos orígenes. Un día me confesó que fue la fuerza de su oración la que logró que yo cambiara mi motocicleta, después de tres accidentes sin mayores consecuencias, por el primer Volkswagen usado que pude conseguirme. Para mí, el mayor logro de esa extraña oración fue poder marcharme de casa sin dejarla a ella con el ¡Jesús! en la boca.

De ella aprendí el amor a los pobres. No dejaba nunca que alguien que llamara a su puerta para pedir limosna se fuera sin un taco. Una imagen imborrable es la de una mujer acercándose al mostrador de la tienda de abarrotes para comprar pan francés. No entendía a mis pocos años el misterio que rodeaba a esa mujer, ni por qué todos callaban o desviaban la mirada cuando ella se acercaba. Ni siquiera entendía qué quería decir prostituta o qué significaba “trabajar en la zona”. Cuando mi madre le dio las cuatro barras de pan a la mujer, ésta, bajando los ojos de vergüenza, le dijo “ahí me lo apunta…”. Nunca la vi apuntar nada en su lista de deudores. Cuando me vio mirándola con ojos de “no entiendo por qué no apuntas la deuda”, se volteó hacia mí para justificar su caridad: “es que es muy pobre y tiene una hija enferma”.

Cuando pienso en todas las batallas que tuvo que dar, y en la decisión inquebrantable con que las enfrentó, me preguntó desconcertado cómo es que después, ya entrada en la vejez, no podía escoger ningún platillo del menú, o no sabía decidirse por un color de ropa, o titubeaba largas horas frente a la estufa pensando en qué comida haría para el mediodía. Es como si las grandes decisiones de la vida, esas en las que se basa la sobrevivencia de un amor matrimonial o de un hogar con hijos, la hubieran dejado indefensa ante las decisiones cotidianas, pequeñas, intrascendentes.

De madre pasó a abuela con gran donaire. Quería que sus nietos se casaran ya mayorcitos, como ella: a los 29 años, para que gocen su juventud. Decía que no le pesaban los años, pero no olvido aquella frase que repetía cada vez que la conversación se desviaba hacia el tema de las edades de los asistentes: “Esa es conversación de cocheros”.

Las manos de mi madre

Cuando no era una cosa, era la otra, pero mi madre siempre encontraba algo qué vender: vestiditos para niñas, ropa interior de mujer, desodorantes y perfumes, flanes y gelatinas, un queso napolitano que fue durante muchos años la envidia de cuanta repostera lo probaba, juguetes en abonos para la navidad, etc., etc.

La vida no era fácil, es cierto. Yo nunca entendí por qué, al responder a la pregunta “en qué trabaja tu papá”, y decir: “tenemos una tienda”, la gente pensaba automáticamente que éramos ricos. La realidad de los tendejones de esquina es muy distinta a lo que la mayoría de la gente piensa: normalmente los tenderos viven sobregirados, sobre todo si, como hacían mis padres, daban fiado a medio vecindario. Los sábados de quincena eran buenos días de recuperación económica y de inversión inmediata. Los hijos salíamos en bicicleta hacia el mercado a hacer las compras que resurtirían la tienda para otros quince días: veinticinco kilos de maíz, un saco de azúcar, seis paquetes de cigarros. Con cuatro hijos en la escuela, solía yo escuchar de cuando en cuando la queja: “nos estamos comiendo la tienda”.

Entonces surgía el ingenio de mi madre para sacar alguna ganancia extra. Un aparador especial lucía las prendas de vestir, los regalos y las curiosidades. “Se lo puede llevar hasta en tres pagos”, era la fórmula invencible en la tarea del convencimiento al cliente, que en la mayoría de los casos era la clienta. Y vuelta a los abonos y al apuro por resurtir el aparador. Las ganancias más inmediatas venían, en cambio, de la venta de gelatinas, flanes, refresco de cebada perla, y el queso napolitano que se vendía en rebanadas y que estaba estrictamente prohibido para los de casa.

El más álgido momento de esta batalla campal por la supervivencia llegaba cuando se acercaba la navidad. Todavía de pantalones cortos y de la mano de mi madre, me asomaba a la famosísima tienda Farah de la calle ancha del bazar. Mi madre escogía los juguetes con exquisito olfato comercial: “Estas muñecas seguro que se venderán”. Y junto con algunos juguetes caros, mi madre se preocupaba siempre por llevar juguetes baratos, pero vistosos, “ya ve usted, don Abdala, que hay gente que con trabajo le alcanza…”. La tienda se llenaba, ya desde el mes de octubre, de aquel singular muestrario. Entonces comenzaba el desfile de los padres de familia que iban a apartar el juguete que querían: “usted escoge y lo va pagando poco a poco, pero recuerde que entregamos solamente los juguetes que se hayan terminado de pagar”, decía mi madre. Y la gente acudía feliz a ese casero sistema de apartado, y llegada la navidad la casa era un pandemónium. Entre ponerle los nombres a las cajas, checar si todo estaba pagado y hacer la entrega de los juguetes a las horas más inverosímiles del día, apenas si nos quedaba tiempo para bañarnos antes de la cena navideña. Siempre había algunas personas que no alcanzaban a llevarse los juguetes y trasladaban la entrega para el año nuevo o la fiesta de los reyes magos, así que, invariablemente, nuestra fiesta navideña estaba adornada con hermosísimos juguetes ajenos y sin abrir.

Mi madre fue una gran trabajadora, sí señor. Siempre anduvo empeñada en extrañas empresas comerciales que casi siempre le dejaban más pérdidas que ganancias. De tienda de abarrotes pasó a tienda de regalos. Y cuando ya no hubo necesidad que trabajara y la tienda de regalos se cerró, ella siguió vendiendo Fuller y Avon, cobrando y entregando mercancía. Así percibí desde niño las manos de mi mamá: trabajando. Con las mismas manos me acariciaba por las noches o me peinaba con un fijador verde después del baño. Pasando el tempo vi sus coyunturas expandirse como efecto de una artritis que, gracias a Dios, pudo controlarse a tiempo. Cuando la enfermedad se hizo presente, las manos de mi mamá tenían siempre una bolita de plástico que jugueteaban como ejercicio terapéutico. A las tres de la tarde, en cambio, las manos de mi mamá estaban siempre llenas de aves marías.

En una ocasión mi madre se lastimó una mano. Ya bastante mayor, por una inconfesable herencia, mi mamá se empeñaba siempre en lavar los trastes: “cómo voy a estar sentada mientras otros hacen todas las cosas”, suele decir. Pues bien, lavando un vaso, éste se quebró y le hizo una cortada en el dedo meñique, de esas cortadas que no son profundas ni peligrosas, pero que ¡aaah! cómo duelen. Cuando me mostró la herida miré de cerca las manos de mi madre. Vi en ellas la marca de muchos años, las huellas de la mercancía de la tienda, de la ropa zurcida, de los flanes y las gelatinas, de los perfumes y de la ropa de niña. Tengo que confesar que nunca he visto manos más hermosas.

A nadie como a ella le convienen aquellos versos de una canción de la Negra Mercedes Sosa: “Las manos de mi madre parecen pájaros en el aire, / historias de cocina entre sus alas heridas de hambre. / Las manos de mi madre saben qué ocurre por las mañanas, / cuando amasan la vida, horno de barro, pan de esperanza. / Las manos de mi madre me representan un cielo abierto, / un recuerdo añorado, trapos calientes en los inviernos. / Ellas se brindan cálidas, nobles, sinceras, limpias de todo: / ¿cómo serán las manos de quien las mueve gracias al odio? ¡no las conozco! / Las manos de mi madre llegan al patio desde temprano, / todo se vuelve fiesta cuando ellas juegan junto a otros pájaros / que aman la vida y la construyen con los trabajos, / arde la leña, harina y barro, / lo cotidiano se vuelve mágico, / se vuelve mágico”.

Los ojos de mi madre

En el atardecer de su vida su mirada, de casi ochenta primaveras, se concentraba en enhilar la aguja. La nieta mayor sería la propietaria de aquel milagro que una tarde se extendió ante mis ojos. Con retazos de tela de cortina mi madre había cosido sin descanso una colorida sobrecama. Se preguntaba cómo luciría sobre la cama, si las medidas eran las correctas, si acabaría la labor antes del cumpleaños… Abeja laboriosa, mi madre escondía sus penas entre el olor de telas nuevas y sin usar. La sobrecama iba entretejiendo su inaudito colorido mientras yo contemplaba sus manos laboriosas y encallecidas.

En el ayer del recuerdo, enmarcado en una fotografía antigua, se dibujan los anteojos de aristas puntiagudas, dando el toque sesentero al rostro de mi madre. Más tarde, después de operada, los lentes fueron invisibles (intraoculares, les llaman los oftalmólogos) y suplieron de manera sobrada las deficiencias que dejaron a su paso las cataratas. Con anteojos o sin ellos, los ojos de mi madre se desgastaron siempre cosiendo para otros: las valencianas de mi padre, el zurcido sin fin de mis calcetines infantiles, el botón pegado velozmente sobre la camisa del uniforme escolar, ya puesta, los bajos posteriores del pantalón de mezclilla que amenazaba con pararse solo (“voy a esconderte ese pantalón para que no vuelvas a ponértelo nunca…”), la bolsa para mi ropa sucia en los lejanos tiempos del seminario. Por las tardes, remendando la ropa detrás del mostrador de una tienda de esquina. Después, en la tarde de su vida, cosiendo sobrecamas para sus nietas. Ojos desgastados entre lágrimas e hileras. Los ojos de mi madre.

El ombligo

Desde hace años, algunos historiadores han insistido en la necesidad de observar y narrar lo que ellos llaman “microhistoria”. Los libros de historia suelen contarnos las grandes hazañas de los héroes, las batallas memorables, las guerras que cambiaron al mundo (aunque ninguna lo haya cambiado de veras), etc. Pero siempre pasa desapercibida la historia cotidiana, la que se teje en el interior de los hogares, en el calor de las cocinas, en las relaciones interpersonales, en las angustias familiares.

Sin embargo, las vidas de quienes somos seres comunes y corrientes, de los que no estamos a la altura de los grandes héroes sino que somos mitad ángeles y mitad demonios, aunque muchas veces no merezcan ser escritas, son las que realmente hacen la historia. Como decía una célebre canción de Silvio: “los hombres sin historia son la historia”. Todo esto viene a cuento porque la despedida de mi madre se convierte en una oportunidad de reflexión, día de microhistoria.

El ombligo es la marca que nos recuerda el íntimo lazo que un día nos uniera a nuestras madres; es señal de unión y memoria de dolorosa separación, secreto testimonio de dependencia. Sí, nuestras madres marcan nuestras vidas; somos un poco su prolongación y ellas nuestra raíz. Aprendemos a hablar pronunciando las sílabas de su nombre y nos encorvamos de ancianos como queriendo encontrar de nuevo la forma de su vientre. Ella está al principio y al final de nuestras vidas. Quizá por eso, todas las cosas que se refieren al origen y al destino final están tan llenas de maternidad: la madre tierra, la lengua madre y, hasta la madre patria (¿por qué no “matria”?).

La madre es una síntesis: ternura y fortaleza, pasión y calma, celos y generosidad. Es la imagen más cercana de Dios, que -como enseñaba Juan Pablo I- es más madre que padre. Su presencia en nuestras vidas nos habla de lo imprescindible que resulta la mujer en nuestra historia, en esa historia que se escribe en libros de hazañas, sí, pero también en la microhistoria que se desarrolla en nuestro barrio y en nuestro corazón.

Hoy quiero honrar la vida de mi madre que nos deja, rendir un homenaje a su fecundidad, esa fecundidad que significó mucho más que tener hijos. La muerte de doña Socorrito es una excelente oportunidad para que yo deje, al menos por un momento, de hablar de política o de religión, y despida con el corazón agradecido, desde esta columna, a la autora de mi ombligo y de mi microhistoria: mi madre.


One Response

  1. BUENAS TARDES P. RAUL: DESPUES DE ESTAR MUY CAIDA POR LA QUIMIO, ENTRE A MI CORREO Y ME ENCUENTRO CON ESTA HERMOSA LECTIO DE LA VIDA DE SU INOLVIDABLE MADRECITA! EN HORA BUENA! RECIBA POR PARTE DE LA HNA. MARY Y ESPECIALMENTE DE UNA SERVIDORA NUESTROS MEJORES DESEOS PARA QUE CONTINUEN SIENDO UN DIGNO HIJO DE LA SRA. SOCORRITO! LE QUEREMOS MUCHO Y LE TENEMOS PRESENTE Y CONFIAMOS EN QUE USTED SIGA ACORDANDOSE DE NOSOTRAS!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *